miércoles, 27 de junio de 2012

Creció delante de Él


        ¡Cuándo tendremos la suficiente confianza para atravesar con Jesucristo el mar de nuestra vida hacia la orilla donde está nuestro Padre!  Es una confianza sostenida por la sabiduría y la sensatez; me refiero a tomar conciencia de que, en esta parte de la orilla, tarde o temprano la falta de novedad sofoca la propia existencia.






                                                                              CRECIÓ   DELANTE   DE   ÉL

El profeta Isaías nos da a conocer en sus escritos una serie de rasgos, descripciones detalladísimas acerca de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Entre todas las profecías concernientes al Mesías, sobresalen las contenidas en el capítulo cincuenta y tres de su libro.
Dentro de este capítulo nos vamos a detener en un pequeño texto en el que por analogía, y también por arquetipo hacia el que orientarnos, -por supuesto que por la gracia de Dios- podremos saber cómo Él forma y hace crecer a los pastores según su corazón. Así miraremos, a la luz de esta Palabra, en qué condiciones modeló Dios el corazón de Pastor de su propio Hijo en cuanto hombre quien, como nos dice Lucas, tuvo su natural crecimiento en “estatura, gracia y sabiduría” (Lc 2,52).
El pasaje de Isaías al que hemos hecho alusión, dice lo siguiente: “Creció como un retoño delante de él, como raíz de tierra árida. No tenía apariencia ni presencia; le vimos y no tenía aspecto que pudiésemos estimar” (Is 53,2). Fijémonos bien: se nos habla de una raíz de tierra árida. Ésta, la raíz, es casi imperceptible, desprovista de cualquier apariencia o esplendor. Por supuesto que los matorrales y las zarzas, aun siendo improductivos, deslumbran  más nuestros ojos por su vistosidad.
La raíz de tierra árida de la que nos habla el profeta es despreciable a la mirada de los hombres;  mas, preciosa a los ojos de Dios. De hecho nos dice Isaías que “crece como un retoño delante de Él”, es decir, en su presencia. No depende de nadie para ser aprobado o recibir reconocimiento; depende únicamente de quien la plantó: Dios.
Quizá lo que estamos diciendo pueda parecer, al menos a alguien, un poco irreal, más poético que consistente. Bien, pues dejemos hablar al Hijo, al Pastor según el corazón de Dios, y nos daremos cuenta que Él mismo tiene a gala el no depender en absoluto del  testimonio de ningún hombre, sino del de su Padre, bajo cuyos ojos está realizando la misión, el pastoreo que le ha encomendado (Jn 5,19-20). Jesús, la plantación de Yahvé por excelencia anunciada por Isaías (Is 61,3), es sostenido a lo largo de su misión por su Padre; es su testimonio el que le importa, apoya y conforta: “Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería válido. El Padre es el que da testimonio de mí, y yo sé que es válido… El Padre, que me ha enviado, es el que ha dado testimonio de mí” (Jn 5,31-32 y 37).
A lo largo de la última cena, sabiendo que entraba ya en su pasión, siendo consciente de la destrucción física y anímica que había de afrontar en cuanto hombre y sintiendo  el total rechazo  de su sensibilidad, Jesús se dirigió a su Padre con palabras que sólo desde el alma se pueden pronunciar y comprender. Recogemos el umbral con el que abre su oración: “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti” (Jn 17,1). ¡Glorifícame, da testimonio de mí, para que mi testimonio acerca de ti sea lo suficientemente luminoso como para que todos crean en ti y en mí! Esto es lo que viene a decir Jesús en este primer compás de su oración al Padre.

jueves, 21 de junio de 2012

Mi pueblo se saciará de mis bienes

 

 

          Todo hombre ha nacido con alas en el alma para volar hacia Dios; de ahí la necesitad de la predicación del Evangelio. En él aprendemos a despegarnos hacia lo alto. Él nos da ojos para descubrir las alas que nos impulsan hacia Dios.







Mi pueblo se saciará de mis bienes

Lucas continúa narrándonos el discurso bellísimo de Jesús acerca de los pastores; nos unimos a los apóstoles para participar con ellos de su asombro. Asombro, porque nunca en su existencia, a veces tan escasa de incentivos y novedades, se habían sentido tan valorados y tan amados. ¡Resulta que el Hijo de Dios les considera aptos para colaborar con Él, les hace partícipes de la misión a la que su Padre le envió al mundo! Sin inmutarse, como quien está diciendo la cosa más natural, Jesús acaba de proclamar que pondrá a los suyos -pastores según su corazón- al frente de todos los bienes que el mismo Dios tiene preparados para los hombres. Bienes de los que  tenían noticia por medio de los profetas.

