sábado, 23 de febrero de 2013

LAS PALABRAS QUE TÚ ME DISTE


Cuando la oración se convierte en un hablar y estar con Dios, entonces, sólo entonces, entramos en el espacio del atrevimiento, de la audacia. Dos pilares que configuran la vida de todos los santos. Pensándolo bien: ¿qué queda del amor, cómo podemos llegar a confiar en Dios sin esta audacia santa?

 

 A la luz de estos textos, vemos cómo Jesús sitúa a sus discípulos en una dimensión con Dios Padre que, aunque nos parezca exagerada, es semejante  -lo proclama Él mismo- a la suya. Es una semejanza que nadie se atrevería a afirmar si no fuera porque, como ya he dicho, conocemos de primera mano: de la boca del mismo Hijo de Dios. Escuchemos las palabras que dirige a María Magdalena en la mañana de su resurrección gloriosa: “Vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20,17b).

Algo muy determinante  aconteció a partir de la victoria de Jesucristo sobre la muerte; es todo un salto cualitativo en la relación del hombre con Dios. Las alusiones de Jesús a “mi Padre”,  que tantas veces encontramos a lo largo del Evangelio, dan paso ahora a una realidad imposible de abarcar por su adimensionalidad. Le oímos decir: “mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios”. No hay duda de que ésta ha sido, si es que así podemos hablar, la obra maestra de nuestro Buen Pastor: su Padre es nuestro Padre y su Dios es nuestro Dios, con todo lo que ello implica. Es su Palabra la que ha engendrado este nuevo ser del hombre en Dios. Palabra que ha engendrado en sus discípulos la fe adulta, puesto que les ha permitido ver y reconocer en su Señor al Enviado de Dios Padre.

Estos datos catequéticos recogidos por Juan a lo largo de la última cena nos dan pie para pensar que fueron los que forjaron la columna vertebral de la espiritualidad de la Palabra, de la que rezuma el Prólogo de su evangelio.  Llevado del santo y sagrado atrevimiento que tienen aquellos que han penetrado en la intimidad de Dios, proclama que “todos aquellos que recibieron -acogieron la Palabra- les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1,12).

Fijémonos bien en lo que dice Juan: “hacerse”, que equivale al “llegar a ser”  que  vimos cuando Jesús llamó a Pedro y  Andrés a ser pescadores de hombres (Mc 1,17). Jesús -Señor, Maestro y Pastor-, ofrece a los hombres el Evangelio que les engendra como hijo de Dios; que les permite, igual que Él, llamar al Padre, mi Padre; y a Dios, mi Dios. He ahí la misión primordial de los pastores llamados y enviados por el Señor Jesús. He ahí los pastores que, al tener una relación con Dios parecida a la del Hijo, pastorean según su corazón.

Estos pastores siguen los pasos de su Señor, sus huellas, como nos dice Pedro: “Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas” (1P 2,21). Muchas son las penalidades que estos pastores sobrellevan a lo largo de su ministerio. Pedro considerará un gran gozo, al tiempo que una inestimable gracia, el hecho de participar de los sufrimientos del Hijo de Dios: “Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria” (1P 4,13).

Por supuesto que sí, que los pastores según el corazón de Dios participan de los sufrimientos de Jesucristo. Esta realidad es una constante en las cartas apostólicas. Mas no nos podemos quedar sólo en eso; los gozos y las alegrías de los pastores según Jesucristo son indeciblemente mayores que las penalidades; además éstas son curadas por la capacidad de amar y perdonar que Jesús da a los suyos, mientras que el júbilo y las satisfacciones que tienen están en las manos de Dios; hacen parte de ese tesoro anunciado en el Evangelio por Jesús, y que no está expuesto al peligro de los ladrones ni a la corrosión de la polilla (Lc 12,32).

Entre los gozos y satisfacciones de incalculable valor que Dios preserva y protege para los suyos, nombraremos uno que nos llama la atención por su absoluta originalidad; me estoy refiriendo al júbilo indescriptible de aquellos pastores que pueden hacer suyas, una tras otra, las mismas palabras que dijo Jesús con respecto a sus ovejas. También ellos pueden un día dirigirse a Dios en los mismos términos que su Buen Pastor: “Tuyas eran –las ovejas- y tú me las has dado… las palabras que tú me diste se las he dado a  ellas y ellas las han aceptado…” (Cfr. 17,6-8). 

