lunes, 30 de abril de 2018

La palabra de Dios en la vida del enfermo (V)



JOSÉ. LA ENFERMEDAD COMO ACONTECIMIENTO DE DESCENDIMIENTO (Gn. 37-41)

La vida de José hijo de Jacob, vendido por sus hermanos, esclavo en Egipto y en la cárcel pero, finalmente, virrey de Egipto, nos ayudará a contemplar el acontecimiento de la enfermedad bajo el prisma de la misteriosa voluntad de Dios y de la necesaria kénosis (descendimiento) del hombre enfermo para ser elevado posteriormente por Dios como un hombre nuevo.

José es imagen de Cristo y el enfermo igualmente refleja en sí de forma particular a Cristo sufriente. Veamos algunos paralelismos:

o    Jacob/Israel quería más a José que al resto de sus hijos. Asimismo, existe una preferencia de Dios por los enfermos y los que sufren.

o    José fue vendido por sus hermanos y llevado a Egipto como esclavo. También Jesús huyó a Egipto con sus padres para evitar que Herodes le matara. Marchar a Egipto es viajar a un lugar áspero, desconocido, abandonar las raíces, el hogar, la familia y los amigos. La enfermedad es “un Egipto”, un país que se visita en contra de la propia voluntad, como esclavo, para iniciar allí una vida nueva que no se desea, alejado de la salud que hasta ese momento había sido el hábitat natural del hombre.c
o    Al igual que Jesús fue liberado por Dios de la muerte, José fue rescatado de la cárcel por el faraón, del lugar de muerte donde se encontraba; y fue investido de poder y autoridad. Al lugar de muerte que es la enfermedad, Cristo desciende presuroso para elevar al enfermo, para sacarle de la fosa de la angustia y revestirle del poder de su espíritu vencedor de la enfermedad y la muerte.


o    José nos invita a confiar en Dios pese a la dificultad de los momentos de enfermedad y sufrimiento, en contra del aparente silencio de Dios. Cristo aprovecha el mal para el bien y aquel que se hubiera ensalzado, por la enfermedad será humillado; y, una vez en lo más profundo, en lo más oscuro, aparecerá el Señor para elevarlo de nuevo, pero ahora, revestido del verdadero poder y autoridad que viene del que es uno con Cristo.

Egipto, que recibió a José como esclavo, acabó acogiéndolo como el virrey de todas sus tierras. A semejanza del hijo pródigo, José terminó sus días con el anillo del faraón en su mano, vistiendo de lino y con un collar de oro en su cuello. La enfermedad, que recibió al enfermo como si de un condenado se tratara, acabará resultando un acontecimiento para que el enfermo sea purificado y engalanado con las vestiduras blancas propias de los santos.

Raúl Gavín | Iglesia en Aragón /

domingo, 29 de abril de 2018

“Ser san­to”, ¡ anda ya ! ¡ de qué vas!



 Hace va­rios me­ses, con­ver­san­do con una ado­les­cen­te, re­ci­bí una de las lec­cio­nes más sig­ni­fi­ca­ti­vas de mi vida. Des­pués de com­par­tir la de­li­ca­da si­tua­ción que es­ta­ba vi­vien­do en casa, don­de sus pa­dres aca­ba­ban de se­pa­rar­se, su fal­ta de con­cen­tra­ción en los es­tu­dios, su gran an­sie­dad e irri­ta­bi­li­dad… se echó a llo­rar di­cién­do­me:
Ángel, ¡no me quie­re na­die! En casa soy un es­tor­bo y mis amigos/as me ig­no­ran. Hoy sólo me han cli­ca­do cin­co «I like it» (me gus­ta) en Fa­ce­book.

