jueves, 31 de mayo de 2018

Jesús dice que Él nos busca




Y puedo confirmar que así es. A mí me buscó, como a todos, pero yo NO Le di la espalda. Claro queeeeeee… no estoy entre sus santos -la evidencia canta- y me pregunto por qué no puedo ser santa… Soy masa grissssss.

- ¡No pienses eso!, Yo he buscado personas y las he hecho Santas por sus sacrificios, tormentos, fe, amor y… Tú no lo habrías soportado… Para ti, tengo otra historia.

- Pero Tú les diste la fuerza…

- Ellos fueron libres de aceptar o no a pesar de la fuerza que les di. Tú habrías claudicado… No, no tendrás estigmas ni se te aparecerá nadie, ni estarás en una urna a la vista… Pero te busqué y te miré.

- ¡Ya! de reojo…

- Pues de reojo… Si lo entiendes verás que “tu trabajo” es llevadero, sencillo y te ríes muchas veces…

- Vaaaaaale, me conformo con “el reojo”, pero qué suertaza tienen algunos…

- ¡Qué no lo habrías aguantado!, ¿es que no escuchas? De acuerdo, van directos al cielo, pero observa lo que hago contigo.

- La verdad es que no sé para que hablo porque no me parezco en nada ni a Soubirous, ni a Labouré, ni a Alacoque…  ¡Menudo desastre!  

- Si, lo eres pero ¡obsérvate! (está sorda).

 - (Yo a lo mío)… O sea, que ya me puedo dar con un canto en los dientes…

- ¡Y dale!…  (¡Los Santos no son tan peñazo!)

- ¡Qué Te oigo!

Emma Díez Lobo  


miércoles, 30 de mayo de 2018

Ho­gar para to­das las in­tem­pe­ries






Ocu­rrió en una pla­za co­rrien­te, por don­de la vida pasa con to­dos sus mo­men­tos en los que que­da re­tra­ta­da la gen­te. Aquel día Je­sús se que­dó mi­ran­do a un gru­po de ni­ños que ju­ga­ban en la pla­za. Los vio en­fa­dar­se, por­fiar, cómo to­ca­ban la flau­ta y en­to­na­ban can­ta­res, o cómo se po­nían se­rios cuan­do com­par­tían sus pe­sa­res. Co­sas de ni­ños, las pro­pias de una edad. Pero Je­sús mi­rán­do­los, tomó nota y les se puso como ejem­plo a sus im­pá­vi­dos dis­cí­pu­los que casi to­dos ellos ya eran unos hom­bre­to­nes bar­ba­dos. Una pla­za pue­de ser lu­gar don­de ad­mi­rar y que­dar­se pren­da­do en lo que allí se apren­de, in­clu­so de los más pe­que­ños. Una pla­za y unas eda­des que se con­vier­ten en pre­tex­to para que Dios allí nos diga algo que vale la pena ver, es­cu­char y apren­der.

La vida es una pla­za in­men­sa, con to­dos sus do­mi­ci­lios y to­das sus eda­des, con tan­tas cir­cuns­tan­cias en las que se pue­de si­tuar la exis­ten­cia de las per­so­nas. El Papa Fran­cis­co ha lla­ma­do a esta pla­za gran­de que es la Tie­rra, la “casa co­mún” que he­mos de sa­ber cui­dar en­tre to­dos. Y es que la casa es la vo­ca­ción úl­ti­ma, por ha­ber sido la vo­ca­ción pri­me­ra, a la que to­dos es­ta­mos con­vo­ca­dos des­de to­das nues­tras in­tem­pe­ries.