 

lunes, 18 de febrero de 2013

MI PADRE OS QUIERE

                             

Una de las características fundamentales del discípulo es que recibe palabras de vida eterna del Hijo de Dios para su propio y alimento y para dárselas a los hombres que tienen hambre de vivir. Recordemos la multiplicación de los panes. Jesús los partió y los dio a sus discípulos, y éstos, a su vez, los repartieron a la muchedumbre.

 

 

Con la indispensable ayuda de nuestro Maestro, el mismo que explicó y abrió las Escrituras a los dos discípulos que se arrastraban apesadumbrados hacia Emaús (Lc 24,25-27), nos atrevemos a partir el texto de Juan. Al pedir la ayuda de nuestro Maestro para partir como  Pan de Vida que es, estas palabras, no estoy echando mano de una frase hecha, de un cliché. Lo digo porque tengo la certeza total y absoluta de que si Dios no nos abre por medio de su Hijo la Palabra en cuanto misterio: su Misterio (Ef 6,19), por muy inteligente, preparado o sabio que pudiera ser, lo que yo dijera o escribiese no sería más que –siguiendo analógicamente a Pablo- “un bronce que suena o un címbalo que retiñe” (1Co 13,1).

Partimos, pues, el Pan Vivo de este texto del Evangelio del Hijo de Dios “con temor y temblor”, como diría Pablo (1Co 2,3), y también “con sencillez y estremecimiento”, como se expresa Isaías (Is 66,2). El mismo asombro ante lo santo y sagrado que experimentaban los judíos al escuchar a Jesús: “Y sucedió que cuando acabó Jesús estos discursos –el Sermón de la Montaña- la gente quedaba asombrada de su enseñanza (Mt 7,28).

Juan inicia el capítulo en el que está encuadrado este texto puntualizando que Jesús, “alzando los ojos al cielo, dijo: Padre…” (Jn 17,1). Vemos a Jesús confidenciándose con su Padre, al tiempo que catequiza a sus discípulos. Es la Palabra que va y viene; va hacia su origen y fuente: el Padre; y vuelve hacia el oído de los suyos para que, según la llamada-promesa que les hizo, “lleguen a ser pescadores de hombres”, es decir, maestros y pastores.

En esta su sublime y asombrosamente bella plegaria, le habla con amor entrañable de sus discípulos; unos hombres que –señala- “antes eran tuyos, tú me los has dado y han guardado tu Palabra”. Las palabras que ha proclamado a lo largo de su predicación no eran suyas, sino que, como hemos visto anteriormente, le eran dadas por su Padre.

Ahora, y teniendo en cuenta el tema de este libro -Pastores según el corazón de Dios-, nos centramos en lo que podríamos llamar el trasvase que hace Jesús de su magisterio y pastoreo  a estos discípulos, imagen de la Iglesia, que están junto a Él celebrando la            cena-eucaristía. Jesús, el Señor, el Liturgo de Israel por excelencia, está anticipando la creación del hombre nuevo según su corazón, que más adelante describirá Pablo (Ef 4,20-21).

Confiesa Jesús al Padre que  ha dado a sus discípulos las palabras que  Él le ha confiado; y añade a continuación que ellos las han aceptado. Es ésta una condición indispensable para que les sean abiertos los sentidos del alma, como dicen los Padres de la Iglesia. Es entonces cuando la fuerza interior que emana de ellas engendra la fe, la fe adulta. En esta misma dirección, Pablo afirma que es la predicación la que engendra la fe (Rm 10,17).

Puesto que la fe no es estática, sino que, por el contrario -siguiendo el símil del universo- está siempre en expansión, la aceptación de la predicación de Jesús les hace partícipes del mismo amor con el que éste es amado por su Padre. Esto no es una apreciación humana, Jesús nos lo confirma: “El Padre mismo os quiere, porque me queréis a mí y creéis que salí de Dios” (Jn 16,27). Por si les quedase a los discípulos la menor duda acerca de esta bellísima promesa, culmina la catequesis que ha dado a lo largo de todo este capítulo con el siguiente broche de oro: “…Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos  y yo en ellos” (Jn 17,26).