Nun­ca ha­bía re­pa­ra­do que el con­ta­dor «me gus­ta» de Fa­ce­book fue­ra el ter­mó­me­tro más fia­ble para me­dir el ca­ri­ño o la re­le­van­cia de las per­so­nas. Al ter­mi­nar la en­tre­vis­ta abrí mi Fa­ce­book y es­tu­ve cli­can­do «me gus­ta» a todos/as los que me ha­bían es­cri­to aquel día. No que­ría ser cau­sa de baja au­to­es­ti­ma de na­die ni de cual­quier in­ci­pien­te de­pre­sión.
Bro­mas apar­te, la tras­pa­ren­cia y sin­ce­ri­dad de aque­lla mu­cha­cha me ayu­dó a dar con la cla­ve de lo que real­men­te sig­ni­fi­ca­ba «ser san­to», o lo que es lo mis­mo, «ser fe­liz», «vi­vir en GRA­CIA», «sen­tir­se pleno, fe­cun­do, li­bre…» Y me ima­gi­né a Dios, des­de el cie­lo, en su Fa­ce­book, con mi­les de mi­llo­nes de amigos/as, cli­can­do los 365 días al año, in­clui­do el bi­sies­to, las vein­ti­cua­tro ho­ras del día, a cada uno: «me gus­ta», «te quie­ro», «me sien­to or­gu­llo­so de ti», «eres mi hijo ama­do»… para que lo­gre­mos en­ten­der de una vez por to­das que la dig­ni­dad de la per­so­na hu­ma­na, aun­que al­gu­nos tra­ten de usur­pár­te­la o man­ci­llar­la, es un re­ga­lo in­mar­ce­si­ble que Dios nos otor­ga a cada uno de sus hi­jos. Y tu nom­bre, aun­que lo ig­no­res, está es­cri­to eter­na­men­te en su co­ra­zón.
Cuan­do leí hace unos días la Ex­hor­ta­ción Apos­tó­li­ca «Gau­de­te et ex­sul­ta­te» («ale­graos y re­go­ci­jaos») del Papa Fran­cis­co, al que se le en­ra­sa­ron los ojos fue a mí. Ser san­to, se­gún re­fie­re el Papa, está al al­can­ce de tu mano y de la mía… aun­que mu­chos ex­cla­men: «¡anda ya!» «¡de qué vas!» Bas­ta, re­fie­re el Papa Fran­cis­co, con que acier­tes a co­nec­tar con Dios, es de­cir, a en­trar en re­la­ción per­so­nal con Je­su­cris­to. Él es quien ofre­ce a cada per­so­na, hoy igual que ayer, ple­ni­tud de sen­ti­do en su vida, au­ten­ti­ci­dad, ale­gría, li­ber­tad, crea­ti­vi­dad, fe­cun­di­dad, sin­ce­ri­dad, fe­li­ci­dad… Son los va­lo­res que Él mis­mo en­car­nó en su vida. Y que si­guen sien­do tan ac­tua­les como ne­ce­sa­rios hoy día.
Esta es la apa­sio­nan­te ta­rea que nos ha con­fia­do el Se­ñor a los sa­cer­do­tes, ofre­cer a cada per­so­na su «con­tra­se­ña» para que se pue­da co­nec­tar con Dios. Por si al­guno la hu­bie­se per­di­do o no se acor­da­se, le ofrez­co la que nun­ca me fa­lla: «an­gel­pe­rez­pue­yo [AT] se­tu­mis­mo [DOT] siem­pre» Ima­gino que bas­ta­rá con cam­biar mi nom­bre por el suyo. Des­co­noz­co si a los más ale­ja­dos o a quie­nes re­nie­gan de Dios tam­bién les pue­da ser­vir. ¡Pro­bad­lo! Y me de­cís. ¡Oja­lá lo­grá­se­mos so­ñar en­tre to­dos un mun­do de san­tos de car­ne y hue­so, como pro­pug­na el Papa, cohe­ren­tes, au­tén­ti­cos, evan­gé­li­cos, como Dios nos creó…! Y lo­gre­mos en­ten­der que no po­de­mos con­for­mar­nos con me­nos. Que te­ne­mos que apos­tar por la ex­ce­len­cia. Que te­ne­mos que ha­cer vi­si­bles to­das las gra­cias con que Él nos ha ador­na­do por den­tro y por fue­ra. Mu­chas per­so­nas es­tán tan preo­cu­pa­das por ir al gim­na­sio para ga­nar mus­cu­la­ción que, sin em­bar­go, no re­pa­ran que tie­nen flá­ci­do el co­ra­zón y fofa el alma. O que el lu­gar pri­vi­le­gia­do para en­con­trar­te con Cris­to siem­pre será el más des­he­re­da­do, tu pró­xi­mo (pró­ji­mo).

Al tra­tar de so­ñar la san­ti­dad de nues­tra Dió­ce­sis de Bar­bas­tro-Mon­zón, re­ga­da por la san­gre de tan­tos már­ti­res, ve­nía a mi men­te la his­to­ria de aquel jefe de una tri­bu in­dia que, gra­ve­men­te en­fer­mo, lla­mó a sus hi­jos y les dijo: «Subid a la mon­ta­ña san­ta. Quien lo­gre traer­me el me­jor re­ga­lo me su­ce­de­rá como jefe. Al atar­de­cer, el pri­me­ro de sus hi­jos le tra­jo una flor que era úni­ca en su es­pe­cie. El se­gun­do le en­tre­gó una her­mo­sí­si­ma pie­dra mul­ti­co­lor. Y el más pe­que­ño le con­fe­só muy ape­na­do: Pa­dre, no he po­di­do traer­te nada. Des­de la cum­bre de la mon­ta­ña di­vi­sé en su otra ver­tien­te ma­ra­vi­llo­sas pra­de­ras y un lago cris­ta­lino. Que­dé fas­ci­na­do pen­san­do en ese nue­vo em­pla­za­mien­to para nues­tra tri­bu. Se echó la no­che en­ci­ma y tuve que re­gre­sar con las ma­nos va­cías. Tú se­rás quien me su­ce­da, hijo mío, re­pli­có el pa­dre, por­que me has traí­do el re­ga­lo más her­mo­so, la vi­sión de un fu­tu­ro me­jor para nues­tro pue­blo.
El me­jor re­ga­lo que el Se­ñor nos po­dría ha­cer, como fru­to de esta Ex­hor­ta­ción Apos­tó­li­ca que iré des­en­tra­ñan­do en las pró­xi­mas se­ma­nas, se­ría que nos ayu­da­se a en­ten­der cómo la san­ti­dad de sus hi­jos se cris­ta­li­za más que en un modo in­fle­xi­ble de ac­tuar en la ma­ne­ra de ser y de vi­vir con cohe­ren­cia los va­lo­res del Evan­ge­lio.
Que la lle­na de GRA­CIA, bajo cuya pro­tec­ción está pues­ta nues­tra Dió­ce­sis, nos ilu­mi­ne y nos guíe para lle­gar a ser san­tos.
Con mi afec­to y ben­di­ción,
+ Ángel Pé­rez Pue­yo
Obis­po de Bar­bas­tro-Mon­zón


sábado, 28 de abril de 2018

V Domingo de Pascua


La nueva vida consiste en compartir la vida de Cristo resucitado, que es amor

          La palabra de Dios continúa recordando el mensaje pascual (hoy de labios de Pablo, primera lectura) e invitándonos a profundizar en lo que significa que Cristo ha resucitado y nos ha dado vida nueva (segunda lectura y especialmente Evangelio).