 Fijémonos en la profecía de Jeremías teniendo en cuenta que los bienes de los que hace mención, pensando en la vuelta del destierro, no son sino una pálida figura de aquellos que Dios ha puesto en manos de su Hijo para nosotros (Ef 1,3 ss.) Nos detenemos, pues, en esta profecía: “… El que dispersó a Israel le reunirá y le guardará como un pastor su rebaño… Entonces se alegrará la doncella en la danza, los mozos y los viejos juntos, y cambiaré su duelo en regocijo, y les consolaré y alegraré de su tristeza; empaparé el alma de los sacerdotes de grasa, y mi pueblo se saciará de mis bienes” (Jr 31,10b-14).

No nos es difícil ver su cumplimiento en el gesto y acontecimiento del Buen Pastor, al llamar a sus discípulos con el fin de enviarlos al mundo con su Evangelio. “Mi pueblo se saciará de mis bienes” había dicho Dios por medio de Jeremías; y vemos a Jesús empapando el alma de sus pastores con sus palabras que “son espíritu y vida” (Jn 6,63). Él es quien les da el Pan de vida, lo da por que lo es. “Yo soy el pan de vida” (Jn 6,35). Bien entendió esto –por supuesto que  a la luz del Espíritu Santo- el salmista que nos dio a conocer el paralelismo entre el alimento que sacia el cuerpo y el que sacia el alma: “Como de grasa y  médula se empapará mi alma (de Ti)” (Sl 63,6). Paul Jeremie traduce catequéticamente este texto con la maestría a la que nos tiene acostumbrados: Así como el cuerpo se deleita con la grasa y la médula –las mejores raciones de la carne en aquel tiempo-, así el alma de los buscadores de Dios se empapan de Él.

En este contexto, bajo esta realidad, profecía y promesa se cumplen en los pastores llamados por Jesús. Son pastores en consonancia con su ímpetu buscador del rostro del Dios vivo en el Evangelio. Sólo así, empapados de Dios, pueden ser administradores y repartidores de sus bienes, aquellos que hacen crecer a sus ovejas “hasta ver al Señor Jesús formado en ellas” (Gá 4,19).

He ahí, pues, uno de los signos de identidad con los que Dios reconoce si un pastor es o no según su corazón. Lo es en la medida en que arden sus entrañas en búsqueda de su Sabiduría, de su Palabra. No lo hace para instruirse simplemente, sino porque ansía la vida. Jesús dejó muy claro la diferencia entre la búsqueda académica y la existencial. Dice a los fariseos: “Vosotros investigáis las Escrituras, ya que creéis tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí; y vosotros no queréis venir a mí para tener vida” (Jn 5,39-40), en realidad, nos parece seguir oyéndole, no buscáis la vida eterna sino la vuestra; queréis ser sabios sólo para vuestra gloria, y dejáis a las ovejas “vejadas y abatidas…”, sin la Palabra donde está la Vida (Jn 1,4).

El pastor según el corazón de Dios le busca, pues sabe que vive oculto en la letra de la Escritura. Dios corona sus pesquisas, hechas con sencillez y con la clara percepción de sus límites ante el Misterio de la Palabra, revelándoseles, manifestándoseles en Ella. Al abrir su Misterio a sus corazones, les está dando, tal y como prometió, “el maná escondido” (Ap 2,17a).

Una vez que Dios pone en sus manos y en sus bocas el maná escondido, los pastores hacen partícipes de este alimento  a sus ovejas. Esta es la predicación que alimenta de verdad al hombre. Delicia que alegra y robustece el alma a través de una escucha paciente y amorosa. Lo profetizó Isaías: “¡Oíd todos los sedientos, id por agua, los que no tenéis dinero, venid, comprad y comed, sin dinero, y sin pagar, vino y leche!… Aplicad el oído y acudid a mí, oíd y vivirá vuestra alma” (Is 55,1-3).

Saciados y empapados los pastores por la Palabra que Dios mismo ha sacado a la luz para ellos, la reparten a sus ovejas, que no son otras que aquellas que tienen hambre y sed de vivir (Mt 4,4). Reparten el alimento de Dios con sencillez, sin prepotencia ni derechos sobre nadie.  Lo expresa muy bien el autor israelita al mostrarnos la experiencia de un buscador de Dios que, encontrándole, recibió su Sabiduría. “Con sencillez la aprendí y sin envidia la reparto; no me guardo ocultas sus riquezas porque son para los hombres un tesoro inagotable, y los que lo adquieren se granjean la amistad de Dios” (Sb 7,13-14).