El ho­gar es ese te­rru­ño más de den­tro, más de fa­mi­lia, más del es­pa­cio que nos vio na­cer y cre­cer. Siem­pre hay una di­men­sión en la vida de las per­so­nas, que per­mi­te que nos sin­ta­mos y sea­mos ver­da­de­ra­men­te en casa: como un lu­gar en don­de no so­mos ni ex­tran­je­ros ni ex­tra­ños, en don­de nos sa­be­mos se­gu­ros, en don­de la gen­te que nos quie­re nos ro­dea, en don­de sa­ben nues­tro nom­bre, don­de han sa­bi­do des­cu­brir nues­tros ta­len­tos, y no se han es­can­da­li­za­do de nues­tros lí­mi­tes y de­bi­li­da­des. Por eso, vol­ver a ese re­cin­to, a ese ho­gar, es de­cir con todo su sen­ti­do: qué ale­gría da vol­ver a casa.
La Igle­sia como un ho­gar que aco­ge. No es un zulo para es­con­der nues­tras ver­güen­zas y mal­da­des; no es una man­sión que usur­pa­mos para que­dar­nos en ella como “oku­pas”; no es un lu­gar don­de eva­dir­nos de lo que so­mos, de aque­llos con los que es­ta­mos y de ha­cer lo que ha­ce­mos, como si fue­ra una casa de na­die y don­de no cabe nin­guno. No, es un ho­gar en­tra­ña­ble don­de la aco­gi­da se da por par­te del mis­mo Dios y por par­te de los her­ma­nos que en esa casa nos des­cu­bri­mos como au­tén­ti­cos hi­jos.
La Igle­sia quie­re ser un ho­gar de la aco­gi­da en el sen­ti­do más be­llo y bon­da­do­so de la ex­pre­sión. Y esta es la ra­zón por la que co­la­bo­ra­mos unos y otros no so­la­men­te en la ca­te­que­sis con la que for­ma­mos la fe de nues­tros ni­ños, jó­ve­nes y adul­tos, ni tam­po­co úni­ca­men­te en la ex­pre­sión de esa fe a tra­vés de los sa­cra­men­tos y la li­tur­gia, sino tam­bién con la ca­ri­dad que se hace ges­to de so­li­da­ri­dad amo­ro­sa que sale al en­cuen­tro de los más ne­ce­si­ta­dos. Es­tos son siem­pre los tres pi­la­res so­bre los que se edi­fi­ca la co­mu­ni­dad cris­tia­na: la li­tur­gia y la ora­ción, la ca­te­que­sis y la for­ma­ción, y la ca­ri­dad y el com­pro­mi­so con la jus­ti­cia.
La Igle­sia es algo más que una co­lec­ta, o una “X” que po­ne­mos en la de­cla­ra­ción de la ren­ta, aun­que esto sea un cau­ce de ex­pre­sión de nues­tra co­mu­nión her­ma­na­da o del re­co­no­ci­mien­to que nos ha­cen per­so­nas que nos ayu­dan a ayu­dar. La Igle­sia es sa­ber­nos miem­bros de una co­mu­ni­dad cris­tia­na que ce­le­bra su fe, la for­ma y tes­ti­mo­nia, y que pone nom­bre a las ne­ce­si­da­des co­mu­nes que no duda en com­par­tir. Ade­más de las obras ca­te­qué­ti­cas y asis­ten­cia­les, tam­bién las igle­sias como ta­les, las er­mi­tas, los cen­tros pa­rro­quia­les, son pa­tri­mo­nio de este pue­blo de Dios que en­tre to­dos los que for­ma­mos par­te de él de­be­mos sa­ber cus­to­diar­lo con gra­ti­tud y desea­mos man­te­ner­lo en pie. Qué bueno es que los her­ma­nos vi­van uni­dos en el ho­gar de Dios. Por tan­tos, por mu­chos, por to­dos.
+ Fr. Je­sús Sanz Mon­tes, ofm
Ar­zo­bis­po de Ovie­do


martes, 29 de mayo de 2018

Tenemos miedo al “trasvase”




No sé si tanto por el “dolor”, como por dejar la vida; claro que muy pachuchos “al final”, como que tampoco es genial… En fin, que miedo y pena no nos lo quita nadie.

-¡Pues igual que Yo lo tuve! No vas a ser especial. Yo era joven y sano, tenía madre, grandes amigos y amaba a mi tierra (por mucho romano que hubiera)
.
- Tú eras Dios…

- ¿Y?... Era tan humano como tú, los mismos miedos y penas, pero con mucho más dolor: Vuestro pecado, teníais unas ideas que “paqué”. 

Recuerda que caminé de pueblo en pueblo para salvaros (cansado era poco, casi ni dormía); y mientras más me acercaba a vosotros más tormento padecía. Lloré sin consuelo en aquel monte por mi ciudad… condenada.