La alegoría de la vid y los sarmientos quiere explicar la situación pascual de los bautizados, íntimamente unidos a Cristo resucitado, cuya vida participan: entre Cristo resucitado y los cristianos hay comunión de vida, lo mismo que los sarmientos, unidos a la vida, comparten la savia vital que los alimenta, hace crecer y dar fruto. Es fundamental para el bautizado mantener la unión con Cristo.

        La vid es de Dios Padre, que la ha plantado resucitando a Jesús y uniendo a él en calidad de sarmiento a toda persona que cree y se bautiza. Dios Padre, como buen agricultor, cuida la vid para que dé fruto abundante. Esto exige permanecer unido a Jesús, porque sin él no hay vida ni crecimiento. Hay dos posibles situaciones del sarmiento, que permanezca unido a la vid o que no permanezca unido. En el primer caso, crecerá y dará fruto. Entonces el Padre lo podará con una intención positiva: para que dé más fruto. La poda se refiere a la lucha propia de la vida cristiana, en la que hay que superar las propias tendencias negativas y las contradicciones que nos vienen de fuera.  Todo ello debe servir para fortalecer el amor y con ello la unión con Cristo. En el segundo caso, el sarmiento se secará, se hace inútil y es echado al fuego.

        La savia se compara a la palabra de Jesús, que es manifestación de la voluntad del Padre. Estar unidos a Jesús significa estar unidos a su voluntad de hacer siempre la voluntad del Padre. Es ésta la que limpia a los discípulos cuando se recibe con humildad y acción de gracias. Más adelante se explicita en qué consiste la palabra de Jesús: vivir en el amor. Se trata del amor existente entre el Padre y Jesús. Jesús nos ama con este amor y en este amor hemos de permanecer para dar fruto: Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor.  Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado. (Jn 15,9-11).

La consecuencia será compartir la alegría de Jesús, que a su vez comparte la alegría del Padre, fuente del gozo. La alegría es fundamental en la vida humana. Todos la necesitamos y buscamos, aunque con frecuencia en lugares equivocados. Jesús nos ofrece el verdadero manantial, vivir unidos a él. A más unión con Jesús, más alegría, hasta que al final compartamos plenamente su alegría. Por eso la obra de Jesús se llama alegre noticia, evangelio. Esta alegría debe estar presente en toda la vida cristiana, como nos recuerda el papa Francisco en su encíclica La alegría del Evangelio. 

        La segunda lectura refuerza este mensaje, ofreciendo enseñanzas sobre la vida nueva del que comparte la resurrección de Jesús. Vida nueva es creer y amar; fe y amor son inseparables: Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a aquel que da el ser ama también al que ha nacido de él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues en esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados.

        La Eucaristía es el medio privilegiado que emplea el Padre para cuidar la vid; en ella nos invita a unirnos al sacrificio de Jesús. En la medida en que lo hagamos recibiremos savia que nos ayudará a dar frutos de vida eterna.

 Dr. Antonio Rodríguez Carmona

 


viernes, 27 de abril de 2018

¡Habla Señor, que tu siervo escucha! (1S, 3; 1-10 Y 19,20)




¡Es hermosa esta oración! Procede de la contestación que el profeta Samuel da a Elí, sacerdote del Templo, ya anciano. El texto es el indicado y es muy recomendable leerlo y meditarlo para poder sacar todo el jugo de la catequesis.
Pero en esta ocasión, más que comentarlo, creo que es importante que “nos metamos en el cuadro”, si se me permite la metáfora. Podemos suponer que somos nosotros los que oímos la Voz de Yahvé-Dios. Enseguida diremos que nunca la hemos oído. Y seguramente será verdad. O no. Puede que nuestros oídos estén tan cerrados a la verdadera Voz, oída con los oídos del alma, que no seamos capaces de interpretarla.

Si te sirve de algo, a ti que lees esto, te invito a una gratificante experiencia:

Ve a la iglesia, la de tu barrio o la que sea, a una hora donde no haya culto, donde nadie te distraiga. Siéntate frente al Sagrario, y dile al Señor: ¡Habla Señor, que tu siervo escucha! Nada más. ¡Quédate esperando! Huye de las distracciones que te han de venir, de los agobios del día o los de mañana. No pienses en el mal que te aqueja o que te hicieron. Más bien dile al Señor que no eres capaz de perdonar al que te afrentó. Dile que te duelen tus pecados, pero que no te aplastan, porque Él está contigo y en Él confías.

