sábado, 23 de marzo de 2013

MISTERIO PASCUAL

Jesús nos trae la nueva Alianza en su Sangre redentora, la liberación que nos hace hijos de Dios.
¡Venga tu Reino!




A las puertas de la Semana Santa, culmen de nuestra fe y manifestación visible –“hemos visto y oído” (Hech 4,20)-  de que la muerte, la nuestra, ha sido vencida por el “Autor de la Vida” (Hch 3,15), quiero compartir con todos los lectores unas palabras proclamadas por el Hijo de Dios en la cruz que abren mi corazón y mi alma hacia una fe –espero que también la vuestra- más firme, más veraz y, sobre todo, más fidedigna en lo que respecta a mi adhesión al Señor Jesús.
Me refiero a su postrera invocación a su Padre tal y como nos la transmiten los Evangelios: “…y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu y, dicho esto, expiró” (Lc 23,46).
Lo primero que me sorprende es que, aun cuando esta invocación de Jesús estaba ya profetizada en los Salmos, Él le da un toque diferente que supone un salto cualitativo en lo que respecta al crecimiento en la fe. El toque diferencial estriba en que en la profecía del salmista la invocación es dirigida a Dios –Yahveh-, sin más: “En tus manos encomiendo mi espíritu, tú, Yahveh, me rescatas” (Sl 31,6). Lo novedoso, al tiempo que extraordinario y sublime, es que Jesús, al llevar a cumplimiento esta profecía, se dirige expresamente a Dios con el nombre de Padre.
Insisto en que el matiz diferencial tiene una enorme importancia, y voy a intentar explicarme. Recordemos en primer lugar que Jesús se dirigió a Dios como Padre suyo también cuando aceptó en el Huerto de los Olivos, aun sumido en un mar de angustias inenarrables, beber la copa de su voluntad (Mt 26,36-44). Al aceptarla, es decir, al hacerla suya, dio cumplimiento al “aquí estoy para hacer tu voluntad”, que también había sido profetizado a lo largo del Antiguo Testamento: “No quisiste ni sacrificio ni oblación pero me has abierto el oído… Dije entonces: Heme aquí que vengo tal y como consta en el Libro Santo a hacer tu voluntad. Dios mío, en tu Palabra me complazco en el fondo de mi ser” (Sl 40,7-9).
Dicho esto, estamos en condiciones de captar la fuerza de la invocación del Hijo al Padre cuando confió su espíritu en sus manos. Tengamos en cuenta que en la espiritualidad bíblica, invocar significa llamar a alguien para que testifique a su favor. Quizá ahora comprendamos mejor el matiz diferencial al que me he referido. Jesús está apelando al Testigo fiel, a su Padre, como garantía incontestable de que, aun clavado en la cruz, la muerte no podrá con Él.
Por otra parte -y hay que reconocer que Dios no deja de sorprendernos a la hora de saciarnos con la inagotable riqueza de su Palabra- esta invocación de Jesús a Dios diciéndole: ¡Tú eres mi Padre, el que me salva de la muerte, en cuyas manos puedo confiar mi espíritu!, también había sido profetizada en el Antiguo Testamento: “Mi lealtad y mi amor irán con él, por mi nombre se exaltará su frente; pondré su mano sobre el mar, -imagen de la muerte- sobre los ríos su derecha. Él me invocará: ¡Tú eres mi Padre, mi Dios y mi Roca de salvación!” (Sl 89,25-27).
Jesús, el Cordero que se ofrece para manifestar al mundo que la muerte ha sido vencida al tiempo que invoca como testigo de su inocencia a Dios, su propio Padre, se convierte en nuestro testigo. He aquí un aspecto bellísimo de nuestra fe que quiero compartir con vosotros estando como estamos a las puertas de la Semana Santa. Podemos decir que, así como Jesús, con su invocación, atraviesa los cielos a fin de que su Testigo fiel se presente en el juicio inicuo que le ha llevado hasta la cruz para que acuda en su ayuda, de la misma manera se nos ofrece a nosotros, sus discípulos o los que pretendemos serlo, como Testigo, también fiel (Ap 1,5), a nuestro favor.  
Lo que acabo de decir no son pías consideraciones ni nada parecido. Lo sabemos por Esteban, el primer discípulo que derramó su sangre por Él. De la misma forma que hemos visto al Hijo de Dios invocando al Padre en la cruz, -recordemos, “en tus manos encomiendo mi espíritu”- vemos a Esteban haciendo la misma invocación a Jesús, su Testigo, el que está a su favor: “Mientras le apedreaban, Esteban hacía esta invocación: Señor Jesús, recibe mi espíritu” (Hech 7,59).