- Mira, no sigas porque fue horroroso ¡Qué pena verte llorar! Yo me refiero al “trasvase”, esos momentos tan duros…

- No, lo duro no fue cerrar los ojos, sino VER a mi pueblo reo del fanatismo y la ignorancia (aún siguen); me hubiera gustado quedarme más… Pero fue Su voluntad y no la Mía.   

El día que tu cuerpo se apague, tú seguirás vivo como Yo lo estoy y, alguien que Yo envíe te traerá a Mí… Por eso ni te preocupes. Lo que ha de preocuparte es mientras tienes los ojos abiertos… 

- … O sea que puede ser hasta genial…  
 
- Muy genial…  Mi perdón te lo otorgan en mi Nombre en la tierra. Yo no te juzgaré sino tu misma y entonces verás...

- ¡Madre mía! No conseguiré ni el “certificado temporal de residencia”…

- Ése seguro. Pero para entrar sin “pasaporte”, aún tienes los ojos abiertos…

- Oinnnnnnssss… ¡Qué responsabilidad!, pero aún tengo los ojos abiertos.

Emma Díez Lobo

lunes, 28 de mayo de 2018

Ave María


¡Ave María, Mujer humilde, bendecida por el Altísimo!

Virgen de la esperanza, profecía de tiempos nuevos, nosotros nos unimos a tu cántico de alabanza para celebrar las misericordias del Señor, para anunciar la venida del Reino y la plena liberación del hombre.

¡Ave María, humilde sierva del Señor, gloriosa Madre de Cristo!

Virgen fiel, morada santa del Verbo, enséñanos a perseverar en la escucha de la Palabra, a ser dóciles a la voz del Espíritu Santo, atentos a sus llamados en la intimidad de la conciencia y a sus manifestaciones en los acontecimientos de la historia.

¡Ave María, Mujer de dolor, Madre de los vivos!

Virgen Esposa ante la Cruz, Eva nueva, sed nuestra guía por los caminos del mundo, enséñanos a vivir y a difundir el amor de Cristo, a detenernos contigo ante las innumerables cruces en las que tu Hijo aún está crucificado.

¡Ave María, Mujer de fe, primera entre los discípulos!

Virgen Madre de la Iglesia, ayúdanos a dar siempre razón de la esperanza que habita en nosotros, confiando en la bondad del hombre y en el Amor del Padre. Enséñanos a construir el mundo desde adentro: en la profundidad del silencio y de la oración, en la alegría del amor fraterno, en la fecundidad insustituible de la Cruz.

(San Juan Pablo, II)



domingo, 27 de mayo de 2018

«Sólo quie­ro que le mi­réis a Él»



 El do­min­go de la San­tí­si­ma Tri­ni­dad la Igle­sia ce­le­bra la jor­na­da de ora­ción co­no­ci­da por la ex­pre­sión la­ti­na «pro oran­ti­bus», es de­cir, por las per­so­nas que de­di­can su vida en­te­ra­men­te a la ora­ción por la Igle­sia y por la hu­ma­ni­dad en los con­ven­tos de clau­su­ra. Son hom­bres y mu­je­res que vi­ven la re­gla de gran­des san­tos y san­tas que fun­da­ron co­mu­ni­da­des don­de el si­len­cio, la ora­ción y el tra­ba­jo son los me­dios para al­can­zar la unión con Dios a la que as­pi­ran. Nos son fa­mi­lia­res al­gu­nos nom­bres de es­tos fun­da­do­res, cu­yos mo­nas­te­rios se han con­ver­ti­do en oa­sis de luz y de paz y en cen­tros crea­do­res de cul­tu­ra y de fra­ter­ni­dad, ya que aco­gen den­tro de sus mu­ros a quie­nes bus­can tiem­pos de si­len­cio y de ora­ción. San Je­ró­ni­mo, san Be­ni­to, san Ber­nar­do, san­ta Cla­ra, san­to Do­min­go de Guz­mán, san­ta Te­re­sa de Je­sús y san Juan de la Cruz, por ci­tar sólo al­gu­nos. En Se­go­via te­ne­mos la suer­te de con­tar con el mo­nas­te­rio de mon­jes je­ró­ni­mos de El Pa­rral, el úni­co que exis­te de esta or­den en todo el mun­do, y 14 mo­nas­te­rios fe­me­ni­nos. Es un enor­me te­so­ro para la dió­ce­sis y para la toda la Igle­sia.