Pastores según su corazón. Gratis han recibido los tesoros, los bienes de Dios, gratis y sin jactancia los comparten con sus ovejas (Mt 10,8), como hacen los padres con sus hijos. Al igual que Pablo, han comprendido que el Evangelio está todo él lleno de las riquezas de Dios, las que empapan el alma de Vida, de Él; por eso lo anuncian sin descanso (2Tm 4,2). Además, al igual que Pablo, saben que el que predica el Evangelio participa de sus bienes (1Co 9,23).



viernes, 15 de junio de 2012

El maná escondido. Preambulo al texto

La vocación, ese llamado profundo e intransferible, puede ser escuchado más tarde o más temprano, pero estaba ya con nosotros desde nuestro mismo origen. (Jer 1,5).
Padre Bueno, dueño de la mies, escucha la oración de tus hijos. Concédenos muchas y muy santas vocaciones sacerdotales, consagradas y laicales, garantía de vitalidad para el porvenir de tu Iglesia. Haz que los sacerdotes, los consagrados y los laicos seamos testimonio de caridad por nuestra total entrega a ti y a nuestro prójimo. Danos a todos sabiduría para descubrir tu llamado y generosidad para responder con prontitud. Que María, Madre de la Iglesia, modelo de toda vocación, interceda por nosotros y nos ayude a decir "Sí" al Señor, que nos llama a colaborar en el designio divino de salvación. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.




                               EL  MANÁ  ESCONDIDO
El Señor Jesús previene a los suyos: “Donde esté vuestro corazón, allí estará vuestro tesoro” (Lc 12,34). Con estas palabras establece la relación de un hombre de fe, un discípulo, con las riquezas, con sus bienes. Es una exhortación que les suena tan nueva como extraña y que, por supuesto, les deja asombradísimos. Ya les había dicho anteriormente que a los ojos de su Padre son más valiosos que las aves del cielo y los lirios del campo, a quienes provee y cuida (Mt 6,26…); ahora su Maestro les habla al corazón para inculcarles que su relación con sus bienes es el termómetro que marca la calidad de su fe y amor a Dios.
En realidad les ha trazado el punto de partida que conduce al pastoreo según su corazón. Decimos esto porque a continuación les imparte una catequesis que tiene el fin de delinear este aspecto que define la identidad de su ser pastores, y que consiste en compartir con Él sus entrañas de misericordia para con la multitud vejada y abatida: “Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9,36).
Volvemos al texto de Lucas con el que comenzamos esta reflexión. Después de exhortarles e indicarles la relación entre corazón y tesoro, añade: “Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas…” (Lc 12,35 ss). Estad preparados para caminar como vuestros padres en Egipto cuando salieron hacia el camino a la libertad: Yo soy vuestro camino y vuestra libertad; ceñíos, pues, los lomos para poder seguir mis pasos; “escuchad mi voz y seguidme” (Jn 10,27). Escuchadme y prestad atención a mis huellas, las que llevan al Padre. Para ello, “tened encendidas vuestras lámparas”; sólo con mi luz podréis sortear el valle de tinieblas que se interpone ante vosotros (Sl 23,4). No temáis, no os dejaré solos, como nunca solo me dejó mi Padre. “El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a Él” (Jn 8,29).
Ésta será, podría seguir diciendo, vuestra mayor experiencia de fe. Que la Luz de Dios     –que soy yo mismo- estará siempre a vuestro alcance, como lo profetizó el salmista: “Tú eres, Dios mío, la lámpara que alumbra mis tinieblas” (SL 18,29). A esta altura, Jesús previene a los apóstoles de lo que podríamos llamar la desidia en su ministerio, en su pastoreo; prevención que culmina con un apremio a estar preparados porque “en el momento que menos penséis, vendrá el Hijo del hombre” (Lc 12,40).
Nos preguntamos cómo cogió a los apóstoles esta exhortación catequética del Hijo de Dios. Tenemos motivos para creer que un poco desprevenidos. Lo que escuchan tiene mucho de novedad, no están acostumbrados a un lenguaje así, tan directo. Quizá la experiencia que tienen de los pastores que les habían apacentado es de otra índole; algo más sistemático, funcional y, por supuesto, sin la fuerza de provocar grandes cambios en sus vidas. Pastores acostumbrados, que sólo imparten normas, y celebran ritos que dejan a sus ovejas vacías, insatisfechas, y, lo peor de todo, “acomodadas al sistema”.
Es evidente que lo que oyen de su Maestro y Señor les espolea, más aún, les sabe a pan candeal, tierno y humeante, como despidiendo aún el olor de las brasas; también a vino nuevo. Sus paladares, los del alma, parecen despertar después de un largo letargo. Podríamos decir que por primera vez los discípulos se percibieron que estaban provistos del “sentido del gusto en el alma”. No obstante, junto a la grandeza y sublimidad que se estaba apoderando de ellos, surge la normal pregunta o inquietud; es Pedro quien la pone sobre la mesa: “Señor, ¿dices esta parábola para nosotros o para todos?” (Lc 12,41).
Jesús acoge y escucha atentamente la inquietud formulada. Su respuesta no deja lugar a dudas: la proclama con la autoridad que le da el ser el “único Maestro” (Mt 23,8); y además, esta respuesta es y llegará a ser la carta de ciudadanía que habrá de identificar a los pastores según su corazón. Sus pastores, aquellos según su corazón, serán administradores fieles y prudentes, pecadores y débiles, pero con tanto amor a su Evangelio que se harán fiables. Por eso recibirán de Él el alimento para poder nutrirse, primero, a sí mismos, y también a sus ovejas, a las que proporcionarán “a su tiempo su ración conveniente” (Lc 12,42).
Lo que era figura de los bienes futuros (Hb 9,11) se ha hecho realidad en Él y, por su medio, en sus pastores. La ración de maná que los cabezas de familia de Israel habían de recoger en el desierto para ellos y para los suyos (Ex 16,16), alcanza su plenitud en los pastores según el corazón del Hijo de Dios, los que Él llama.