Apaga el móvil; la experiencia puede durar poco o mucho, según te acomode. Y reza. A lo mejor no hay que rezar una oración tradicional del devocionario. Quizá esto te llevará a la rutina en ese momento. Quizá el Señor desee que hable tu corazón. Yo creo que es bueno comenzar por rezar el “Señor mío Jesucristo”, para pedir perdón de nuestras faltas y “conectar” con Él.

Se me ocurre que se puede decir: Señor, no sé a qué vengo. Me dijeron que era bueno venir porque me hablarías, y estoy convencido de que no va a ser así. Pero vengo porque me aplastan los acontecimientos de mi vida y no tengo paz interior. Y ningún psicólogo del mundo, - los he probado-, me puede entender porque ni yo me entiendo. Te voy a decir el tópico: Nadie me entiende.

Y te voy a decir otro: nadie me quiere. Y te voy a decir más: Algo dentro de mí me dice que solo tú me quieres como soy, que no tengo que cambiar, porque tú cambiarás mi vida. Conoces mi barro. Me sondeas y me conoces, me conoces cuando me acuesto y cuando me levanto. (Sal 139)

Y es que cuando me acuesto, en el lenguaje de la Escritura, es cuando estoy en pecado, cuando mis ojos no te ven y mis oídos no te oyen. Me refiero a los sentidos del alma; quizá no te hayas dado cuenta que el alma tiene sentidos como los del cuerpo, pero sin educar…por eso no los sientes.

Por el contario, cuando me levanto, es cuando mi alma toma la postura de estar en pie, la postura del Resucitado.

No esperes que Dios te hable como hablamos los hombres; Dios nos habla con los acontecimientos de la vida. Pero es importante repetir y repetir las visitas, y hablar en voz que te puedas oír. Por eso es bueno que no haya nadie a tu alrededor. Poco a poco verás que tu vida va cambiando. Quizá no tan deprisa como quieres…Dios, Eterno Presente, tiene unos parámetros distintos a los nuestros.

Y repetir siempre: ¡habla Señor, que tu siervo escucha!

Alabado sea Jesucristo

Tomas Cremades Moreno

jueves, 26 de abril de 2018

La palabra de Dios en la vida del enfermo (IV)





JACOB. LA ENFERMEDAD, COMO ACONTECIMIENTO DE LUCHA (Gn. 32, 23-32)

Como consecuencia de lo referido en los apartados anteriores en los que hemos planteado la enfermedad como acontecimiento de tentación y como ocasión para la fe, afirmamos en este punto que no es posible superar la tentación o alcanzar la fe sin que existe cierta lucha; a veces este combate es contra los espíritus del mal que viven en el mundo tenebroso (Ef. 6,12); y, en ocasiones, el combate es contra el mismo Dios. Puesto que a lo primero ya aludimos al hablar de Adán, me quiero detener ahora a la lucha con/contra Dios.

Cuenta el relato del Génesis que “era de noche cuando Jacob se levantó. Tomó a sus dos mujeres y a sus once hijos y cruzó el vado de Yabboq. Les tomó y les hizo pasar el río, e hizo pasar también todo lo que tenía. Y habiéndose quedado Jacob solo, estuvo luchando alguien con él hasta rayar el alba. Pero viendo que no le podía vencer, le tocó en la articulación femoral, y se dislocó el fémur de Jacob mientras luchaba con aquél. Éste le dijo: “Suéltame, que ha rayado el alba.” Jacob respondió: “No te suelto hasta que no me hayas bendecido.” Dijo el otro: “¿Cuál es tu nombre?” —”Jacob.”— “En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido…”









Podríamos dedicar innumerables páginas a comentar este pasaje y la riqueza que encierra si lo interiorizamos y lo aplicamos a la lucha del enfermo con/contra Dios. Apuntemos, al menos, lo siguiente:

Era de noche…y Jacob quedó solo…Enfermedad es tiempo de noche, de oscuridad, de dificultad para ver, de no reconocer con claridad a Dios en ese acontecimiento de angustia y padecimiento; también es espacio de soledad. Ante la enfermedad y la muerte, el hombre queda solo con Dios. ¿De qué sirven ya “las muletas” en forma de dinero, de éxito, de trabajo, que le acompañaron en su juventud o en sus momentos de salud?

Y en la noche, estando solo, Jacob luchó contra Dios. También el hombre que enferma, que padece, que sufre, lucha contra Dios y se revela ante el hecho de perder temporal o definitivamente la salud y el bienestar del cuerpo. Ciertamente, esa lucha es contra Dios. Y el combate se prolonga hasta el alba, hasta que llega la aurora, hasta que desaparece esa noche oscura del alma, vencida por el sol de la resurrección de Cristo que se hace carne en el hombre.

Pasada la noche, Jacob ya no es Jacob; tras la lucha del enfermo contra Dios, aparece un hombre y un nombre nuevo: Israel. Es el hombre que ha conocido su debilidad, que acepta que su contrincante es más fuerte que él y que, como consecuencia de ello, cambia de estrategia en el combate. Sigue siendo débil pero ha descubierto un tesoro de sabiduría para su vida, como detalla S. Pablo: “cuando soy débil, entonces soy fuerte” (Flp. 4,13). En vez de luchar contra Dios, se alía con él, se convierte en Israel, que significa “fuerte con Dios”.