A ve­ces te­ne­mos una idea muy equi­vo­ca­da de la vida de es­tas per­so­nas. Se les con­si­de­ran per­so­nas ra­ras, que hu­yen de la vida or­di­na­ria en el mun­do para re­fu­giar­se en la so­le­dad por­que son in­ca­pa­ces de en­fren­tar­se a los pro­ble­mas de la so­cie­dad. Otros pien­san que, al de­di­car­se a Dios, se ol­vi­dan del mun­do y no con­tri­bu­yen a su pro­gre­so, como ha­cen los con­sa­gra­dos de vida ac­ti­va. Para la ma­yo­ría, su vida es des­co­no­ci­da y se que­dan sólo en anéc­do­tas que co­no­cen por los me­dios de co­mu­ni­ca­ción o por vi­si­tas es­po­rá­di­cas al mo­nas­te­rio. Cuan­do se les co­no­ce de cer­ca y se les tra­ta en pro­fun­di­dad, es fre­cuen­te es­cu­char ex­pre­sio­nes como es­tas: «Anda, si son per­so­nas nor­ma­les», «sa­ben lo que pasa en la so­cie­dad», «se in­tere­san por los pro­ble­mas de la gen­te».

San Be­ni­to, por ejem­plo, re­vo­lu­cio­nó Eu­ro­pa con su re­gla mo­nás­ti­ca, que hizo de los mo­nas­te­rios au­tén­ti­cas co­mu­ni­da­des cris­tia­nas re­bo­san­tes de hu­ma­ni­dad y de fe con­ver­ti­da en la cul­tu­ra que ha dado iden­ti­dad a Eu­ro­pa. No en­ten­de­mos nada de nues­tra cul­tu­ra sin la apor­ta­ción de es­tas co­rrien­tes de vida es­pi­ri­tual que, en los orí­ge­nes del cris­tia­nis­mo, na­cie­ron para dar tes­ti­mo­nio de la pri­ma­cía de Dios en el mun­do. El lema de esta jor­na­da está to­ma­do de los es­cri­tos de san­ta Te­re­sa de Je­sús, cuyo año ju­bi­lar ce­le­bra­mos, y dice así: «Sólo quie­ro que le mi­réis a él». La fi­na­li­dad de la vida con­tem­pla­ti­va es mi­rar y con­tem­plar el ros­tro de Cris­to que nos re­ve­la a su Pa­dre. Nos re­cuer­da que Cris­to es la meta de la his­to­ria y que ca­mi­na­mos ha­cia él. El Papa Fran­cis­co ha de­di­ca­do un do­cu­men­to cla­ve so­bre este ca­mino de fe, que ha ti­tu­la­do «Bus­car el ros­tro de Dios». ¿Hay algo más ur­gen­te en nues­tro tiem­po que esto? ¿Pue­de el hom­bre sub­sis­tir sin mi­rar ha­cia su ori­gen y meta? La fi­lo­so­fía de la muer­te de Dios no ha pues­to al hom­bre en su lu­gar, sino que lo ha con­ver­ti­do en un huér­fano que ha per­di­do el ras­tro de sus orí­ge­nes. Los con­tem­pla­ti­vos en la Igle­sia nos re­cuer­dan lo que de­cía san Pa­blo a los ate­nien­ses: «en Dios vi­vi­mos, nos mo­ve­mos y exis­ti­mos».
Debo aña­dir que con­tem­plar a Dios no sig­ni­fi­ca ol­vi­dar­se de los hom­bres. Quien de­di­ca su vida a Dios, sabe que la en­tre­ga si­mul­tá­nea­men­te a los hom­bres en una in­ten­sa y ar­dien­te ple­ga­ria por sus ne­ce­si­da­des. Y no sólo por­que Dios sea el Crea­dor del hom­bre, sino por­que ha to­ma­do, en Cris­to, nues­tra car­ne ha­cien­do su­yas nues­tras po­bre­zas y ne­ce­si­da­des. Sólo por esto, me­re­ce re­cor­dar al me­nos una vez al año a quie­nes ha­cen de su vida una per­ma­nen­te in­ter­ce­sión por no­so­tros. Sólo Dios sabe lo mu­cho que re­ci­bi­mos de su vida es­con­di­da en Cris­to.
+ Cé­sar Fran­co
Obis­po de Se­go­via


