sábado, 31 de marzo de 2018

La resurrección, misterio central de la fe cristiana.




Hoy celebra la Iglesia la resurrección de Jesús y la nuestra con él por medio del bautismo. Son dos facetas inseparables del misterio de la resurrección, centro de la fe cristiana. Sin ella, vana es nuestra fe, como dice san Pablo. Por ello hay que insistir en ella y debe ser objeto de nuestra proclamación durante los cincuenta días del tiempo de Pascua. La primera lectura y el evangelio recuerdan la fe y el testimonio de los primeros testigos apostólicos, la segunda lectura las exigencias de la vida bautismal.

Jesús crucificado resucitó y sigue viviendo, no con la anterior vida humana débil, sino con una vida humana glorificada. Jesús, Hijo de Dios, se ha hecho hombre, compartiendo nuestra condición débil, sufriente y mortal, sometida a las limitaciones del tiempo y del espacio, exactamente igual que nosotros menos en el pecado. Hoy celebramos que ha conseguido transformarla, divinizándola y haciéndola plenamente partícipe de la condición divina que tenía antes de la encarnación. Si en su vida terrena su naturaleza humana estaba sometida a limitaciones, ahora goza plenamente de la perfección divina. Todo ello por obra del poder creador de Dios.

De por sí, el hecho de que una persona humana haya conseguido esta transformación, sería motivo de alegría, como cuando nos alegramos por las gestas heroicas  de personas que han trabajado por los demás. Pero esto no explica la celebración cristiano. Celebramos y creemos que esta muerte y resurrección implica a toda la humanidad y consiguientemente a nosotros, que Jesús ha resucitado como primogénito de entre los muertos,  como el primero que resucita y es causa de la resurrección del resto de la humanidad. En él la naturaleza humana queda divinizada para siempre; unidos a él, también nosotros tenemos acceso a esta divinización y plenitud. La humanidad tiene futuro. La vida tiene sentido.

El motivo de esta unión entre la resurrección de Jesús y la nuestra es que el Hijo de Dios, al encarnarse, se hizo solidario y representante de la humanidad. A partir de ese momento, todo lo que hizo valía para él y para todos los que representaba. Su vida consistió en consagrarse a hacer la voluntad del Padre por amor, un amor extremo que lo llevó a la muerte. Y como Dios es amor, lo resucitó a él y concedió la misma meta a todos sus representados, con la condición de que ratifiquen en su vida el camino de su Hijo.

Aunque en la liturgia de este domingo no se invite explícitamente a renovar las promesas bautismales, como se hace en la Vigilia Pascual, es conveniente aludir a ello, pues la segunda lectura es una invitación a vivir como bautizados.

En la celebración de la Eucaristía, damos gracias al Padre por la obra de Cristo y nos unimos a la vida de Cristo, una existencia consagrada al amor, como forma concreta de ratificar el camino nuevo que nos ha abierto y que conduce a nuestra participación en la resurrección.


Dr. don Antonio Rodríguez Carmona




Sábado Santo





Hoy es Sábado Santo. Un día «santo» porque en él se trasluce el misterio último del amor de Dios. No se trata de un amor cualquiera: es el amor definitivo del Dios que espera con nosotros la feliz sobreabundancia eterna.

La caminata temprana de las mujeres al sepulcro no fue inmediata; tampoco la carrera de los discípulos hacia la tumba vacía. La muerte es una palabra lo suficientemente rotunda como para dejarnos en silencio largo tiempo, aunque sea una palabra penúltima. Se trata de un silencio que hemos de aprender a hospedar. Asimismo, la pérdida es un golpe lo bastante desgarrador como para imponernos un duelo prolongado, aunque sea un golpe penúltimo. Se trata de un duelo que hemos de aprender a transitar. Sin el silencio y el duelo no es posible recobrar la presencia del ausente. Hoy la liturgia calla para poder cantar mañana.