Ya no será más Jacob y, siendo Israel, el enfermo vencerá la enfermedad, vencerá la muerte como aquellos primeros cristianos y tantos mártires que caminaban hacia su final cantando, que sufrían padecimientos y torturas y no renegaban del nombre de Dios. Porque ya no eran ellos sino Cristo el que habitaba en su cuerpo (Gal. 2,20). Ya no eran más Jacob sino Israel, fuertes con Dios.

Raúl Gavín | Iglesia en Aragón /


miércoles, 25 de abril de 2018

La palabra de Dios en la vida del enfermo (III)





ABRAHÁN Y LA ENFERMEDAD COMO ACONTECIMIENTO DE INCERTIDUMBRE Y DE FE (Gn. 11, 26 – 25,18)

El anuncio de una enfermedad o el acompañamiento constante de ésta en la vida del hombre, viene a resultar acontecimiento de incertidumbre, por una parte, mas, por otra, circunstancia propicia para el encuentro y la intimidad con el Señor; por lo tanto, el enfermo, tomando ocasión de un hecho aparentemente desdichado, tiene la oportunidad de emprender un profundo viaje hacia la fe, como ocurrió con Abrahán, como sucede con cada hombre que fiado de la Palabra de Dios, se pone en camino.

Interesa en este momento destacar dos aspectos de este personaje:

o      Abrahán era politeísta, creía en muchos dioses como era costumbre en su época.
o    Abrahán era un anciano fracasado porque no tenía hijos ni una tierra donde ser enterrado
.
Si somos sinceros con Dios y con nosotros mismos, deberemos reconocer que, como Abrahán, también nosotros adoramos a otros dioses distintos del verdadero. Como subraya el catecismo, la idolatría consiste en divinizar lo que no es Dios, trátese del poder, del placer, del dinero, etc. ¿Quién no reconocerá connotaciones “politeístas” en su corazón.

Abrahán es posiblemente, la figura más existencial que aparece en la Escritura y, por ello, resulta adecuado para iluminar cualquiera de las realidades existenciales que puedan acontecer al hombre, ya sean de enfermedad, de sufrimiento o de muerte.


Abrahán, como cualquier hombre, buscaba la felicidad pero no la encontraba y ahora que ya es anciano no descubre sentido a su vida. Tal vez quien lea estas líneas haya tenido un experiencia similar. Toda la vida trabajando, luchando y ahora, de pronto, se reconoce anciano, enfermo, solo, sin que sus hijos vengan a visitarle y pensando si algo que ha hecho en su vida ha tenido sentido. En parecida situación existencial se encontraba Abrahán cuando escucha en su interior una voz que le invita a ponerse en camino, a dejarlo todo, a abandonar sus seguridades, sin saber a donde ir, solo fiado de una palabra que le prometía que le iba a dar ese hijo y esa tierra con los que había soñado. Es decir, esa voz prometía a Abrahán que iba a dar sentido a su vida.

El camino que emprende Abrahán es la fe. Porque la fe no es una especie de magia que sobreviene de improviso sino que la fe es un recorrido, un camino. La enfermedad es un billete especial para emprender este viaje de fe. Como describe San Juan de la Cruz: “Para venir a lo que no sabes has de ir por donde no sabes.”



San Pablo dirá sobre Abrahán que esperó contra toda esperanza y no vaciló en su fe al considerar su cuerpo ya sin vigor y el seno de Sara igualmente estéril. Abrahán se puso en camino y al final de su vida, cuando vio con sus propios ojos que Dios había cumplido sus promesas y en la ancianidad le había dado ese hijo y esa tierra que anhelaba, Abrahán había dado el paso definitivo de su vida partiendo de la religiosidad y alcanzando la fe. La enfermedad nos impulsa así a una fe adulta, a abandonar las aparentes seguridades que nos ofrece “el mundo” y emprender el camino de la fe abandonados y confiados en la Palabra que nos invita a salir de nosotros mismos y nos promete dar sentido a todo cuanto nos ocurre.

Raúl Gavín | Iglesia en Aragón /

martes, 24 de abril de 2018

Curación de la suegra de Simón




El Evangelio de Lucas, también en Marcos y Mateo,  nos habla de la curación de la suegra de Simón-Pedro. (Lc 4,38-40) Se produce al comienzo de la vida pública de Jesús. Y nos sorprende un poco que sea una curación, diríamos, de algo leve, la fiebre que mantiene postrada en cama a la suegra de Simón, de la que ni tan siquiera se nos dice su nombre, cuando en el Evangelio se nos narran otras curaciones, de ciegos, paralíticos o difuntos, de mucho más valor de cara al que está meditando la Palabra de Dios.

Nos podemos preguntar: ¿Es tan importante, tan reveladora esta curación de la fiebre? ¿Es que los milagros de Jesús comenzaban poco a poco, primero los más sencillos, para luego ir progresando hacia otros de mayor entidad?

No es así. El poder de Dios no va por escalones o etapas, porque su Sabiduría es plena, no es adquirida por conocimiento o estudio, sino que es Atributo de Dios.
La fiebre nubla tanto nuestros sentidos, que no nos deja ni pensar. La cabeza parece que va a estallar, y, cuando sube de un cierto valor, como de 43ºC, el cerebro puede llegar a resentirse.

