Velar
con amor sobre la Palabra
hasta que ésta se abra y podamos contemplar en ella al que en ella vive. Es
entonces cuando el Encuentro se ata con un lazo indisoluble al Anuncio; el alma
se descubre a sí misma como incansable…, necesita hacer partícipe a sus
hermanos de lo que “ha visto y oído de Dios”.
Al referirnos a las
entrañas maternales de Pablo, hablamos también -siguiendo el símil de la madre-
del sufrimiento que implica dar a luz a hijos en la fe. El apóstol, al igual
que todos los pastores que hacen del anuncio del Evangelio la prioritaria razón
de ser de su llamada y, más aún, su única y gran pasión, tiene dibujado en las
telas de su alma esta calidad de sufrimiento. De hecho sorpresivamente nos dirá
que sufre dolores de parto. “¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores
de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros…” (Gá 4,19). Padeció
indeciblemente los dolores del alumbramiento al conducirlos hasta el bautismo,
sufrimientos que persistieron hasta -como precisa textualmente- ver a Cristo
Jesús, su Señor, formado en ellos.
Este deseo y anhelo
de Pablo de ver formado a Jesucristo en sus ovejas nace –así nos lo parece- de la riqueza de su
propia experiencia de comunión con su
Maestro y Señor. Es tal su identificación con Él, que llega a confesar: “Ya no
soy yo quien vivo sino que es Cristo quien vive en mí” (Gá 2,20).
Vemos aquí el sentido real y profundo de la respuesta que
Jesucristo dio al escriba que le preguntó por el primero de los mandamientos. Le
dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas
tus fuerzas y con toda tu mente”. Y añadió: “y a tu prójimo como a ti mismo”
(Lc 10,26). He ahí el auténtico y verdadero amor de Pablo y de todo pastor
según el corazón de Dios por sus ovejas. Éstos no dan alimento sin consistencia
o consejos morales a las ovejas, sin
preocuparse de su crecimiento en una sana espiritualidad de la Palabra : les dan la misma
vida que rebosa del Evangelio y que, a su vez, ellos han recibido de manos de
Jesucristo. Pablo nos lo testifica:
“Porque os hago saber, hermanos, que el Evangelio anunciado por mí, no es de
orden humano, pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por
revelación de Jesucristo” (Gá 1,11-12).
Al puntualizar
Jesús al escriba que el mandamiento por excelencia revelado por Yahvé a Israel,
se desdoblaba hacia el prójimo en la dimensión de “como a sí mismo”, estaba
señalando un sello absolutamente indispensable que habría de marcar a sus
pastores: anunciar a sus ovejas “lo que Él ha hecho por ellos” (Lc 8,39). Así,
también ellas estarán en condición de ser beneficiarias del hacer salvífico del
Señor Jesús.
Para evitar
equívocos aclaro que no me estoy refiriendo a manifestaciones o experiencias
sensacionalistas, que siempre llevan consigo el peligro de condicionar
sicológicamente a las personas, sobre todo a aquellas que son más
influenciables. Me estoy refiriendo
al anuncio del Evangelio, que es
siempre palabra eficaz para el hombre (Hb 4,12).
Este pastoreo hace
que Jesús -al igual que vimos en Pablo- viva en las entrañas de las ovejas
pastoreadas, realizando así en ellas el Magisterio que sólo a Él compete (Mt
23,8) y que lleva consigo el enseñarlas a comer por sí mismas partiendo
la Palabra ,
por supuesto, siempre en comunión con sus pastores, con la Iglesia.
Cada vez que un
pastor es testigo de que sus ovejas, una tras otra, son capaces de partir la Palabra y alimentarse de
ella, puede decir sin jactancia, pero sí con un “magníficat” parecido al de
María de Nazaret, que ha amado a sus ovejas como a sí mismo. He ahí el sentido
profundo de la respuesta que Jesús dio al escriba. Les ha traspasado la mayor
de las maravillas que Dios puede hacer a una persona: partir la Palabra para su propio
sustento. Maravilla que está implícita en la oración que el mismo Jesucristo
enseñó a sus discípulos: “Danos hoy nuestro pan de cada día” (Lc 11,3).
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