Cuando el amor encara con hondura la muerte y el fracaso, no se pierde, se siembra. Al fin y al cabo, el amor tiene vocación de eternidad y de fecundidad: de ahí que nos quepa confiar en que el Amado volverá a pronunciar sobre la tumba su palabra perenne y feraz. Ahora bien, ninguna semilla da fruto de repente: tampoco la del amor, que ha de aquilatarse en el fuego de la paciencia y el cuidado. Hay que llorar el amor. Hay que abrigar el amor. Hay que sufrir el amor. Hay que arar el amor. Hay que recoger el amor. Hay que anhelar el amor. Hay que alentar el amor… No se pasa de la noche cerrada al sol de mediodía sin resistir la oscuridad, desear el alba y madurar la mañana.

Entonces, ¿hay que esperar a Dios para que nos alcance la vida? Más bien al revés: Dios espera con nosotros para que maduremos el amor. Por eso, la bondad definitiva de Dios Padre, que resucita a su Hijo como sol que nace de lo alto, se adivina ya en la neblina incierta del amanecer. Allí estamos los discípulos perdidos, aguardando; allí también Él, aguardando con nosotros. La caridad divina no conoce el hiato: no está ausente su misericordia ningún día de nuestra vida. Porque el amor de Dios llena todas las horas: Él acoge el grano que cae en tierra y muere al final de la tarde, lo nutre amorosamente durante la noche y espera con nosotros su florecer feliz y sobreabundante en la plenitud del nuevo día.

Dejemos hoy que el amor de Dios llegue hasta nosotros en todo su misterio, que el Padre nos diga a cada uno: «Espera en el Señor, ten ánimo, sé valiente. Espera en el Señor». Y al acudir sin prisa a su sepulcro abierto, ¿hallaremos en Él nuestro nuevo nacimiento?

Adrián de Prado Postigo


viernes, 30 de marzo de 2018

¡Hola Dios !


                                                                                                                   

¡Menudos y tremendos días, Hermano! Sé que el Calvario no volverá a repetirse, pero el calvario de vernos unos contra otros, para Ti es peor que Morir…

Tú creaste al hombre y le conoces bien como también sabes que a la mínima oportunidad, allá que va sin acordarse de tus palabras; parece que nos encanta, parece que el poder del maligno arrastra sin piedad. Incomprensible pero cierto.

 ¿Te das cuenta? Ya lo creo que sí. Yo alucino conmigo misma y eso que soy de los que intentan no olvidarse. Creo que si tuviéramos un cromosoma de más, esto no pasaría. Benditos los que lo poseen.

Y Tú “muriendo” cada año, esperando que seamos hombres nuevos… ¿Tenemos alguna solución? A mi confesor le tengo “aburrido”… Y ¿qué quiere que yo le haga?, por mucho que Te lea, que Te escuche o que Te rece, allí estoy plantada.  
En fin, Amigo mío del alma, que no haces más que mirar por mí y yo, yo mirando los socavones de Madrid…

Espero que después de esta Semana Santa, me convierta en un ser nuevo y “con memoria”. No es fácil hoy, no criticar ni juzgar a ciertos personajes hacedores de daño y maldad en todo lo que a Ti se refiere (y en muchas más cosas).   
  
Pienso en tu Muerte por mí y en los que La utilizan para juergas vacacionales… 

Lo justo, encima se aprovechan de estos días, pues ¡Que sean honestos consigo mismos y se vayan a trabajar!!!

Yo quiero silencio. La Semana santa es para los que desean cambiar con tu ayuda.

Emma Díez Lobo


miércoles, 28 de marzo de 2018

Es nuestra hora del adiós



 Jesús nos invita a nosotros, personal y eclesialmente, a decir “adiós” a abandonar… Estamos en un globo, hay que quitar lastre para elevar el vuelo, para alcanzar la meta…

v  ¿Que soy invitado a dejar… a decir adiós?

v  ¡Qué ha de dejar … a qué ha de decir adiós nuestra comunidad  … aunque duela?

 

Partir es, ante todo,

salir de uno mismo.

Romper la coraza del egoísmo

que intenta aprisionarnos

en nuestro propio yo.