 

viernes, 15 de febrero de 2013

JESÚS: DISCÍPULO Y MAESTRO


No hay mayor belleza que la del discipulado. Esa serena belleza que suavemente desata de nuestro ser todo lo superfluo. Y lo más sorprendente: todo lo superfluo, que se ha  ido dejando de lado en el seguimiento al Señor Jesús, fue considerado en su día como valores irrenunciables.

 
 

 


Uno de los rasgos que los profetas nos presentan como más determinante en lo que respecta a reconocer al Mesías esperado es el de su relación de discípulo con Yahvé, su Padre. Isaías, iluminado por el Espíritu Santo, conjuga de forma magistral el oído abierto del Mesías con su capacidad de hacer llegar, por medio de su predicación, palabras colmadas de fuerza interior que servirán para levantar a los débiles, a los cansados, a todos aquellos que ya no esperan nada de nadie, ni siquiera de Dios: “El Señor Yahvé me ha dado lengua de discípulo, para que haga llegar al cansado una palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos” (Is 50,4).

Mañana tras mañana conecta el Señor Jesús con el Padre, alarga su oído hacia Él para llenarse de sabiduría y fortaleza; también de la vida, oculta en su Palabra, para poder hacer su voluntad, que no es otra que llevar a cabo la misión a la que ha sido enviado. Es tal la convicción del Hijo a este respecto que proclama solemnemente que Él no puede hablar por su cuenta, que lo que sale de sus labios le viene de su Padre: “Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, yo sé que su Palabra es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí” (Jn 12,49-50).

Jesús es Maestro y Pastor, en realidad el único Maestro (Mt 23 8) y el Buen Pastor (Jn 10,14). Lo es porque primeramente ha sido el Discípulo por excelencia, el que ha sabido escuchar al Padre en actitud de continua disponibilidad “mañana tras mañana”, en el decir de Isaías, mostrando así la calidad de su obediencia. Es por ello que tiene autoridad para decir a los suyos: “Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres” (Mc 1,17).

Fijémonos bien en lo que dice: “os haré llegar a ser”. Tengamos en cuenta que se sirve de la misma expresión utilizada por los autores bíblicos que nos narran la creación, la génesis del mundo. Jesús no funda una escuela del discipulado: Él mismo es la escuela, la génesis donde unos pobres hombres llegan a ser sus discípulos. Llegan a serlo por la calidad de lo que escuchan: el Evangelio, y porque Él mismo les abre el oído; y, por supuesto, porque ellos libremente aceptan el seguimiento.

El hombre que se acerca a Jesucristo como Señor descubre alborozado la libertad interior que Él, como Maestro y Pastor, gesta en sus entrañas. Libertad interior que nace del hecho de saber distinguir, al tiempo que escoger, entre la carga de la ley y las alas que da la Palabra; mas no termina ahí el gozo, el asombro, de los suyos ante lo que reciben de su Maestro. Así como Él llegó a ser Maestro por la calidad y profundidad de su ser discípulo del Padre, acontece que –y ahí radica el asombro que da paso al estupor- también ellos, por la calidad de su discipulado, llegan a ser maestros por el Maestro, pastores por el Pastor según su corazón.

Todo esto,  por muy sublime que sea, no tendría ningún valor si no estuviese apoyado y atestiguado por el mismo Jesucristo, por su Evangelio. La buena noticia es que no hemos inventado absolutamente nada, ni siquiera ha sido necesario sondear hasta la saciedad escritos de diversos expertos en espiritualidad con el fin de encontrar un apoyo a lo que estamos diciendo. Las palabras que Jesús proclama a este respecto son meridianamente claras. Hablando con su Padre, y con evidente intención catequética hacia los suyos, le dice: “…Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado” (Jn 17,6-8).

