Cuando todo lo que tengo entre mis manos ya no importa, cuando ya se llega a la conclusión de que lo único que tiene valor es si estamos viviendo ante Ti o ante Nadie, es entonces cuando empiezan a sonar melodiosamente los acordes de la libertad.
Te presento mi súplica
Nuestro buen
amigo Pablo se encuentra entre la espada y la pared. Por una parte, no resiste
más, está al límite de sus fuerzas; y por la otra, no puede dejar de anunciar
lo que a él mismo le da la vida. Está en la misma situación en la que su propio
pueblo se encontró al salir de Egipto: con el ejército del faraón a sus
espaldas, y por delante el mar Rojo cerrándole el paso (Éx 14). Bien sabe que,
así como la salida que se le abrió a Israel fue obra de Dios, el mismo Dios se
la abrirá a él. A Él, pues, recurre; a sus manos se acoge, como única
posibilidad de mantener la fidelidad a su llamada. Oigamos su recurso al Señor
Jesús, cómo se abandonó a Él: “Por este motivo tres veces rogué al Señor que se
alejase –el Satanás que le abofeteaba- de mí. Pero él me dijo: Mi gracia te
basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la debilidad. Por tanto, con sumo
gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis debilidades, para que habite en mí
la fuerza de Cristo” (2Co 12,8-9).
Por tres veces
supliqué al Señor, nos dice confidencialmente con una limpieza de alma que nos
estremece. En la cultura de Israel tres es un número simbólico que indica
pluralidad. No se está, pues, refiriendo a tres ocasiones concretas, sino a
unas súplicas constantes, habituales. Habitual y constante es también la
respuesta de Dios. Nos parece ver en Pablo al salmista que, cada mañana, acudía
a Dios con la absoluta confianza de que le iría a responder: “Atiende a la voz
de mi clamor, Dios mío. Porque a ti te suplico; ya de mañana oyes mi voz, de
mañana te presento mi súplica, y me quedo a la espera” (Sl 5,3-5).
Pablo recurre,
ora, gime, suplica al Señor, por quien está recibiendo en las mejillas de su
alma las bofetadas ininterrumpidas del odio del mundo. Jesús, su Señor y
Maestro, le oye –de hecho había profetizado este odio- (Jn 15,18-19); recoge en
su espíritu su dolor y consuela su corazón asegurándole: ¡Te basta mi gracia!
Te basta con mi
gracia, la misma que hice descender sobre ti y con la que te envié a los
gentiles para que, con tu predicación, les abrieses los ojos y se convirtieran
de las tinieblas a la luz (Hch 26,1-18). La misma gracia que se hizo voz y te
dijo: “No tengas miedo, sigue hablando, no te calles, porque yo estoy contigo”
(Hch 18,9). Así, con estas palabras, le confortó Jesús cuando los judíos de
Corinto quisieron obstaculizar su anuncio del Evangelio.
Así fue cómo
Pablo fue comprendiendo que su fe y su amor sólo podían crecer bajo la gracia.
Gracia que se hace más patente y fuerte cuanto más las fuerzas del mal se
confabulan contra él y, por supuesto, contra su misión. Tanto y tan bien lo
entendió que nos dejó este legado de incalculable valor para todo aquel que
haya sido o sea llamado al pastoreo: “Por eso me complazco en mis debilidades,
en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias
sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte”
(2Co 12,10).
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