Una de las características fundamentales
del discípulo es que recibe palabras de vida eterna del Hijo de Dios para su
propio y alimento y para dárselas a los hombres que tienen hambre de vivir.
Recordemos la multiplicación de los panes. Jesús los partió y los dio a sus
discípulos, y éstos, a su vez, los repartieron a la muchedumbre.
Con la
indispensable ayuda de nuestro Maestro, el mismo que explicó y abrió las
Escrituras a los dos discípulos que se arrastraban apesadumbrados hacia Emaús
(Lc 24,25-27), nos atrevemos a partir el texto de Juan. Al pedir la ayuda de
nuestro Maestro para partir como Pan de
Vida que es, estas palabras, no estoy echando mano de una frase hecha, de un
cliché. Lo digo porque tengo la certeza total y absoluta de que si Dios no nos
abre por medio de su Hijo la
Palabra en cuanto misterio: su Misterio (Ef 6,19), por muy
inteligente, preparado o sabio que pudiera ser, lo que yo dijera o escribiese
no sería más que –siguiendo analógicamente a Pablo- “un bronce que suena o un
címbalo que retiñe” (1Co 13,1).
Partimos, pues, el
Pan Vivo de este texto del Evangelio del Hijo de Dios “con temor y temblor”,
como diría Pablo (1Co 2,3), y también “con sencillez y estremecimiento”, como
se expresa Isaías (Is 66,2). El mismo asombro ante lo santo y sagrado que
experimentaban los judíos al escuchar a Jesús: “Y sucedió que cuando acabó
Jesús estos discursos –el Sermón de la Montaña- la gente quedaba asombrada de su enseñanza
(Mt 7,28).
Juan inicia el
capítulo en el que está encuadrado este texto puntualizando que Jesús, “alzando
los ojos al cielo, dijo: Padre…” (Jn 17,1). Vemos a Jesús confidenciándose con
su Padre, al tiempo que catequiza a sus discípulos. Es la Palabra que va y viene; va
hacia su origen y fuente: el Padre; y vuelve hacia el oído de los suyos para
que, según la llamada-promesa que les hizo, “lleguen a ser pescadores de
hombres”, es decir, maestros y pastores.
En esta su sublime
y asombrosamente bella plegaria, le habla con amor entrañable de sus
discípulos; unos hombres que –señala- “antes eran tuyos, tú me los has dado y
han guardado tu Palabra”. Las palabras que ha proclamado a lo largo de su
predicación no eran suyas, sino que, como hemos visto anteriormente, le eran
dadas por su Padre.
Ahora, y teniendo
en cuenta el tema de este libro -Pastores según el corazón de Dios-, nos
centramos en lo que podríamos llamar el trasvase que hace Jesús de su
magisterio y pastoreo a estos
discípulos, imagen de la Iglesia ,
que están junto a Él celebrando la
cena-eucaristía. Jesús, el Señor, el Liturgo de Israel por excelencia,
está anticipando la creación del hombre nuevo según su corazón, que más
adelante describirá Pablo (Ef 4,20-21).
Confiesa Jesús al Padre
que ha dado a sus discípulos las
palabras que Él le ha confiado; y añade
a continuación que ellos las han aceptado. Es ésta una condición indispensable
para que les sean abiertos los sentidos del alma, como dicen los Padres de la Iglesia. Es entonces
cuando la fuerza interior que emana de ellas engendra la fe, la fe adulta. En
esta misma dirección, Pablo afirma que es la predicación la que engendra la fe
(Rm 10,17).
Puesto que la fe no
es estática, sino que, por el contrario -siguiendo el símil del universo- está
siempre en expansión, la aceptación de la predicación de Jesús les hace
partícipes del mismo amor con el que éste es amado por su Padre. Esto no es una
apreciación humana, Jesús nos lo confirma: “El Padre mismo os quiere, porque me
queréis a mí y creéis que salí de Dios” (Jn 16,27). Por si les quedase a los
discípulos la menor duda acerca de esta bellísima promesa, culmina la
catequesis que ha dado a lo largo de todo este capítulo con el siguiente broche
de oro: “…Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer,
para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26).
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