Partir es dejar de dar vueltas

alrededor de uno mismo.

Como si ese fuera

el centro del mundo y de la vida.

Partir es no dejarse encerrar

en el círculo de los problemas

del pequeño mundo al que pertenecemos.

Cualquiera que sea su importancia,

la humanidad es más grande.

Y es a ella a quien debemos servir.

Partir no es devorar kilómetros,

atravesar los mares

o alcanzar velocidades supersónicas.

Es ante todo

abrirse a los otros,

descubrirnos, ir a su encuentro.

Abrirse a otras ideas,

incluso a las que se oponen a las nuestras.

 

Es tener el aire de un buen caminante.


Es saber decir adiós,

cuando uno escucha llamadas

que llegan desde dentro

y desde el horizonte

invitando a buscar  nuevas formas de vivir

vidas más fraternas, más eternas.


Es saber decir adiós

a tantas anclas que nos retienen

en el seno del puerto

y no nos dejan navegar

buscando la vida ligeros de equipaje

sin mochilas, sin maletas,

cabiendo en nuestro corazón,

en nuestros sueños,

en nuestro tiempo y proyectos

todos y todas  los que salgan

a nuestro camino.


¡Qué alegría producirán

y Tú vendrás con ellos

y seremos hijos del Espíritu de la Vida.




lunes, 26 de marzo de 2018

Se­ma­na San­ta




La Se­ma­na San­ta es el cen­tro del año li­túr­gi­co de la Igle­sia. La li­tur­gia de es­tos días re­pro­du­ce los acon­te­ci­mien­tos de la pa­sión, muer­te y re­su­rrec­ción de Cris­to y cen­tra la aten­ción en la per­so­na de Je­sús, que es el pro­ta­go­nis­ta cen­tral de lo que se co­no­ce como his­to­ria de sal­va­ción. To­das las mi­ra­das se cen­tran en el Hijo de Dios que, le­van­ta­do en la cruz so­bre la tie­rra y re­su­ci­ta­do de en­tre los muer­tos, ha di­vi­di­do la his­to­ria en un an­tes y des­pués de Cris­to.

Para en­ten­der bien la Se­ma­na San­ta hay que te­ner en cuen­ta que en ella cul­mi­na una his­to­ria que Dios ha rea­li­za­do a tra­vés de su­ce­si­vas alian­zas con el hom­bre, des­de Adán has­ta Cris­to. Nada en­ten­de­ría­mos, por ejem­plo, del Jue­ves San­to si ol­vi­da­mos el sa­cri­fi­cio del cor­de­ro pas­cual que el pue­blo ju­dío rea­li­za­ba año tras año para ce­le­brar el fin de la es­cla­vi­tud de Egip­to. La pa­la­bra pas­cua, que pro­vie­ne del grie­go, da nom­bre al mis­mo tiem­po al cor­de­ro y a la fies­ta anual de la li­be­ra­ción.