sábado, 26 de mayo de 2018

Solemnidad de la Santísima Trinidad





nos parecemos a dios porque somos hechuras de dios

La fiesta de hoy invita a aproximarnos con humildad y acción de gracias al misterio de Dios uno y trino. Los cristianos somos monoteístas, creemos en un solo Dios, como nos recuerda la primera lectura. Si hablamos de tres personas es porque Jesús, el enviado de Dios, nos lo ha enseñado,  regalándonos  una lupa que nos ayuda a ver más de cerca esta unidad divina. La segunda lectura y el evangelio son ejemplos de esta enseñanza.

 Dios, nuestro creador, ha querido posibilitar a todos los hombres que conozcan su existencia a partir de la creación y de hecho han sido millones y millones los que han reconocido que existe un solo Dios, creador de todo cuanto existe. Pero no se ha conformado con esto, sino que por medio de Jesús nos ha ofrecido unas luces que nos ayudan a conocerlo mejor en sí mismo, aunque siempre de forma imperfecta y aproximada, pues nuestra inteligencia limitada es incapaz de conocer al Transcendente.

Jesús no ha utilizado la palabra “trinidad”, que es utilizada por los teólogos para resumir su enseñanza, sino que de distintas formas nos ha dicho que Dios es uno y trino, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. No es un conocimiento enrevesado sin utilidad sino una realidad que nos ayuda a conocernos mejor, pues hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios.

Con la lupa de su palabra Jesús nos ha enseñado que Dios es amor absoluto. Y si amor es darse, Dios tiene que darse totalmente. Por eso decimos que Dios es Padre que totalmente ama y se entrega a un Amado, al que reconocemos como Hijo eterno de Dios. Entre este Hijo y el Padre existe necesariamente un amor total mutuo, que llamamos Espíritu Santo. Por eso Dios no es el eterno solitario, el todopoderoso egoísta sino una unidad en la plenitud del amor. Ese amor nos ha creado y por eso toda persona, creada a imagen y semejanza de Dios, tiene dos tendencias, el afirmar su personalidad y la necesidad de entregarse a los demás, es decir, ser persona independiente y social a la vez, ser un yo que se realiza y perfecciona dándose a los demás.

Pero el amor de Dios no se ha limitado a crearnos a su imagen y semejanza, sino que ha querido invitarnos a compartir su plenitud de vida divina. Por eso el Padre envió su Hijo al mundo y Jesús, muriendo y resucitando, nos ha posibilitado esta meta. Para eso nos envió su Espíritu, que en el bautismo nos introduce en la vida trinitaria. Nos lo recuerda el Evangelio. Jesús, por su muerte y resurrección, ha recibido del Padre todo poder para realizar esta tarea y envía a sus apóstoles para que la den a conocer. Se hará realidad  bautizando a los que acepten la invitación por la fe en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Bautizar significa zambullir, sumergirse. En el sacramento del bautismo hemos quedado  sumergidos  en la vida trinitaria. El Espíritu Santo nos une a Cristo y en él somos hijos en el Hijo y estamos unidos al Padre. Es lo que nos explica san Pablo en la segunda lectura, cuando afirma que el Espíritu da testimonio de que somos hijos de Dios porque nos capacita para llamar a Dios papá (abbá), y el Espíritu no puede hacernos mentir.

A continuación Jesús dice que el incorporado a la vida trinitaria, debe vivir dentro de la comunidad eclesial, familia visible de los hijos de Dios, como él nos ha enseñado, es decir, de acuerdo con el Evangelio. Y para que esto sea posible, él nos acompañará siempre en la Iglesia.

Los cristianos comenzamos todas las actividades, especialmente religiosas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, mientras trazamos sobre nuestro cuerpo la señal de la cruz. Se trata de una confesión de fe de profundo sentido. Decir en el nombre es decir con la autorización, con el poder, en representación, con las mismas disposiciones. Con este breve rito queremos decir que actuamos con el poder del Padre y para su gloria, identificados con el Hijo, el que murió y resucitó, es decir, que actuamos en actitud de servicio, y finalmente con el amor del Espíritu Santo. Y mientras lo pronunciamos hacemos sobre nuestro cuerpo el signo de la cruz, la gran manifestación del amor del Padre que nos entregó a su Hijo, del amor del Hijo que se entregó por nosotros y del amor del Espíritu que nos capacita para actuar en esta atmósfera de amor.

