jueves, 17 de agosto de 2017

La mujer cananea



Sería bueno que reflexionaramos sobre los personajes que intervienen en este fragmento evangélico narrado en san Mateo: la mujer, los discípulos y Jesús.

La mujer, seguro que acuciada por la necesidad, siguiendo el impulso de su corazón y sin darse cuenta de que le fallaban las formas, se puso a gritarle: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”. Ella sabía a quién se dirigía, sabía que era el Mesías y era muy justo lo que le pedía: le pedía para su hija ‒los que somos padres sabemos que pedir para un hijo es más importante que hacerlo para uno mismo‒. Además no le pedía una cosa secundaria, sino algo de suma importancia y muy trascendente, nada más y nada menos que la expulsión de un demonio muy malo. Pero en principio le traicionó lo perentorio del asunto, era urgente aprovechar la ocasión brindada por el paso del Hijo de David y he aquí que siguió gritando con insistencia hasta tal punto que exasperó a los discípulos. Al darse cuenta de que aquella forma era infructuosa y que ni la presión de los discípulos la ayudaba, se acercó y se postró ante Él diciendo: “Señor, ayúdame”. Comprendió que las cosas no se piden a gritos, que las necesidades y los dones no se demandan, sino que se ruegan, se suplican e incluso, si es necesario, se lloran. ¡Qué duro para unos padres el tener que suplicar de rodillas la salud de un hijo! No debió de agradarle la respuesta, más bien, el exabrupto pronunciado por Jesús: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perros”. Pero ella, por su hija, le sigue la corriente, no solo acepta la metáfora, sino que la continua y pide aunque sean “las migajas que caen de la mesa de los amos”. Ahora sí. Prueba superada. Su postración, humillación y fe lo consiguieron.

Por el contrario el ruego de los discípulos es muy distinto, piden e interceden por ella, pero no por convencimiento y para ayudarla, sino porque les molesta. Se sienten avergonzados y sonrojados por el hecho de que alguien vaya detrás de ellos gritando. Piden para callar a la mujer, para quitársela de en medio ‒diríamos en lenguaje actual‒, pero no por verdadera necesidad, no por amor y menos con fe, sino para evitar el incordio.

Jesús quiere curar a su hija, pero también quiere comprobar hasta qué punto era grande su fe. Le pone una dura y afrentosa prueba con sus palabras, pero no pudo resistirse ante la respuesta de aquella mujer que acepta con humildad el desaire. Finalmente le reconoce esas dos grandes virtudes que le adornaban: humildad y fe. Y le recompensa en proporción a ellas. “Mujer qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”.

Así que deberíamos cuestionarnos, cuando le pedimos algo al Señor, cuál es nuestra actitud ¿la de la cananea o la de los discípulos? ¿Por necesidad y con fe como ella? o ¿por salir del paso y tranquilizar nuestra conciencia como los discípulos? ¿Alabará el Señor nuestra fe después de nuestra oración de petición?


Pedro José Martínez Caparrós

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