sábado, 9 de junio de 2012

En manos de Dios. Preambulo al texto.

      La medida de nuestra alma, la medida en que ésta alcanza la plenitud de su alegría y gozo, no es otra que la de la Voz. Testigo de esto es Jeremías que, al encontrarse con la Palabra, nos dice que “la devoraba”. Testifica también que ello constituía el gozo y la alegría de su corazón.

                                                         





                                                     
                                                                     EN  MANOS  DE  DIOS


¡Cuántas veces esta profecía mesiánica se cumple también en los pastores con la intención de adueñarse de su alma hasta someterla! Tristeza y angustia se abaten sobre ellos como se abatieron sobre su Maestro: “Mi alma está triste hasta morir”, exclamó  con un gemido estremecedor en el Huerto de los Olivos (Mt 26,38). Es como si su alma  hubiera sido atravesada por una espada; sin duda que el dolor alcanzó también a los suyos. Bajo esta tentación, parece que la precariedad sea algo casi ridículo, ajena al sentido común; nos sentimos como desamparados. Tiembla el alma de estos amigos de Dios. Sin embargo, justamente por ser amigos, porque han hecho experiencia de su cercanía y sus cuidados, se sobreponen a la “falsa evidencia” de creer que se han equivocado al haber aceptado la misión recibida de su Señor. Rehaciéndose de su abatimiento, levantan sus ojos hacia Él, y proclaman exultantes: “Pero yo confío en ti, Señor, te digo: ¡Tú eres mi Dios! En tus manos está mi destino, líbrame de las manos de mis enemigos y perseguidores; haz brillar tu rostro sobre su siervo… No haya confusión para mí…” (Sl 31,15-18).

La fluctuante y sinuosa precariedad se ha convertido en roca firme; en ella han encontrado a su Dios… ¡y descubrieron que es Padre…, su Padre! Es entonces cuando saben que sí, que han acertado al aceptar la llamada que recibieron. Han acertado con su vida no porque ésta haya culminado la realización de un proyecto tras otro, sino por algo mucho más esencial, han culminado su Gran Proyecto: haber encontrado en las manos de Dios su hogar. Dios es el único que está pendiente de su causa porque piensa en él (Sl 40,18). Es así porque la causa del que llama y del llamado es la misma, como se nos dice en los Hechos de los Apóstoles hablando de Pablo y Bernabé: “Hemos decidido de común acuerdo elegir algunos hombres y enviarlos donde vosotros, juntamente con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que son hombres que han entregado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo (Hch 15,25-26).

Los pastores según el corazón de Dios se saben, a pesar de las tormentas y contrariedades de todo tipo, en sus manos. Antes que pastores, son ovejas del Buen Pastor quien, al elegirlos, los tomó en sus manos y los pasó a las manos del Padre con esta garantía: “Nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre” (Jn 10,28-29). Tanto en el Hijo como en sus pastores, se cumple la profecía-promesa de estar “guardados junto a Dios, sellados en sus tesoros” (Dt 32,34).

En tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23,46). He ahí el grito de fe del Hijo de Dios mientras las tinieblas, ingenuamente, celebraban su triunfo en el Calvario. Grito de victoria, cuyos ecos resonaron con tal fuerza que todos reconocieron que el crucificado había vencido: “… Todas las gentes que habían acudido a aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho (Lc 23,48).

