El Amor tiene su propia dignidad. Es por
eso que se resiste de forma natural a toda medición, más aún a la
increatividad. Es el tesoro escondido, la perla única de la que nos habla Jesús
en el Evangelio. Sólo los sabios dejan su lastre de lado para poder abrazarse
al Amor en estado puro: Dios.
Por supuesto que en
todo este proceso no hay nada de mecánico o programático. Nada de esto responde
a una especie de ensayo de laboratorio por el que la relación causa-efecto está
previamente proyectada. Estamos hablando de un proceso en el que intervienen
los resortes más propios e íntimos del hombre, como son la libertad, el hambre
de novedad –no hay mayor novedad que la acción de Dios-, la perseverancia y la
escucha, la calidad de la acogida, mas también los miedos, los frenos causados
por la debilidad, el temor y la desconfianza ante la sospecha de ser engañados…
Los pastores según
el corazón de Dios conocen a fondo todos y cada uno de estos resortes. Los han
vivido en su propia carne, en su gestación a la fe adulta. Apoyados en esta fe,
están ahí velando por sus ovejas como lo está una madre ante sus hijos cuando
más la necesitan. Al igual que Pablo y, por supuesto, al igual que Pedro, Juan,
Santiago, Felipe, etc., todo pastor tiene, como don inherente a su ministerio,
corazón de madre. Corazón solícito por sus ovejas; atentos hasta la extenuación
a la obra que está haciendo en ellas por medio de su predicación y
acompañamiento entrañable.
Hasta la extenuación, acabo de afirmar, y a
más de uno o a muchos les parecerá una exageración. La verdad es que al
expresarme así no estoy en absoluto pensando en una palabra-impacto; estaba y
estoy pensando en Pablo, en su testimonio escrito cuando dice a los de Corinto
que no le importa el desmoronamiento de su cuerpo en sus afanes por anunciar el
Evangelio. Lo anuncia traspasando fronteras porque cree en él, aunque, a causa
de este su celo apostólico, se vea entregado continuamente a la muerte; sabe
muy bien que sus ovejas tendrán la vida en la medida en que él vaya muriendo.
“Aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de
Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne
mortal. De modo que la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida “(2Co
4,11-12).
Lo más bello del
testimonio de Pablo es que no va muriendo y desfalleciendo como esos
santurrones que van echando en cara a todo el mundo sus privaciones heroicas
–líbrenos Dios de estos “mártires”-. Nuestro apóstol proclama esta realidad
como alguien que está venciendo a la muerte, incluso al progresivo
desfallecimiento y deterioro de su cuerpo. Más aún, no cabe en sí de gozo al
saberse reconstruido interiormente en la medida en que se gasta por sus ovejas.
El testimonio que, de su puño y letra, vamos a transcribir, forma parte sin
duda de la antología de lo que es un pastor de nuestro Señor Jesucristo según
su amor: “Por eso no desfallecemos. Aun cuando nuestro hombre exterior se va
desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día. …a cuantos no
ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las
cosas visibles son pasajeras, mas la invisibles son eternas” (2Co 4,16-18).
Es innegable que
nos faltan adjetivos para describir la envidiable libertad interior y exterior
del apóstol y, con él, la de tantos y tantos pastores que han vivido y viven su
ministerio a la luz del binomio Evangelio-ovejas. Envidiable, sin duda, la
libertad de Pablo. Se le ha etiquetado con la marca de misógino, cuando casi improvisamente da un giro
copernicano en su pastoreo que nos deja sin habla: no le importa proclamar que
sus entrañas son de mujer-madre; que
sufre dolores de parto por la multitud de hombres y mujeres que Jesús le ha
confiado.
La libertad de este
hombre alcanza su culmen cuando llega a
decirnos que su perder la vida, su desgastarse por sus ovejas, no lo considera
una carga que no se puede quitar de encima, sino un regalo, una gracia de Dios.
Es más, se asombra de haber recibido la llamada al pastoreo, siendo como es no
ya el menor de los apóstoles, sino el menos indicado de todos los discípulos
del Señor. Conoce su debilidad, mas no se hace una víctima a causa de ella. Por
el contrario, sin perderla de vista, se eleva sobre ella para poder anunciar el
Evangelio, y esto sabiendo que es el menor de todos los santos, así es como
eran llamados los cristianos: “A mí, el menor de todos los santos, me fue
concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de
Cristo” (Ef 3,8). Una nota aclaratoria: Donde hemos puesto inescrutable, la
traducción original transcribe: “imposible de rastrear”.
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