miércoles, 28 de noviembre de 2012

OS ANUNCIO QUE COMIENZA EL ADVIENTO



 

Alzad la vista, restregaos los ojos, otead el horizonte.

Daos cuenta del momento. Aguzad el oído.

Captad los gritos y susurros, el viento, la vida...

Empezamos el Adviento,

y una vez más renace la esperanza en el horizonte.

Al fondo, clareando ya, la Navidad.

Una Navidad sosegada, íntima, pacífica,

fraternal, solidaria, encarnada,

también superficial, desgarrada, violenta...;

mas siempre esposada con la esperanza.

Es Adviento esa niña esperanza

que todos llevamos, sin saber cómo, en las entrañas;

una llama temblorosa, imposible de apagar,

que atraviesa el espesor de los tiempos;

un camino de solidaridad bien recorrido;

la alegría contenida en cada trayecto;

unas huellas que no engañan;

una gestación llena de vida;

anuncio contenido de buena nueva;

una ternura que se desborda...

Estad alerta y escuchad.

Lleno de esperanza grita Isaías:

"Caminemos a la luz del Señor".

Con esperanza pregona Juan Bautista:

"Convertíos, porque ya llega el reino de Dios".

Con la esperanza de todos los pobres de Israel,

de todos los pobres del mundo,

susurra María su palabra de acogida:

"Hágase en mí según tu palabra".

Alegraos, saltad de júbilo.

Poneos vuestro mejor traje.

Perfumaos con perfumes caros. ¡Que se note!

Viene Dios. Avivad alegría, paz y esperanza.

Preparad el camino. Ya llega nuestro Salvador.

Viene Dios... y está a la puerta.

¡Despertad a la vida!

(Ulibarri, FI)



 

TIEMPO DE ADVIENTO

 
"Solo por hoy cambia tú en vez de esperar que cambien los demás.

Solo por hoy expresa gratitud en vez de juicios y críticas.

Solo por hoy escoge disfrutar lo que hay en vez de preocuparte por lo que no hay.

Solo por hoy reconoce y valora lo que haz logrado en vez de lamentarte por tu pasado.

Solo por hoy expresa y disfruta tu calidez en vez de irradiar dureza.

Solo por hoy decide alimentar los pensamientos de perdón en vez de envenenarte con rabia.

Solo por hoy haz tus deberes con entusiasmo y alegría de un ser libre y no con los lamentos y quejas de un esclavo.

Solo por hoy elige pensamientos y emociones positivas, te harán mucho bien.

Solo por hoy elige pensar y sentir lo mejor de la vida, notarás la diferencia y los que te rodean, también."

[Tomado del boletín informativo del Voluntariado de la obra Apostólica Social de Santa María Soledad Torres Acosta ‘Sierva de María’].
 
 
 
 
 

sábado, 24 de noviembre de 2012

CREO

Avanzamos en este Año de la fe llevando en el corazón la esperanza de redescubrir el gozo de creer y el entusiasmo de comunicar a todos la verdad de la fe. Ésta conduce a descubrir que el encuentro con Dios valoriza, perfecciona y eleva lo que hay de verdadero, bueno y bello en el hombre. Nos permite conocer a Dios en el encuentro personal, pues Él se ha revelado a sí mismo y no se ha limitado a darnos una información sobre Él. De este modo abre el corazón y la mente humana a horizontes nuevos, inconmensurables e infinitos. La fe no es ciega, trata de entender y demostrar que es razonable. Por eso es un impulso para la razón y la ciencia, porque abre sus ojos a una realidad más grande, que permite conocer mejor el verdadero ser del hombre en su integridad. Fe y razón se necesitan y complementan, no sólo para una comprensión meramente intelectual sino también para alimentar verdaderas esperanzas en la humanidad y orientar las actividades hacía la promoción del bien de todos. El testimonio de quienes nos han precedido y han dedicado su vida al Evangelio siempre lo confirma: es razonable creer” (Benedicto XVI, Audiencia General, miércoles 21 noviembre del 2012)



 
 
 
 
 
 
 

viernes, 23 de noviembre de 2012

EL TARRO PRECIOSO


Precioso el testimonio de Paul Jeremie: “Te amo, Dios mío, todo lo que hay en mí es alma apasionada, hambrienta de un amor siempre nuevo y exclusivo: el tuyo; por eso voy detrás de él, porque pertenece a otra dimensión afectiva”.

 





 
 


                               El tarro precioso

Es más que evidente que todo esto que estamos diciendo no tendría en absoluto ningún valor si no estuviese apoyado, más aún, testificado, por hechos concretos y palabras textuales del mismo Hijo de Dios; sólo bajo su autoridad nos atrevemos a llevar adelante estas reflexiones catequéticas que por sí mismas marcan indeleblemente el carisma y el ministerio pastoral. En el corazón y la mente de Jesús, sus pastores serán también maestros, ya que han de enseñar a los hombres a guardar en su corazón la Palabra que ellos mismos guardan.

