Cuando
la oración se convierte en un hablar y estar con Dios, entonces, sólo entonces,
entramos en el espacio del atrevimiento, de la audacia. Dos pilares que
configuran la vida de todos los santos. Pensándolo bien: ¿qué
queda del amor, cómo podemos llegar a confiar en Dios sin esta audacia santa?
Algo muy determinante
aconteció a partir de la victoria de Jesucristo sobre la muerte; es todo
un salto cualitativo en la relación del hombre con Dios. Las alusiones de Jesús
a “mi Padre”, que tantas veces
encontramos a lo largo del Evangelio, dan paso ahora a una realidad imposible
de abarcar por su adimensionalidad. Le oímos decir: “mi Padre y vuestro Padre,
mi Dios y vuestro Dios”. No hay duda de que ésta ha sido, si es que así podemos
hablar, la obra maestra de nuestro Buen Pastor: su Padre es nuestro Padre y su
Dios es nuestro Dios, con todo lo que ello implica. Es su Palabra la que ha
engendrado este nuevo ser del hombre en Dios. Palabra que ha engendrado en sus
discípulos la fe adulta, puesto que les ha permitido ver y reconocer en su
Señor al Enviado de Dios Padre.
Estos datos catequéticos recogidos por Juan a lo largo
de la última cena nos dan pie para pensar que fueron los que forjaron la
columna vertebral de la espiritualidad de la Palabra , de la que rezuma el Prólogo de su
evangelio. Llevado del santo y sagrado
atrevimiento que tienen aquellos que han penetrado en la intimidad de Dios,
proclama que “todos aquellos que recibieron -acogieron la Palabra- les dio poder de
hacerse hijos de Dios” (Jn 1,12).
Fijémonos bien en lo que dice Juan: “hacerse”, que
equivale al “llegar a ser” que vimos cuando Jesús llamó a Pedro y Andrés a ser pescadores de hombres (Mc 1,17).
Jesús -Señor, Maestro y Pastor-, ofrece a los hombres el Evangelio que les
engendra como hijo de Dios; que les permite, igual que Él, llamar al Padre, mi
Padre; y a Dios, mi Dios. He ahí la misión primordial de los pastores llamados
y enviados por el Señor Jesús. He ahí los pastores que, al tener una relación
con Dios parecida a la del Hijo, pastorean según su corazón.
Estos pastores siguen los pasos de su Señor, sus
huellas, como nos dice Pedro: “Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo
para que sigáis sus huellas” (1P 2,21). Muchas son las penalidades que estos
pastores sobrellevan a lo largo de su ministerio. Pedro considerará un gran
gozo, al tiempo que una inestimable gracia, el hecho de participar de los sufrimientos
del Hijo de Dios: “Alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos
de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su
gloria” (1P 4,13).
Por supuesto que sí, que los pastores según el corazón
de Dios participan de los sufrimientos de Jesucristo. Esta realidad es una
constante en las cartas apostólicas. Mas no nos podemos quedar sólo en eso; los
gozos y las alegrías de los pastores según Jesucristo son indeciblemente
mayores que las penalidades; además éstas son curadas por la capacidad de amar
y perdonar que Jesús da a los suyos, mientras que el júbilo y las
satisfacciones que tienen están en las manos de Dios; hacen parte de ese tesoro
anunciado en el Evangelio por Jesús, y que no está expuesto al peligro de los
ladrones ni a la corrosión de la polilla (Lc 12,32).
Entre los gozos y satisfacciones de incalculable valor
que Dios preserva y protege para los suyos, nombraremos uno que nos llama la
atención por su absoluta originalidad; me estoy refiriendo al júbilo
indescriptible de aquellos pastores que pueden hacer suyas, una tras otra, las
mismas palabras que dijo Jesús con respecto a sus ovejas. También ellos pueden
un día dirigirse a Dios en los mismos términos que su Buen Pastor: “Tuyas eran
–las ovejas- y tú me las has dado… las palabras que tú me diste se las he dado
a ellas y ellas las han aceptado…” (Cfr.
17,6-8).
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