Esta fiebre, personificada en la suegra de Simón,  bien puede simbolizar el hedonismo del hombre que inunda sus sentidos hasta hacerle perder la noción de la realidad, del sin sentido de su vida. La suegra de Simón, representa aquí a toda la humanidad doliente. La humanidad que necesita el consuelo de Jesús para poder caminar, para poderse levantar, para poderle servir

Este episodio recuerda el de la mujer encorvada que se narra en (Lc 13, 10-17): “…Había allí una mujer a la que un espíritu tenía enferma hacía dieciocho años, estaba encorvada y no podía en modo alguno enderezarse…”

Al igual que antes, esta mujer representa a toda la humanidad, que no puede enderezarse debido al peso de sus pecados, del poder del demonio, de ese espíritu inmundo que le atenaza.

La ingenuidad popular, no exenta de cierta dosis de maldad, se fija en este Evangelio de la suegra de Pedro, del tema, hoy en boga, del celibato de los sacerdotes, aduciendo que Pedro estaba casado. Lo cual tampoco se dice en el Evangelio, pues podría ser viudo. Pero es que, cuando Jesús eligió a sus Apóstoles, los eligió con las circunstancias de ese momento; y en ningún caso se dice que dejaran por voluntad propia o por imposición divina su vida en soltería o en matrimonio.

Pablo, como siempre, pone “luz y taquígrafos”: “…el casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, está, por tanto, dividido. La mujer no casada, se preocupa de las cosas del Señor, igual que la doncella….El que se casa con su doncella, hace bien, y el que no se casa, mejor” (1 Cor, 32-40)

El texto es largo, y merece la pena detenerse en él. La maldad del demonio queda patente en querer filtrarse entre las personas inocentes para sembrar todo cúmulo de errores y dudas.

Estemos atentos, que la fiebre de placer, que el peso de una vida sin Dios, no nos mantenga encorvados, que no nos deje postrados en cama…que invoquemos a Dios, para que, por medio de su Hijo Jesucristo, elimine la fiebre de nuestro mal, de nuestra idolatría.

Tomas Cremades Moreno

lunes, 23 de abril de 2018

¡No es un fan­tas­ma, es Cris­to que vive en tu co­ra­zón!






Des­de León, Gua­na­jua­to, en Mé­xi­co, don­de he ve­ni­do a di­ri­gir una tan­da de ejer­ci­cios es­pi­ri­tua­les a la co­mu­ni­dad de las Es­cla­vas de la San­tí­si­ma Eu­ca­ris­tía y de la Ma­dre de Dios, me gus­ta­ría in­vi­ta­ros a to­dos los hi­jos del Alto Ara­gón a que «en­cen­die­seis vues­tra son­ri­sa» para que se per­pe­tua­se en cada uno, du­ran­te todo el año, la re­su­rrec­ción de Cris­to.

Él si­gue vivo. No es un fan­tas­ma. Y cuen­ta con­ti­go para hu­ma­ni­zar-di­vi­ni­zar el en­torno en el que vi­ves. Así lo han tes­ti­fi­ca­do du­ran­te si­glos tan­tos hom­bres y mu­je­res de nues­tros pue­blos. Ellos nos de­ja­ron como he­ren­cia su fe. El ma­yor de los re­ga­los po­si­bles. La fe no te exi­me de las con­tra­rie­da­des o su­fri­mien­tos que la vida nos de­pa­ra. Sim­ple­men­te nos per­mi­te ver­los con la mi­ra­da de Dios y en­con­trar su ver­da­de­ro sen­ti­do. La fe nos ayu­da a des­cu­brir esa di­men­sión de tras­cen­den­cia que se ha­lla en el co­ra­zón de cada per­so­na. Haz la prue­ba. Ac­tí­va­la y vi­vi­rás en ple­ni­tud.