En tus manos, Padre: ellas son las bolsas donde los bienes adquiridos por el Evangelio y la evangelización -tesoros inagotables, puntualiza Lucas-  están seguros, son inalcanzables a los ladrones, inmunes a la carcoma de la polilla; y a la luz de los días en que vivimos, inaccesibles a la voracidad y vaivenes del mercado: “Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla” (Lc 12,33) A estos pastores que confían su vida en las manos de Dios, Él mismo les llama pastores según su corazón (Jr 3,15).



martes, 5 de junio de 2012

De la abundancia del corazón. Preambulo al título.



Lleguemos a ser un verdadero sarmiento de la Viña de Jesús, un sarmiento que dé fruto. Para ello, aceptemos a Jesús en nuestra vida tal como Él desea llegar hasta nosotros:

**  como Verdad para ser dicha.
**  como Vida para ser vivida.
**  como Luz para ser encendida.
**  como Amor para ser amado.
**  como Camino para ser seguido.
**  como Gozo para ser dado.
**  como Paz para ser derramada.
**  como Sacrificio para ser ofrecido.
entre nuestros familiares, nuestro projimo, nuestros vecinos y amigos. 
            (Beata Teresa de Calcuta)



                                                 DE  LA  ABUNDANCIA  DEL  CORAZÓN

Nos detenemos a degustar la primera de las ocho bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,3). Podemos señalar que miles y miles de arroyos y veneros han surgido de este manantial de agua viva nacido de esta primera bienaventuranza. Nos vamos a decantar por uno de ellos, siempre en la línea de reconocer a los pastores según el corazón de Dios. Discípulos llamados por su Hijo, que tienen la misión de iluminar al mundo entero (Mt 5,14) y de revestirlo con su alegría (1P 1,6-8), alegría que su Pastor sembró en sus entrañas: “Padre Santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros… Ahora voy a ti, y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada” (Jn 17,11b-13).

Los pastores según el corazón del Hijo de Dios son pobres de espíritu porque son hijos de la precariedad; por no tener seguridades, no tienen ni siquiera garantizada la Palabra           –según la garantía del mundo- con la que se alimentan a sí mismos y a sus ovejas. Permanentemente han de estar pendientes de que Dios ponga sus palabras en su boca, como atestigua el apóstol Pablo: “…orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos, y también por mí, para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el Misterio del Evangelio…” (Ef 6,18-19).

No predican, pues, de lo que han aprendido de memoria, sino de lo que Dios les da gratuitamente, tal y como profetizó Isaías (Is 55,1-2). Así, de la abundancia de su corazón, alimentan a su rebaño, como afirma Jesús (Mt 12,34). En este sentido, hemos de señalar que no es posible ser pastor según el corazón de Dios sin la experiencia continua de la precariedad. Sólo quien vive en el día a día en esta especie de escuela, aprende a confiar en Dios. De ahí que podemos traducir la primera bienaventuranza en estos términos: Bienaventurados los que, llenos de confianza, aceptan la precariedad evangélica, porque conocerán lo que es tener la vida depositada en las manos de Dios. Ellas son el verdadero Reino de los Cielos.

Los pastores según el corazón del Hijo de Dios encarnan, al igual que Él, -por supuesto que no en la misma plenitud- la experiencia de fe del salmista que, habiendo sopesado los dioses del mundo, aquellos que insistentemente pretenden absorber su vida llenándola de vacíos, se decantan por el Dios vivo, el que da sentido a su existencia. Él es su bien, su lote y su herencia. Paradójicamente, esta su fe, fuerte como una roca, se apoya en la precariedad, ¡Bendita y prodigiosa precariedad que le permite saberse en las manos de Dios! En Él, su vida y su destino están asegurados: “Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; yo digo al Señor: Tú eres mi bien. Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen… El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en su mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sl 16,1-5).

La experiencia de la precariedad. He ahí el genuino campo de la fe, en cuyos surcos el grano de trigo encuentra su lugar para germinar y dar fruto (Jn 12,24). Por supuesto que estos pastores no están en absoluto exento de crisis, desánimos, dudas y hasta de llegar a pensar que están perdiendo su vida por una causa perdida o bien, que no le interesa a Dios. Isaías nos presenta esta terrible tentación en una de sus profecías mesiánicas más dramáticas: “Yo me decía: Por poco me he fatigado, en vano e inútilmente he gastado mi vigor. ¿De veras que Dios se ocupa de mi causa, y de mi trabajo?” (Is 49,4).