No hay mayor belleza que la del
discipulado. Esa serena belleza que suavemente desata de nuestro ser todo lo
superfluo. Y lo más sorprendente: todo lo superfluo, que se ha ido dejando de lado en el seguimiento al
Señor Jesús, fue considerado en su día como valores irrenunciables.
Uno de los rasgos que los profetas nos presentan como
más determinante en lo que respecta a reconocer al Mesías esperado es el de su
relación de discípulo con Yahvé, su Padre. Isaías, iluminado por el Espíritu
Santo, conjuga de forma magistral el oído abierto del Mesías con su capacidad
de hacer llegar, por medio de su predicación, palabras colmadas de fuerza
interior que servirán para levantar a los débiles, a los cansados, a todos
aquellos que ya no esperan nada de nadie, ni siquiera de Dios: “El Señor Yahvé
me ha dado lengua de discípulo, para que haga llegar al cansado una palabra
alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los
discípulos” (Is 50,4).
Mañana tras mañana conecta el Señor Jesús con el Padre,
alarga su oído hacia Él para llenarse de sabiduría y fortaleza; también de la
vida, oculta en su Palabra, para poder hacer su voluntad, que no es otra que
llevar a cabo la misión a la que ha sido enviado. Es tal la convicción del Hijo
a este respecto que proclama solemnemente que Él no puede hablar por su cuenta,
que lo que sale de sus labios le viene de su Padre: “Yo no he hablado por mi
cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que
decir y hablar, yo sé que su Palabra es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo
lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí” (Jn 12,49-50).
Jesús es Maestro y Pastor, en realidad el único Maestro
(Mt 23 8) y el Buen Pastor (Jn 10,14). Lo es porque primeramente ha sido el
Discípulo por excelencia, el que ha sabido escuchar al Padre en actitud de
continua disponibilidad “mañana tras mañana”, en el decir de Isaías, mostrando
así la calidad de su obediencia. Es por ello que tiene autoridad para decir a
los suyos: “Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres” (Mc
1,17).
Fijémonos bien en lo que dice: “os haré llegar a ser”.
Tengamos en cuenta que se sirve de la misma expresión utilizada por los autores
bíblicos que nos narran la creación, la génesis del mundo. Jesús no funda una
escuela del discipulado: Él mismo es la escuela, la génesis donde unos pobres hombres
llegan a ser sus discípulos. Llegan a serlo por la calidad de lo que escuchan:
el Evangelio, y porque Él mismo les abre el oído; y, por supuesto, porque ellos
libremente aceptan el seguimiento.
El hombre que se acerca a Jesucristo como Señor
descubre alborozado la libertad interior que Él, como Maestro y Pastor, gesta
en sus entrañas. Libertad interior que nace del hecho de saber distinguir, al
tiempo que escoger, entre la carga de la ley y las alas que da la Palabra ; mas no termina
ahí el gozo, el asombro, de los suyos ante lo que reciben de su Maestro. Así
como Él llegó a ser Maestro por la calidad y profundidad de su ser discípulo
del Padre, acontece que –y ahí radica el asombro que da paso al estupor-
también ellos, por la calidad de su discipulado, llegan a ser maestros por el
Maestro, pastores por el Pastor según su corazón.
Todo esto, por
muy sublime que sea, no tendría ningún valor si no estuviese apoyado y
atestiguado por el mismo Jesucristo, por su Evangelio. La buena noticia es que
no hemos inventado absolutamente nada, ni siquiera ha sido necesario sondear
hasta la saciedad escritos de diversos expertos en espiritualidad con el fin de
encontrar un apoyo a lo que estamos diciendo. Las palabras que Jesús proclama a
este respecto son meridianamente claras. Hablando con su Padre, y con evidente
intención catequética hacia los suyos, le dice: “…Tuyos eran y tú me los has
dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado
viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y
ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han
creído que tú me has enviado” (Jn 17,6-8).
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