Cuando un hombre es consciente –aun
sumido en su estupor- de que está hablando con Dios, todo lo que es y ha sido
queda relativizado, todo menos este su hablar con Dios. Puede ser que esta
experiencia sea solamente unos instantes. No importa. Este hombre ya ha estado
suspendido entre la
Eternidad y el tiempo.
Uno de los métodos aceptados por la Iglesia en su servicio de
interpretación de las Escrituras y usado con frecuencia por los exegetas es el
llamado método alegórico, que es válido siempre que el núcleo catequético
contenido en los textos bíblicos no sea desvirtuado. Teniendo en cuenta esto,
vamos a servirnos de la alegoría para presentar toda una serie de rasgos
comunes que encontramos en el ofrecimiento que hace Abrahám de Isaac y el del
Padre que ofrece, entrega, a su Hijo al mundo. El telón de fondo que se adivina
en las figuras Abrahám-Isaac, se abre en toda su plenitud en Dios y su Hijo.
Telón que tiene un nombre: la salvación de la humanidad.
Viajamos en el tiempo, y nos encontramos con Abrahám
que camina con su hijo hacia el monte, señalado por Yahvé, en el que va a ser
ofrecido en holocausto (Gé 22,1…).Nos imaginamos a los dos unidos estrechamente
como si ambos compartiesen corazón y voluntad. Padre e hijo saben lo que están
haciendo, sobran explicaciones. A Isaac le es suficiente la experiencia que
tiene de su padre y que se resume en dos palabras: amor y gratitud. Quizá este
caminar lado a lado fue lo que siglos más tarde inspiró al salmista esta
bellísima plegaria que, por supuesto, alcanza su plenitud en el Mesías: “Aunque
camine por valle de tinieblas, ningún mal temeré, porque tú vas conmigo” (Sl
23,4).
Intuía que la muerte no iba a tener la última palabra,
intuición que se ve reforzada cuando su padre dice a los sirvientes que le
acompañaban: “Quedaos aquí con el asno. Yo y el muchacho iremos hasta allí,
haremos adoración y volveremos donde vosotros”. “Volveré a veros y se alegrará
vuestro corazón”-dijo Jesús a sus discípulos cuando su muerte había sido
decidida (Jn 16,22). Ya con anterioridad les había comunicado que aun cuando
sería entregado a la muerte, se levantaría sobre ella, resucitaría: “Comenzó
Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho
de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y
resucitar al tercer día (Mt 16,21). Al tercer día, acabamos de escuchar… “al
tercer día levantó Abrahám los ojos y vio el lugar –del sacrificio- a lo
lejos…”
Sondeamos ahora uno de los aspectos catequéticos más
profundos y entrañables que nos ofrece el diálogo que cruzan Abrahám y su hijo
en su camino hacia el monte donde se va a realizar el sacrificio. Nos dice el
autor que ambos, padre e hijo, “caminaban juntos”. La piedra-altar donde Isaac -que carga sobre
sus espaldas la leña- va a ofrecer su vida, está ya a la vista; es entonces
cuando su voz se eleva majestuosamente por encima del desenlace trágico que
parece inminente: ¡Padre!
¿Qué movimiento del alma, qué estremecimiento sacudió
violentamente las entrañas de Abrahám al oírse llamar por su hijo? Nos lo
imaginamos; sólo eso. De la misma forma que sólo nos es posible imaginar el
estremecimiento del corazón del Padre al ver al Hijo caminar con la cruz hacia
el Calvario. ¿Dónde está el cordero para el holocausto? -pregunta Isaac a su
padre. ¡Dios proveerá! -responde éste. “Y siguieron caminando los dos juntos”.
Por dos veces en este mismo pasaje, repleto de fe, amor, confianza, dolor,
angustia, aflicción, nos dice el autor del Génesis que caminaban juntos.
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