La Eucaristía es una faceta privilegiada de la promesa de Jesús de acompañarnos siempre. Su celebración es celebrar el misterio de Dios uno y trino. El Espíritu Santo nos une a Cristo y por Cristo adoramos al Padre, ofreciendo nuestra vida. Todo esto se significa en la gran doxología: Por Cristo, con él y en él, a ti Dios Padre omnipotente en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.

Dr. Antonio Rodríguez Carmona



viernes, 25 de mayo de 2018

¿Y Ahora clamas a María?


     


                                                                
¡Qué bien! Cuando te “sale del pié”, clamas a María… Y ¿cuándo no La necesitas?

Noooooo “paqué” si no tienes nada que pedir… ¡Menudo rostro amigo/a! Así no funciona María, ni te harán caso los Santines ni las almas del purgatorio que esperan tu oración.  

¿Es que con llevar tropecientas medallas al cuello, o mil y una estampitas con sus consabidos besos, ya te vale? No “juegues” con María, está muy harta de ser  “adorno-florero” en tu pecho; además no sabe ni “pa qué” la llevas.

Sé elocuente, serio y reza el Rosario todos los días. Es lo que pidió la Virgen, (Rosario en mano) a Santo Domingo de Guzmán en 1208 para luchar contra todo mal; en el año 1460 se lo volvió a pedir al Beato Alano de La Rupe (muchísimos se convirtieron), y en sus apariciones de Lourdes, Fátima y  Medjugorje, no ha dejado de pedirlo.    

50 Ave Marías prodigiosos y todo cuánto desees, por tu bien o por los demás, será concedido. Y después (no antes) “te vas al Rocío a ver a la virgencita, echas unas lagrimillas y a pasarlo bomba a lomos de un  caballo andaluz, o bien te vas a la procesión de La Macarena en Semana Santa…”. 
  
¿Quieres estar con María? Pues reza su Salterio. Ella se hizo Rosario para que Lo llevaras como arma infalible ante el mal. Estará a tu lado el día que te “vayas”.

Conocer las Gracias del Rosario (búscalas) es crucial, te sentirás envuelto en seguridad, bien y consuelo -pase lo que pase en tu vida-. Es otra manera de vivir.

Aunque te duermas rezándolo, como yo…    

Emma Díez Lobo


jueves, 24 de mayo de 2018

La palabra de Dios en la vida del enfermo (IX)




LA ENFERMEDAD, COMO ACONTECIMIENTO DE CRUZ

Como hemos descrito hasta este momento, apoyados en personajes y espacios bíblicos, la enfermedad para el cristiano no es una maldición sino una ocasión de conversión, una llamada de Dios a la escucha de su voz, una ayuda para nuestra purificación y una preparación para recibir dones mayores.

Pero, siendo esto así, ciertamente la enfermedad es también acontecimiento de cruz, que aunque gloriosa después, primeramente supone terrible instrumento de tormento.

Sin embargo, reconocer la cruz en la enfermedad nos ha de conducir a poner los ojos fijos en Cristo crucificado a semejanza de aquella serpiente de bronce levantada en medio del desierto. “Cuando una serpiente mordía a alguien, éste miraba a la serpiente de bronce y salvaba la vida” (Núm. 21, 4-9). Así pues, frente a la enfermedad, Dios levanta a nuestro lado en la cruz, a su hijo Jesucristo para que giremos nuestro rostro y nuestros ojos queden fijos en los suyos para así no morir, no desesperar, salvar la vida.

Y no sólo eso. Además de Jesucristo, al lado de la cruz, siempre tendremos la compañía de María, madre de Jesús y madre nuestra. “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena.” (Jn. 19, 25). Cuando llegue nuestra hora, ya sea de la muerte o de la enfermedad, podemos mirar no solo a Cristo en la cruz sino también a María a sus pies; y a semejanza de nuestra Madre, en la hora de la oscuridad, no ceder a la tentación del odio, la desesperación o la duda.



