sábado, 2 de febrero de 2013

A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO


Velar con amor sobre la Palabra hasta que ésta se abra y podamos contemplar en ella al que en ella vive. Es entonces cuando el Encuentro se ata con un lazo indisoluble al Anuncio; el alma se descubre a sí misma como incansable…, necesita hacer partícipe a sus hermanos de lo que “ha visto y oído de Dios”.  

 

 

 

Al referirnos a las entrañas maternales de Pablo, hablamos también -siguiendo el símil de la madre- del sufrimiento que implica dar a luz a hijos en la fe. El apóstol, al igual que todos los pastores que hacen del anuncio del Evangelio la prioritaria razón de ser de su llamada y, más aún, su única y gran pasión, tiene dibujado en las telas de su alma esta calidad de sufrimiento. De hecho sorpresivamente nos dirá que sufre dolores de parto. “¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros…” (Gá 4,19). Padeció indeciblemente los dolores del alumbramiento al conducirlos hasta el bautismo, sufrimientos que persistieron hasta -como precisa textualmente- ver a Cristo Jesús, su Señor, formado en ellos.

Este deseo y anhelo de Pablo de ver formado a Jesucristo en sus ovejas nace  –así nos lo parece- de la riqueza de su propia experiencia de comunión con  su Maestro y Señor. Es tal su identificación con Él, que llega a confesar: “Ya no soy yo quien vivo sino que es Cristo quien vive en mí” (Gá 2,20).

Vemos aquí el  sentido real y profundo de la respuesta que Jesucristo dio al escriba que le preguntó por el primero de los mandamientos. Le dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente”. Y añadió: “y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,26). He ahí el auténtico y verdadero amor de Pablo y de todo pastor según el corazón de Dios por sus ovejas. Éstos no dan alimento sin consistencia o consejos morales  a las ovejas, sin preocuparse de su crecimiento en una sana espiritualidad de la Palabra: les dan la misma vida que rebosa del Evangelio y que, a su vez, ellos han recibido de manos de Jesucristo. Pablo nos  lo testifica: “Porque os hago saber, hermanos, que el Evangelio anunciado por mí, no es de orden humano, pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo” (Gá 1,11-12).

Al puntualizar Jesús al escriba que el mandamiento por excelencia revelado por Yahvé a Israel, se desdoblaba hacia el prójimo en la dimensión de “como a sí mismo”, estaba señalando un sello absolutamente indispensable que habría de marcar a sus pastores: anunciar a sus ovejas “lo que Él ha hecho por ellos” (Lc 8,39). Así, también ellas estarán en condición de ser beneficiarias del hacer salvífico del Señor Jesús.

Para evitar equívocos aclaro que no me estoy refiriendo a manifestaciones o experiencias sensacionalistas, que siempre llevan consigo el peligro de condicionar sicológicamente a las personas, sobre todo a aquellas que son más influenciables. Me estoy refiriendo  al  anuncio del Evangelio, que es siempre palabra eficaz para el hombre (Hb 4,12).

Este pastoreo hace que Jesús -al igual que vimos en Pablo- viva en las entrañas de las ovejas pastoreadas, realizando así en ellas el Magisterio que sólo a Él compete (Mt 23,8) y que lleva consigo el enseñarlas a comer por sí mismas  partiendo  la Palabra, por supuesto, siempre en comunión con sus pastores, con la Iglesia.

Cada vez que un pastor es testigo de que sus ovejas, una tras otra, son capaces de partir la Palabra y alimentarse de ella, puede decir sin jactancia, pero sí con un “magníficat” parecido al de María de Nazaret, que ha amado a sus ovejas como a sí mismo. He ahí el sentido profundo de la respuesta que Jesús dio al escriba. Les ha traspasado la mayor de las maravillas que Dios puede hacer a una persona: partir la Palabra para su propio sustento. Maravilla que está implícita en la oración que el mismo Jesucristo enseñó a sus discípulos: “Danos hoy nuestro pan de cada día” (Lc 11,3).


 

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