Buscando, pues, la autoridad del Hijo de Dios, nos unimos al grupo de los apóstoles, y, con ellos, compartimos mesa alrededor del Maestro y escuchamos su bellísima catequesis durante la última cena. De ella entresacamos esta cita: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras…” (Jn 14,23-24a).

Puesto que nos hemos colocado, junto con los apóstoles, alrededor de Jesús, vamos a intentar recrear el cuadro de aquella cena para poder apreciar mejor sus palabras. Les está hablando de la vida eterna que van a recibir como don suyo (Jn 14,1-3), y sobre todo les habla del Padre. Lo que los apóstoles oyen son palabras inefables, intraducibles a cualquier parámetro de belleza y profundidad. Veamos, si no: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21).

No sabemos hasta dónde pudo llegar la comprensión de estos hombres ante estas confidencias de su Señor y Maestro. Sin duda que pesaba demasiado la casi certeza de su muerte ya próxima; recordemos que Judas había salido de la sala para consumar su traición. Aun así, uno de ellos, Judas Tadeo, se preocupa de todos los hombres y mujeres de la tierra. De ahí su pregunta: Te estás manifestando a nosotros, y ¿qué pasa con el mundo entero? La respuesta de Jesús es toda una declaración de intenciones acerca de la misión de estos hombres que están junto a Él y que alcanza a la Iglesia entera. Su mayor servicio al mundo consistirá en ser anunciadores de sus palabras. Por ellas –su Evangelio- el hombre llegará a saber que Dios le ama, que se le manifiesta, incluso que convive con él. También sabrá que su llegar a amar a Dios no tendrá que ver nada con un espejismo o delirio patológico; no hay ninguna sublimación puesto que es Dios mismo quien se abre al hombre. La respuesta que Jesús da al apóstol que acaba de preguntarle ya la vimos anteriormente (Jn 14,23).

“Guardará mi Palabra”, le dice Jesús. En ella está encerrado, contenido, el amor de Dios: “Mi Padre le amará”. En ella, nos dice Juan, está la Vida (Jn 1,4). Ésta se abre desde la Palabra y da su fruto: el amor. Un amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. He ahí encerrado todo camino de perfección y toda la moral, pues, como dice Pablo, el que ama –así, desde Dios- a su prójimo, ha cumplido la Ley, no le hace daño (Rm 13,8-10). El que así ama -nos parece seguir oyendo al apóstol- no miente a su hermano, ni le engaña; no se sirve de él, ni le roba; no le calumnia, ni le ofende; le ayuda sin juzgarle… Esto es lo que hace el que ama a su hermano, tanto al que tiene a su lado como al que vive más allá de sus ojos y fronteras.

Así es como ama Dios y los que suyos son… Y suyos son los que guardan su Palabra. Lo son por pertenencia que, por encima de todo, es compañía y convivencia con Él: “vendremos a él y haremos morada en él”. En este sentido podremos hacer nuestra la sublime intuición de Paul Jeremie: “El Evangelio es el tarro precioso de donde Dios saca sus ternuras para con nosotros”.





viernes, 9 de noviembre de 2012

PASTORES Y MAESTROS

“El Señor es mi Pastor, nada me falta”. Esta feliz intuición del salmista, que hacemos nuestra,  no es un principio moral, ni siquiera el resultado de un camino ascético, sino una constatación, fraguada por la experiencia de fe, que  crece conforme el Evangelio   -que es la misma savia de Dios-  va empapando nuestra alma.



 


Pastores y maestros

Las últimas palabras que Jesús lega a sus discípulos antes de subir al Padre, tal y como nos refiere Mateo, definen la misión de la Iglesia así como su razón de ser: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20).

El anuncio del Evangelio de la gracia (Hch 20,24) y de la salvación (Ef 1,13) no es algo superfluo en lo que respecta a la identidad de la Iglesia, como podría ser, por ejemplo, que un sacerdote se limitase a impartir clases en un centro educativo. El anuncio del Evangelio es  lo que podríamos llamar el elemento por excelencia identificador de los pastores llamados por el Hijo de Dios. Pastores que son reconocidos como tales en la medida en que la luz del Evangelio brilla en sus ojos, convirtiéndose en palabras de vida (Hch 7,38) en sus bocas.

Hay, sin embargo, un aspecto en la cita que hemos recogido de Mateo que es fundamental para comprender la relación entre Evangelio, Iglesia y Misión. Si nos fijamos bien, al tiempo que el Hijo de Dios pone ante el corazón de sus discípulos el mundo entero como campo de misión, les exhorta a que enseñen a los hombres a guardar el Evangelio que de Él han recibido “…enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”. 