De la misma manera que la columna de nube durante el día y la de fuego durante la noche, acompañaba al pueblo de Israel por el desierto mostrándoles el camino; asimismo la Virgen nos precede en el momento del combate y de la prueba y nos muestra el camino, la verdad y la vida que es Cristo.

Por otra parte, aceptar la enfermedad, cargar con el sufrimiento sobre nosotros, nos convierte en auténticos cristianos, nos otorga dignidad, como expresa el mismo Jesucristo: “El que no tome su cruz y me siga, no es digno de mí” Para ello, previamente, es precisa una condición que nos presenta también el Señor: la negación de uno mismo. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt. 16-24).



Bajo este último prisma, la enfermedad constituye una oportunidad para cumplir las condiciones necesarias para ser discípulo del Maestro. Negarse uno mismo es lo que mostró el Señor en la cruz, como expresa maravillosamente San Pablo en el Himno a la Kenosis (Flp. 2, 1-11) “…el cual siendo Dios no retuvo ávidamente su dignidad sino que se hizo hombre….y…se humilló a sí mismo tomando condición de esclavo, obedeciendo hasta la muerte…”. Negarse es lo que hizo Cristo que ante la cruz no abrió la boca, como cordero llevado al matadero (Is. 53,7).

La cruz de la enfermedad, en fin, es anticipo de victoria. Como rezamos en la famosa plegaria “stabat mater”, que Dios nos conceda que su Madre nos guíe a la palma de la victoria. Y cuando nuestro cuerpo muera, que a nuestra alma se le conceda el Paraíso y la gloria.

Raúl Gavín | Iglesia en Aragón /

miércoles, 23 de mayo de 2018

Mis hijos no son míos


                                                                            

Mío no hay nada, todo es de Dios para el mundo y para Él.  El regreso al Hogar después de pasar por la tierra, sólo depende de que ellos quieran volver, les dio ticket y mapa de vuelta. El “cuadro” está en que la mayoría pierde el ticket porque le da la gana… No hay interés en recuperarlo.  

Al tema: ¿Qué es un hombre biológicamente hablando respecto al hijo? Pues un furgón que trae el Preciado paquete a una u otra dirección. Y ¿ella?, ella es la dirección donde el furgón habrá de dejar el Preciado paquete de Dios.

¿Lo echarás a la basura?, ¿eliminarás lo que no es tuyo? ¡Quiénes somos sino la “dirección” propuesta por Dios!!! A nadie de éste mundo corresponde la elección de dejarle crecer y vivir. ¿Qué dirás al Creador de ese nonato asesinado cuando te enfrentes a Él? Ya sé: Que te violaron, que te complicaba la vida, que no podías… No tienes excusa digas lo que digas porque NO ES TUYO.  
Ni míos, ni tuyos ni de ningún humano. El hombre no crea almas sino su “envoltorio” que se destruirá. Dios le dará otra carne, no hay problema. 

El problema está en tu ignorancia, egoísmo, tu libre albedrío. No eres justa aunque te lo permita la Ley. La Ley no es Justicia, no van de la mano aunque a veces coincida. Podemos ser justos sin Ley e injustos aplicando la Ley. 
  
Enseñemos el Alma de Dios puesta en nuestros hijos y ellos vivirán.

Enseñemos a ser justos y las leyes y los juicios sobrarán…   

 Emma Diez Lobo

martes, 22 de mayo de 2018

La palabra de Dios en la vida del enfermo (VIII)





LA ENFERMEDAD, COMO ACONTECIMIENTO DE DESIERTO

El desierto es una de las palabras más ricas y profundas de las que se recogen en la escritura. Es lugar para la prueba pero también para la manifestación poderosa de Dios. “Recordarás todo el camino que Yahvé, tu Dios, te ha hecho andar estos cuarenta años por el desierto a fin de humillarte, probarte y saber lo que encierra tu corazón…” (Dt 8,2).

“Lo que encierra tu corazón”…El desierto de la enfermedad es ocasión propicia para conocer nuestro interior, el edificio sobre el que hemos construido nuestra vida. La ausencia de distracción externa, nos conduce inevitablemente a ojear nuestro interior y descubrir la verdad de lo que somos, de lo que creemos, de lo que confiamos y de lo que esperamos.