Así lo ex­pre­sa­ba tam­bién Luis Gil al con­cluir la pro­ce­sión del san­to en­tie­rro, en la pla­za del mer­ca­do de Bar­bas­tro, quien acom­pa­ña­do de su es­po­sa Sol Gon­zá­lez, nos re­ta­ba a los cris­tia­nos a no con­ver­tir­nos SOLO en es­pec­ta­do­res de un her­mo­so cua­dro his­tó­ri­co… sino en par­tí­ci­pes del plan de Dios para la sal­va­ción de to­dos los hom­bres. Lo que más le IM­PACTÓ, nos con­fe­sa­ba, era sa­ber que en todo el mun­do se es­ta­ba ce­le­bran­do este mis­mo MIS­TE­RIO de re­den­ción y que mi­llo­nes de per­so­nas es­tá­ba­mos par­ti­ci­pan­do del mis­mo sen­tir. En esta em­ble­má­ti­ca pla­za, con­cluía, nos he­mos reuni­do, al igual que hi­cie­ran nues­tros pa­dres, nues­tros abue­los, nues­tros an­te­pa­sa­dos para ce­le­brar el mis­mo acon­te­ci­mien­to de GRA­CIA. Los lai­cos, que so­mos ma­yo­ría en la Igle­sia, te­ne­mos que es­tar «en pri­me­ra lí­nea»… Cris­to, que mu­rió por ti y por mí, vive, es real, si­gue trans­for­man­do la vida de las per­so­nas, está es­pe­ran­do que to­me­mos una de­ci­sión para que jun­to a Él cam­bie­mos el mun­do.
No ten­gáis mie­do. No os re­sis­táis, como mu­chos, a cons­ta­tar la evi­den­cia, a creer lo que es­tán vien­do vues­tros ojos.  Para quien no cree, mil ar­gu­men­tos no lle­ga­rán nun­ca a cons­ti­tuir una cer­te­za. Para quie­nes te­ne­mos la suer­te de creer, de ha­ber sido agra­cia­dos con este don in­me­re­ci­do, todo nos ha­bla de Dios y de su amor mi­se­ri­cor­dio­so.
Je­sús re­su­ci­ta­do mos­tró a las mu­je­res y a sus dis­cí­pu­los los es­tig­mas, se­ñal inequí­vo­ca de que era el cru­ci­fi­ca­do. En un pri­mer mo­men­to tam­po­co los dis­cí­pu­los lo re­co­no­cie­ron. El en­cuen­tro per­so­nal con el Se­ñor fue el que les lle­vó a re­co­no­cer que era  el mis­mo Je­sús de Na­za­ret, su Maes­tro,  el que mu­rió en una cruz y que aho­ra vi­vía en sus co­ra­zo­nes.
Ante la per­ple­ji­dad de los dis­cí­pu­los por la apa­ri­ción de Cris­to re­su­ci­ta­do ve­mos que su fe se si­túa en­tre la duda y la en­tre­ga con­fia­da, y que está com­pues­ta de ries­go y de se­gu­ri­dad al mis­mo tiem­po.  Para no­so­tros hoy la fe en Cris­to y en Dios, por una par­te, es se­gu­ri­dad y,  por otra, es ries­go,  com­pen­sa­do con la cer­te­za ab­so­lu­ta de que un día lle­ga­rá lo que es­pe­ra­mos, nues­tra ple­na li­be­ra­ción.
Con la apa­ri­ción de hoy Cris­to Je­sús apor­ta una base para la fe de sus dis­cí­pu­los,  que es fru­to de nues­tra ex­pe­rien­cia pas­cual y de nues­tro en­cuen­tro en pro­fun­di­dad con Él, lo cual nos da una se­gu­ri­dad ab­so­lu­ta que con­di­cio­na­rá toda nues­tra vida.
Creer es tam­bién «ra­zo­na­ble»  aun­que no se lle­gue a la fe por de­duc­cio­nes ló­gi­cas, sino por la en­tre­ga, por la con­fian­za, por el en­cuen­tro per­so­nal y por la acep­ta­ción de Dios a tra­vés de su Pa­la­bra. La fe no es algo irra­cio­nal, ya que es­ta­ría en con­tra­dic­ción con la es­truc­tu­ra hu­ma­na de se­res ra­cio­na­les. La fe no es cier­ta­men­te fru­to del ra­cio­ci­nio ni una con­clu­sión evi­den­te de una de­mos­tra­ción; pero es una ac­ti­tud «ra­zo­na­ble», li­bre y, en de­fi­ni­ti­va, don per­so­nal de Dios. Aun­que no se basa en se­gu­ri­da­des pal­pa­bles, la fe no es ab­sur­da ni cie­ga ni fa­na­tis­mo vis­ce­ral. El que cree en Dios sabe de quién se fía y re­nun­cia a los pro­pios pro­yec­tos para asu­mir como su­yos los pla­nes de Dios, al igual que hi­cie­ra Cris­to.
Creer es vi­vir toda nues­tra vida con es­pí­ri­tu pas­cual, es de­cir,   como re­su­rrec­ción pe­ren­ne y na­ci­mien­to cons­tan­te a la vida nue­va de Dios; y es atre­ver­se, como los após­to­les y los pri­me­ros cre­yen­tes, a con­ver­tir­nos ra­di­cal­men­te cam­bian­do el rum­bo de nues­tra vida y dan­do ra­zón de nues­tra es­pe­ran­za a pe­sar de la duda y del egoís­mo, de la in­jus­ti­cia y el desamor, de la vul­ga­ri­dad y de la muer­te. Por­que la con­ver­sión, como el creer, es ta­rea de todo tiem­po, in­clui­do el tiem­po pas­cual.
Con mi afec­to y ben­di­ción,
+ Ángel Pé­rez Pue­yo
Obis­po de Bar­bas­tro-Mon­zón

domingo, 22 de abril de 2018

Re­cu­pe­rar la vida




Hay una fra­se en el evan­ge­lio de este do­min­go, que es­con­de el se­cre­to de la vida hu­ma­na, y, por su­pues­to, de la di­vi­na, dado que el hom­bre ha sido crea­do a ima­gen de Dios. Dice Je­sús: «Por esto me ama mi Pa­dre, por­que yo en­tre­go mi vida para po­der re­cu­pe­rar­la» (Jn 10,17). Je­sús se re­fie­re a su muer­te y a su re­su­rrec­ción, mo­men­to en que re­cu­pe­ra la vida. El Pa­dre le ama por su en­tre­ga ge­ne­ro­sa a la muer­te que le con­vier­te en el Buen Pas­tor de su pue­blo.

