lunes, 18 de febrero de 2013

MI PADRE OS QUIERE

                             

Una de las características fundamentales del discípulo es que recibe palabras de vida eterna del Hijo de Dios para su propio y alimento y para dárselas a los hombres que tienen hambre de vivir. Recordemos la multiplicación de los panes. Jesús los partió y los dio a sus discípulos, y éstos, a su vez, los repartieron a la muchedumbre.

 

 

Con la indispensable ayuda de nuestro Maestro, el mismo que explicó y abrió las Escrituras a los dos discípulos que se arrastraban apesadumbrados hacia Emaús (Lc 24,25-27), nos atrevemos a partir el texto de Juan. Al pedir la ayuda de nuestro Maestro para partir como  Pan de Vida que es, estas palabras, no estoy echando mano de una frase hecha, de un cliché. Lo digo porque tengo la certeza total y absoluta de que si Dios no nos abre por medio de su Hijo la Palabra en cuanto misterio: su Misterio (Ef 6,19), por muy inteligente, preparado o sabio que pudiera ser, lo que yo dijera o escribiese no sería más que –siguiendo analógicamente a Pablo- “un bronce que suena o un címbalo que retiñe” (1Co 13,1).

Partimos, pues, el Pan Vivo de este texto del Evangelio del Hijo de Dios “con temor y temblor”, como diría Pablo (1Co 2,3), y también “con sencillez y estremecimiento”, como se expresa Isaías (Is 66,2). El mismo asombro ante lo santo y sagrado que experimentaban los judíos al escuchar a Jesús: “Y sucedió que cuando acabó Jesús estos discursos –el Sermón de la Montaña- la gente quedaba asombrada de su enseñanza (Mt 7,28).

Juan inicia el capítulo en el que está encuadrado este texto puntualizando que Jesús, “alzando los ojos al cielo, dijo: Padre…” (Jn 17,1). Vemos a Jesús confidenciándose con su Padre, al tiempo que catequiza a sus discípulos. Es la Palabra que va y viene; va hacia su origen y fuente: el Padre; y vuelve hacia el oído de los suyos para que, según la llamada-promesa que les hizo, “lleguen a ser pescadores de hombres”, es decir, maestros y pastores.

En esta su sublime y asombrosamente bella plegaria, le habla con amor entrañable de sus discípulos; unos hombres que –señala- “antes eran tuyos, tú me los has dado y han guardado tu Palabra”. Las palabras que ha proclamado a lo largo de su predicación no eran suyas, sino que, como hemos visto anteriormente, le eran dadas por su Padre.

Ahora, y teniendo en cuenta el tema de este libro -Pastores según el corazón de Dios-, nos centramos en lo que podríamos llamar el trasvase que hace Jesús de su magisterio y pastoreo  a estos discípulos, imagen de la Iglesia, que están junto a Él celebrando la            cena-eucaristía. Jesús, el Señor, el Liturgo de Israel por excelencia, está anticipando la creación del hombre nuevo según su corazón, que más adelante describirá Pablo (Ef 4,20-21).

Confiesa Jesús al Padre que  ha dado a sus discípulos las palabras que  Él le ha confiado; y añade a continuación que ellos las han aceptado. Es ésta una condición indispensable para que les sean abiertos los sentidos del alma, como dicen los Padres de la Iglesia. Es entonces cuando la fuerza interior que emana de ellas engendra la fe, la fe adulta. En esta misma dirección, Pablo afirma que es la predicación la que engendra la fe (Rm 10,17).

Puesto que la fe no es estática, sino que, por el contrario -siguiendo el símil del universo- está siempre en expansión, la aceptación de la predicación de Jesús les hace partícipes del mismo amor con el que éste es amado por su Padre. Esto no es una apreciación humana, Jesús nos lo confirma: “El Padre mismo os quiere, porque me queréis a mí y creéis que salí de Dios” (Jn 16,27). Por si les quedase a los discípulos la menor duda acerca de esta bellísima promesa, culmina la catequesis que ha dado a lo largo de todo este capítulo con el siguiente broche de oro: “…Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos  y yo en ellos” (Jn 17,26).

 

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