Tengamos en cuenta que en Israel el verbo mandar no tiene el mismo significado que en nuestra cultura occidental. Nosotros asociamos el mandato a toda una serie de elementos que conforman la legalidad: ley, mandamiento, obligación, deber… No así para los israelitas. Estos identifican los términos mandamiento o mandato con la fuerza de la palabra, antes que cualquier otra connotación. El mismo Jesús llama mandamientos a las palabras que su Padre le hace oír en orden a su misión; asimismo llama mandamientos al Evangelio que proclama a sus discípulos: “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Jn 15,10).

Es muy importante esta aclaración para poder comprender que el Evangelio, dado por el Hijo de Dios al mundo al precio de su sangre, no es en absoluto un listón o medida para ser sus discípulos, sino, por encima de todo, un don. Pablo lo llama “fuerza de Dios para la salvación” (Rm 1,16).

Quizá ahora entendamos mejor la puntualización del Señor Jesús a sus discípulos al enviarlos con su Evangelio al mundo entero. No les impulsa a convencer a nadie y, menos aún, a que se comprometan con una serie de normas hasta alcanzar la idoneidad exigida para formar parte de la inmensa multitud de discípulos. La aptitud llegará en su momento y como fruto de la fuerza de la Palabra que escuchan y ¡guardan en el corazón! De ahí -vuelvo a insistir- su apreciación: “enseñándoles a guardar”.

Con esta puntualización, el Hijo de Dios nos revela uno de los rasgos esenciales de la misión de la Iglesia y que, como ya señalé, no es superfluo u optativo. Guardar la Palabra no es una faceta o corriente de la espiritualidad de la Iglesia. El mismo Jesucristo subraya que este guardar su Palabra es la prueba cristalina y diáfana de que una persona ama realmente a Dios; el amor tal y como es, sin sugestiones ni sublimaciones generadas o sobrevenidas por carencias humano-afectivas o por otras causas.

sábado, 3 de noviembre de 2012

TE PRESENTO MI SÚPLICA



Cuando todo lo que tengo entre mis manos ya no importa, cuando ya se llega a la conclusión de que lo único que tiene valor es si estamos viviendo ante Ti o ante Nadie, es entonces cuando empiezan a sonar melodiosamente los acordes de la libertad.





 
 
  
Te presento mi súplica

Nuestro buen amigo Pablo se encuentra entre la espada y la pared. Por una parte, no resiste más, está al límite de sus fuerzas; y por la otra, no puede dejar de anunciar lo que a él mismo le da la vida. Está en la misma situación en la que su propio pueblo se encontró al salir de Egipto: con el ejército del faraón a sus espaldas, y por delante el mar Rojo cerrándole el paso (Éx 14). Bien sabe que, así como la salida que se le abrió a Israel fue obra de Dios, el mismo Dios se la abrirá a él. A Él, pues, recurre; a sus manos se acoge, como única posibilidad de mantener la fidelidad a su llamada. Oigamos su recurso al Señor Jesús, cómo se abandonó a Él: “Por este motivo tres veces rogué al Señor que se alejase –el Satanás que le abofeteaba- de mí. Pero él me dijo: Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la debilidad. Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo” (2Co 12,8-9).

Por tres veces supliqué al Señor, nos dice confidencialmente con una limpieza de alma que nos estremece. En la cultura de Israel tres es un número simbólico que indica pluralidad. No se está, pues, refiriendo a tres ocasiones concretas, sino a unas súplicas constantes, habituales. Habitual y constante es también la respuesta de Dios. Nos parece ver en Pablo al salmista que, cada mañana, acudía a Dios con la absoluta confianza de que le iría a responder: “Atiende a la voz de mi clamor, Dios mío. Porque a ti te suplico; ya de mañana oyes mi voz, de mañana te presento mi súplica, y me quedo a la espera” (Sl 5,3-5).

Pablo recurre, ora, gime, suplica al Señor, por quien está recibiendo en las mejillas de su alma las bofetadas ininterrumpidas del odio del mundo. Jesús, su Señor y Maestro, le oye –de hecho había profetizado este odio- (Jn 15,18-19); recoge en su espíritu su dolor y consuela su corazón asegurándole: ¡Te basta mi gracia!

Te basta con mi gracia, la misma que hice descender sobre ti y con la que te envié a los gentiles para que, con tu predicación, les abrieses los ojos y se convirtieran de las tinieblas a la luz (Hch 26,1-18). La misma gracia que se hizo voz y te dijo: “No tengas miedo, sigue hablando, no te calles, porque yo estoy contigo” (Hch 18,9). Así, con estas palabras, le confortó Jesús cuando los judíos de Corinto quisieron obstaculizar su anuncio del Evangelio.

Así fue cómo Pablo fue comprendiendo que su fe y su amor sólo podían crecer bajo la gracia. Gracia que se hace más patente y fuerte cuanto más las fuerzas del mal se confabulan contra él y, por supuesto, contra su misión. Tanto y tan bien lo entendió que nos dejó este legado de incalculable valor para todo aquel que haya sido o sea llamado al pastoreo: “Por eso me complazco en mis debilidades, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2Co 12,10).