De las pa­la­bras de Je­sús se pue­de de­du­cir que sólo quien en­tre­ga la vida la re­cu­pe­ra. Y no de cual­quier ma­ne­ra. Cuan­do Je­sús re­cu­pe­ra la vida per­di­da por la muer­te, la re­cu­pe­ra de modo in­sos­pe­cha­ble: ven­cien­do la muer­te de toda la hu­ma­ni­dad. No sólo re­cu­pe­ra la vida para sí mis­mo sino para toda la hu­ma­ni­dad. La fe­cun­di­dad de su amor al­can­za a to­dos los hom­bres que pa­sen por este mun­do.

El signo del amor es dar la vida por los de­más. El amor no ne­ce­si­ta ex­pli­ca­ción. Hace poco tiem­po, to­dos que­dá­ba­mos ren­di­dos ante el ges­to del po­li­cía fran­cés, Ar­naud Bel­tra­me, que mu­rió al in­ter­cam­biar­se con un rehén en un ata­que te­rro­ris­ta. Sal­vó la vida de una mu­jer y «re­cu­pe­ró» la suya, si nos ate­ne­mos a las pa­la­bras de Je­sús, por­que quien ama sal­va su vida.
El hom­bre, sin em­bar­go, pa­de­ce en ge­ne­ral la ten­den­cia con­tra­ria. Vive de modo asa­la­ria­do, es de­cir, huye cuan­do ve que el lobo vie­ne a arre­ba­tar­le las ove­jas. Pien­sa pri­me­ro en sal­var­se a sí mis­mo. A me­di­da que cum­pli­mos años, hay un ins­tin­to na­tu­ral de re­cu­pe­rar lo que lla­ma­mos el tiem­po per­di­do. Tan­tas co­sas he­mos de­ja­do de ha­cer por ha­ber­nos de­di­ca­do a nues­tra vo­ca­ción, pro­fe­sión, fa­mi­lia, etc. Es fre­cuen­te que­rer re­cu­pe­rar la vida, pero en un sen­ti­do di­fe­ren­te: Nos pa­re­ce que me­re­ce­mos un des­can­so, una sa­tis­fac­ción por lo que he­mos he­cho, y que­re­mos re­cu­pe­rar el tiem­po per­di­do, como si todo lo rea­li­za­do por los de­más (y por Dios) es­tu­vie­ra per­di­do. Mi­ra­mos ha­cia de­lan­te, sa­bien­do que cada vez nos que­da me­nos tiem­po de vida, pero lo ha­ce­mos lan­zan­do la mi­ra­da ha­cia atrás con la nos­tal­gia de lo per­di­do. En­ton­ces, la vida se cen­tra en uno mis­mo, en un in­ten­to ob­se­si­vo por vi­vir lo que no que se ha po­di­do ha­cer. El co­ra­zón, de­cía san Agus­tín, se cur­va so­bre sí mis­mo. El hom­bre se si­túa en el cen­tro de sus in­tere­ses.

Las gran­des cri­sis de la vida tie­nen que ver con esta pers­pec­ti­va equi­vo­ca­da de lo que sig­ni­fi­ca vi­vir y re­cu­pe­rar la vida. Cuan­do se vive de ver­dad, nun­ca se pier­de nada. Siem­pre se gana por­que la vida tras­cu­rre en la di­ná­mi­ca del amor, de la en­tre­ga de sí, del ol­vi­do de uno mis­mo. Es la con­di­ción que pone Je­sús para se­guir­le: ol­vi­dar­se de sí mis­mo. Por el con­tra­rio, cuan­do se vive para uno mis­mo, per­de­mos la vida por­que nues­tras po­si­bi­li­da­des de amar que­dan ce­ga­das, re­sul­tan es­té­ri­les. Hu­ma­na­men­te ha­blan­do, la vida de Je­sús pa­re­ce un fra­ca­so: mu­rió en una tre­men­da so­le­dad, aban­do­na­do de los su­yos y con­si­de­ra­do como un mal­di­to col­ga­do del ma­de­ro. Se per­dió a sí mis­mo para ga­nar­se. Y el Pa­dre mos­tró su amor ha­cia él re­su­ci­tán­do­lo de en­tre los muer­tos.
Re­cu­pe­rar la vida en sen­ti­do cris­tiano quie­re de­cir que siem­pre la vi­vi­mos des­de la pers­pec­ti­va del amor si­tuan­do a Dios y a los hom­bres en el cen­tro de nues­tros in­tere­ses. Nada de lo que vi­vi­mos por amor es tiem­po per­di­do que ne­ce­si­ta­mos re­cu­pe­rar en un de­ter­mi­na­do mo­men­to de la vida para ser fe­li­ces y cum­plir sue­ños no rea­li­za­dos. Hay que huir siem­pre de mi­rar ha­cia atrás con afán de re­cu­pe­rar lo per­di­do, a no ser que eso que lla­ma­mos per­di­do sean las oca­sio­nes que he­mos de­ja­do pa­sar, cons­cien­te o in­cons­cien­te­men­te, para ma­ni­fes­tar nues­tro amor a quie­nes en el ca­mino han su­pli­ca­do nues­tra ayu­da. Eso siem­pre po­de­mos re­cu­pe­rar­lo me­dian­te la ex­pia­ción.

+ Cé­sar Fran­co
Obis­po de Se­go­via