 

jueves, 7 de febrero de 2013

TESTIGOS DEL INVISIBLE


El Amor tiene su propia dignidad. Es por eso que se resiste de forma natural a toda medición, más aún a la increatividad. Es el tesoro escondido, la perla única de la que nos habla Jesús en el Evangelio. Sólo los sabios dejan su lastre de lado para poder abrazarse al Amor en estado puro: Dios.

 



 

 

Por supuesto que en todo este proceso no hay nada de mecánico o programático. Nada de esto responde a una especie de ensayo de laboratorio por el que la relación causa-efecto está previamente proyectada. Estamos hablando de un proceso en el que intervienen los resortes más propios e íntimos del hombre, como son la libertad, el hambre de novedad –no hay mayor novedad que la acción de Dios-, la perseverancia y la escucha, la calidad de la acogida, mas también los miedos, los frenos causados por la debilidad, el temor y la desconfianza ante la sospecha de ser engañados…

Los pastores según el corazón de Dios conocen a fondo todos y cada uno de estos resortes. Los han vivido en su propia carne, en su gestación a la fe adulta. Apoyados en esta fe, están ahí velando por sus ovejas como lo está una madre ante sus hijos cuando más la necesitan. Al igual que Pablo y, por supuesto, al igual que Pedro, Juan, Santiago, Felipe, etc., todo pastor tiene, como don inherente a su ministerio, corazón de madre. Corazón solícito por sus ovejas; atentos hasta la extenuación a la obra que está haciendo en ellas por medio de su predicación y acompañamiento entrañable.

 Hasta la extenuación, acabo de afirmar, y a más de uno o a muchos les parecerá una exageración. La verdad es que al expresarme así no estoy en absoluto pensando en una palabra-impacto; estaba y estoy pensando en Pablo, en su testimonio escrito cuando dice a los de Corinto que no le importa el desmoronamiento de su cuerpo en sus afanes por anunciar el Evangelio. Lo anuncia traspasando fronteras porque cree en él, aunque, a causa de este su celo apostólico, se vea entregado continuamente a la muerte; sabe muy bien que sus ovejas tendrán la vida en la medida en que él vaya muriendo. “Aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De modo que la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida “(2Co 4,11-12).

Lo más bello del testimonio de Pablo es que no va muriendo y desfalleciendo como esos santurrones que van echando en cara a todo el mundo sus privaciones heroicas –líbrenos Dios de estos “mártires”-. Nuestro apóstol proclama esta realidad como alguien que está venciendo a la muerte, incluso al progresivo desfallecimiento y deterioro de su cuerpo. Más aún, no cabe en sí de gozo al saberse reconstruido interiormente en la medida en que se gasta por sus ovejas. El testimonio que, de su puño y letra, vamos a transcribir, forma parte sin duda de la antología de lo que es un pastor de nuestro Señor Jesucristo según su amor: “Por eso no desfallecemos. Aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día. …a cuantos no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las cosas visibles son pasajeras, mas la invisibles son eternas” (2Co 4,16-18).

Es innegable que nos faltan adjetivos para describir la envidiable libertad interior y exterior del apóstol y, con él, la de tantos y tantos pastores que han vivido y viven su ministerio a la luz del binomio Evangelio-ovejas. Envidiable, sin duda, la libertad de Pablo. Se le ha etiquetado con la marca de misógino,  cuando casi improvisamente da un giro copernicano en su pastoreo que nos deja sin habla: no le importa proclamar que sus entrañas son de   mujer-madre; que sufre dolores de parto por la multitud de hombres y mujeres que Jesús le ha confiado.

La libertad de este hombre alcanza  su culmen cuando llega a decirnos que su perder la vida, su desgastarse por sus ovejas, no lo considera una carga que no se puede quitar de encima, sino un regalo, una gracia de Dios. Es más, se asombra de haber recibido la llamada al pastoreo, siendo como es no ya el menor de los apóstoles, sino el menos indicado de todos los discípulos del Señor. Conoce su debilidad, mas no se hace una víctima a causa de ella. Por el contrario, sin perderla de vista, se eleva sobre ella para poder anunciar el Evangelio, y esto sabiendo que es el menor de todos los santos, así es como eran llamados los cristianos: “A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo” (Ef 3,8). Una nota aclaratoria: Donde hemos puesto inescrutable, la traducción original transcribe: “imposible de rastrear”.