jueves, 14 de marzo de 2013

PAPA FRANCISCO,I



 
Comenzamos nuestro camino Obispo y Pueblo. Camino de Iglesia, camino de hermandad y de confianza entre nosotros”. También ha invitado a “rezar unos por los otros y vamos a rezar por el mundo entero, para que haya una gran hermandad”.

viernes, 1 de marzo de 2013

CAMINANDO JUNTOS


Cuando un hombre es consciente –aun sumido en su estupor- de que está hablando con Dios, todo lo que es y ha sido queda relativizado, todo menos este su hablar con Dios. Puede ser que esta experiencia sea solamente unos instantes. No importa. Este hombre ya ha estado suspendido entre la Eternidad y el tiempo.


 
Uno de los métodos aceptados por la Iglesia en su servicio de interpretación de las Escrituras y usado con frecuencia por los exegetas es el llamado método alegórico, que es válido siempre que el núcleo catequético contenido en los textos bíblicos no sea desvirtuado. Teniendo en cuenta esto, vamos a servirnos de la alegoría para presentar toda una serie de rasgos comunes que encontramos en el ofrecimiento que hace Abrahám de Isaac y el del Padre que ofrece, entrega, a su Hijo al mundo. El telón de fondo que se adivina en las figuras Abrahám-Isaac, se abre en toda su plenitud en Dios y su Hijo. Telón que tiene un nombre: la salvación de la humanidad.

Viajamos en el tiempo, y nos encontramos con Abrahám que camina con su hijo hacia el monte, señalado por Yahvé, en el que va a ser ofrecido en holocausto (Gé 22,1…).Nos imaginamos a los dos unidos estrechamente como si ambos compartiesen corazón y voluntad. Padre e hijo saben lo que están haciendo, sobran explicaciones. A Isaac le es suficiente la experiencia que tiene de su padre y que se resume en dos palabras: amor y gratitud. Quizá este caminar lado a lado fue lo que siglos más tarde inspiró al salmista esta bellísima plegaria que, por supuesto, alcanza su plenitud en el Mesías: “Aunque camine por valle de tinieblas, ningún mal temeré, porque tú vas conmigo” (Sl 23,4).

Intuía que la muerte no iba a tener la última palabra, intuición que se ve reforzada cuando su padre dice a los sirvientes que le acompañaban: “Quedaos aquí con el asno. Yo y el muchacho iremos hasta allí, haremos adoración y volveremos donde vosotros”. “Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón”-dijo Jesús a sus discípulos cuando su muerte había sido decidida (Jn 16,22). Ya con anterioridad les había comunicado que aun cuando sería entregado a la muerte, se levantaría sobre ella, resucitaría: “Comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día (Mt 16,21). Al tercer día, acabamos de escuchar… “al tercer día levantó Abrahám los ojos y vio el lugar –del sacrificio- a lo lejos…”

Sondeamos ahora uno de los aspectos catequéticos más profundos y entrañables que nos ofrece el diálogo que cruzan Abrahám y su hijo en su camino hacia el monte donde se va a realizar el sacrificio. Nos dice el autor que ambos, padre e hijo, “caminaban juntos”. La   piedra-altar donde Isaac -que carga sobre sus espaldas la leña- va a ofrecer su vida, está ya a la vista; es entonces cuando su voz se eleva majestuosamente por encima del desenlace trágico que parece inminente: ¡Padre!

¿Qué movimiento del alma, qué estremecimiento sacudió violentamente las entrañas de Abrahám al oírse llamar por su hijo? Nos lo imaginamos; sólo eso. De la misma forma que sólo nos es posible imaginar el estremecimiento del corazón del Padre al ver al Hijo caminar con la cruz hacia el Calvario. ¿Dónde está el cordero para el holocausto? -pregunta Isaac a su padre. ¡Dios proveerá! -responde éste. “Y siguieron caminando los dos juntos”. Por dos veces en este mismo pasaje, repleto de fe, amor, confianza, dolor, angustia, aflicción, nos dice el autor del Génesis que caminaban juntos.