Ante la enfermedad, no caben disfraces ni máscaras; y brota naturalmente lo más miserable y lo más sublime de nosotros. En el desierto, Israel adoró al becerro de oro y quiso apedrear a Moisés y, en este mismo lugar, escuchó la voz de Dios y recibió las tablas de la Ley.


Como ocurrió con Israel, en ocasiones es necesaria la experiencia del desierto, del sufrimiento, de la enfermedad, para así disponernos a escuchar la voz del único Dios y así abandonar a los “otros dioses” en los que poníamos nuestra seguridad, a los que pedíamos la vida y no podían dárnosla. Sin saberlo, lo cierto es que antes de la enfermedad, separados de Dios, también transitábamos por el desierto porque vivíamos desterrados, separados de Dios. De hecho, para el pueblo de Israel, el destierro de Babilonia fue mucho más duro que el de sol y arena.

Cabe subrayar en este punto que ser llevado al desierto, no deja de ser un detalle de amor de Dios, de muestra de elección, porque allí, donde parece que nada pueda ocurrir, Él quiere darse a conocer, desea hablar a nuestro corazón: “Por tanto, he aquí que yo la seduciré y la conduciré al desierto, y le hablaré al corazón…”(Os 2,16). Asimismo, debemos reconocer en la enfermedad una elección de Dios por nosotros, un regalo de amor, una llamada para seducirnos y hablarnos al corazón.




Así pues, el desierto tiene un doble significado que se complementa: Por una parte, es lugar de elección y por otra, ocasión de purificación: ambos aspectos constituyen la preparación necesaria para un nuevo nacimiento. Israel, de hecho, había nacido en el desierto; y entre la arena y el sol abrasador, adquirió un identidad más fuerte que la de ningún otro pueblo sobre la tierra.

Contemplemos la enfermedad como ocasión de refugio; porque nuestra salvación se inicia en el desierto. Así sucedió hace dos milenios cuando gente de toda la región de Judea y todos los de Jerusalén, marchaban al desierto confesando sus pecados, para ser bautizados por Juan (Mc. 1,5)

Raúl Gavín | Iglesia en Aragón /


lunes, 21 de mayo de 2018

Directos al precipicio




No sé, pero no oigo más que hablar de salvación, cuando la realidad del mundo en que vivimos dice todo lo contrario. No podemos ser optimistas, digamos la verdad.

Las palabras maravillosas y escritos espirituales, están por doquier, pero… No les interesa en absoluto.
  
Aborto, eutanasia, asesinatos sin sentido, desolación, corrupción, sectas, riqueza o dinero, espaldarazo a Dios de los católicos… ¿Se puede hablar de salvación cuando no se habla de infierno tejido a pulso?

¿Es que nadie va a avisar a la humanidad de que está abogada a una condena eterna? Sí Jesús hoy, caminara visible entre nosotros, no nos obsequiaría con su Misericordia, pues para otorgarla habría que reconocerse apartado de Él y vividor en la más absoluta infamia.

Los tiempos cambian (me dicen)… Estoy harta de oírlo. Nada ha cambiado, excepto la impunidad personal del mal, la distorsión de la verdad… Las mentes atraídas por Satanás crecen y crecen sin parar; ni el Papa Francisco “es consciente” de a dónde se dirige su pueblo.

Si los Evangelios, ni se escuchan ni se leen, ni se cumplen, ¿habrá alguna otra manera de mostrar a las gentes el abismo hacia el que van? La tranquilidad me pasma, la palabra dulce de perdón y salvación, me pregunto para quien…

Hablar de Dios, de sus Palabras... No es tema de moda, ni de cafetería, ni entre amigos… ¡Por favor!!!  Una vida de confort y críticas, de sexo y vanidad… Es lo que importa, que nadie les complique “aún más”, la vida…   
   
Alcemos la voz, tenemos que enseñar sin miedo y sin escrúpulos, el lugar de dónde el alma y la carne no saldrán por siempre jamás. Sólo desde la tierra será posible la salvación, sólo desde la conciencia de la Palabra de Dios (sin distorsión ni a medida del consumidor).   
     
Conociendo la CONDENA, salvaremos la VIDA y será el tiempo de hablar de Amor, Resurrección, Misericordia y Cielo… Ayuda no nos faltará.

Emma Díez Lobo