 



sábado, 2 de febrero de 2013

A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO


Velar con amor sobre la Palabra hasta que ésta se abra y podamos contemplar en ella al que en ella vive. Es entonces cuando el Encuentro se ata con un lazo indisoluble al Anuncio; el alma se descubre a sí misma como incansable…, necesita hacer partícipe a sus hermanos de lo que “ha visto y oído de Dios”.  

 

 

 

Al referirnos a las entrañas maternales de Pablo, hablamos también -siguiendo el símil de la madre- del sufrimiento que implica dar a luz a hijos en la fe. El apóstol, al igual que todos los pastores que hacen del anuncio del Evangelio la prioritaria razón de ser de su llamada y, más aún, su única y gran pasión, tiene dibujado en las telas de su alma esta calidad de sufrimiento. De hecho sorpresivamente nos dirá que sufre dolores de parto. “¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros…” (Gá 4,19). Padeció indeciblemente los dolores del alumbramiento al conducirlos hasta el bautismo, sufrimientos que persistieron hasta -como precisa textualmente- ver a Cristo Jesús, su Señor, formado en ellos.

Este deseo y anhelo de Pablo de ver formado a Jesucristo en sus ovejas nace  –así nos lo parece- de la riqueza de su propia experiencia de comunión con  su Maestro y Señor. Es tal su identificación con Él, que llega a confesar: “Ya no soy yo quien vivo sino que es Cristo quien vive en mí” (Gá 2,20).

Vemos aquí el  sentido real y profundo de la respuesta que Jesucristo dio al escriba que le preguntó por el primero de los mandamientos. Le dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente”. Y añadió: “y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,26). He ahí el auténtico y verdadero amor de Pablo y de todo pastor según el corazón de Dios por sus ovejas. Éstos no dan alimento sin consistencia o consejos morales  a las ovejas, sin preocuparse de su crecimiento en una sana espiritualidad de la Palabra: les dan la misma vida que rebosa del Evangelio y que, a su vez, ellos han recibido de manos de Jesucristo. Pablo nos  lo testifica: “Porque os hago saber, hermanos, que el Evangelio anunciado por mí, no es de orden humano, pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo” (Gá 1,11-12).

Al puntualizar Jesús al escriba que el mandamiento por excelencia revelado por Yahvé a Israel, se desdoblaba hacia el prójimo en la dimensión de “como a sí mismo”, estaba señalando un sello absolutamente indispensable que habría de marcar a sus pastores: anunciar a sus ovejas “lo que Él ha hecho por ellos” (Lc 8,39). Así, también ellas estarán en condición de ser beneficiarias del hacer salvífico del Señor Jesús.

Para evitar equívocos aclaro que no me estoy refiriendo a manifestaciones o experiencias sensacionalistas, que siempre llevan consigo el peligro de condicionar sicológicamente a las personas, sobre todo a aquellas que son más influenciables. Me estoy refiriendo  al  anuncio del Evangelio, que es siempre palabra eficaz para el hombre (Hb 4,12).

Este pastoreo hace que Jesús -al igual que vimos en Pablo- viva en las entrañas de las ovejas pastoreadas, realizando así en ellas el Magisterio que sólo a Él compete (Mt 23,8) y que lleva consigo el enseñarlas a comer por sí mismas  partiendo  la Palabra, por supuesto, siempre en comunión con sus pastores, con la Iglesia.

Cada vez que un pastor es testigo de que sus ovejas, una tras otra, son capaces de partir la Palabra y alimentarse de ella, puede decir sin jactancia, pero sí con un “magníficat” parecido al de María de Nazaret, que ha amado a sus ovejas como a sí mismo. He ahí el sentido profundo de la respuesta que Jesús dio al escriba. Les ha traspasado la mayor de las maravillas que Dios puede hacer a una persona: partir la Palabra para su propio sustento. Maravilla que está implícita en la oración que el mismo Jesucristo enseñó a sus discípulos: “Danos hoy nuestro pan de cada día” (Lc 11,3).