Se nos es­ca­pa­ría tam­bién, en la li­tur­gia del Vier­nes San­to, el sig­ni­fi­ca­do de la cruz de Cris­to, que re­ve­la, como dice san Pa­blo, que Dios no se re­ser­vó a su Hijo, sino que nos lo en­tre­gó como prue­ba irre­fu­ta­ble de su amor. Se­gún dice Orí­ge­nes, lo que Dios no per­mi­tió a Abrahán —con­su­mar el sa­cri­fi­cio de Isaac— se lo per­mi­tió a los hom­bres en la muer­te de Cris­to. Por eso, Isaac es pre­sen­ta­do como fi­gu­ra de Je­sús, que car­ga con el leño para el sa­cri­fi­cio, sube al mon­te y se ofre­ce a sí mis­mo como sa­cri­fi­cio per­fec­to que inau­gu­ra la alian­za de­fi­ni­ti­va en­tre Dios y los hom­bres.
Fi­nal­men­te, la vi­gi­lia pas­cual, en la no­che del sá­ba­do, con su rica sim­bo­lo­gía, se­ría un con­jun­to de ri­tos sin sen­ti­do, si per­dié­ra­mos de vis­ta que en esa no­che todo con­ver­ge en la luz de la re­su­rrec­ción, que ilu­mi­na el sen­ti­do de la vida de Cris­to y de los hom­bres. En esa no­che, al re­su­ci­tar a su Hijo, Dios rea­li­za lo que la teo­lo­gía de Pa­blo y de la pri­mi­ti­va Igle­sia ha lla­ma­do «nue­va crea­ción». Nada es com­pa­ra­ble con el he­cho de la Re­su­rrec­ción, que de­fi­ne la fe cris­tia­na, por la sen­ci­lla ra­zón de que el pe­ca­do y la muer­te son de­fi­ni­ti­va­men­te ven­ci­dos. Por eso, re­sul­ta pa­ra­dó­ji­co que la ce­le­bra­ción más im­por­tan­te de la fe reúna a tan po­cos cris­tia­nos, pre­ci­sa­men­te en la no­che en que el úl­ti­mo enemi­go del hom­bre, la muer­te, es ani­qui­la­do. Nos fal­ta, pues, mu­cho para en­ten­der la Gra­cia que Dios nos ha dado en Cris­to y que de­be­ría ha­cer­nos sal­tar de jú­bi­lo, lle­nar las ca­lles y pla­zas de las ciu­da­des para can­tar un Ale­lu­ya sin fin y con­ta­giar al mun­do con la ale­gría del Re­su­ci­ta­do.
El cris­tia­nis­mo es una Pas­cua per­ma­nen­te, es de­cir, un paso de las ti­nie­blas a la luz, de la es­cla­vi­tud a la li­ber­tad, de la tris­te­za al gozo, de la muer­te a la vida. El cris­tia­nis­mo es Cris­to, cru­ci­fi­ca­do y re­su­ci­ta­do al mis­mo tiem­po, que nos li­be­ra de toda ata­du­ra, como dice Pa­blo: Para ser li­bres nos li­ber­tó Cris­to. La vida cris­tia­na se ca­rac­te­ri­za por la no­ve­dad de la Re­su­rrec­ción, que in­tro­du­ce en las ve­nas del mun­do una san­gre nue­va, glo­rio­sa, que ilu­mi­na la cruz de for­ma inusi­ta­da. Por­que la cruz, ins­tru­men­to ig­no­mi­nio­so de tor­tu­ra y muer­te, pasa a ser ár­bol de vida y de triun­fo so­bre la de­cre­pi­tud, la co­rrup­ción y el sin­sen­ti­do de una exis­ten­cia que pa­re­ce abo­ca­da a la desa­pa­ri­ción. La Igle­sia can­ta este triun­fo con el so­lem­ne pre­gón pas­cual que in­vi­ta, no sólo a los cris­tia­nos sino al uni­ver­so en­te­ro, a dar gra­cias a Dios por­que la luz ha bri­lla­do en la os­cu­ri­dad de una no­che, que no es sólo fí­si­ca sino es­pi­ri­tual. Por eso los cris­tia­nos so­mos lla­ma­dos por Cris­to hi­jos de la luz, por­que nues­tra vo­ca­ción es ilu­mi­nar el mun­do con el Evan­ge­lio de la gra­cia y vi­vir —so­bre todo vi­vir— como tes­ti­gos de la ale­gría que tie­ne su fun­da­men­to en la ac­ción de Dios.
 + Cé­sar Fran­co
Obis­po de Se­go­via


domingo, 25 de marzo de 2018

La mirada de Jesús





En el evangelio de Lucas leemos lo siguiente:


Le dijo Pedro: «¡Hombre, no sé de qué hablas!».

Y en aquel momento, estando aun hablando,

cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro...

Y Pedro, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente.


Yo he tenido unas relaciones bastante buenas con el Señor. Le pedía cosas,
 conversaba con Él, cantaba sus alabanzas, le daba gracias... 

Pero siempre tuve la incómoda sensación de que Él deseaba que le mirara a los ojos..., cosa que yo no hacía. Yo le hablaba, pero desviaba mi mirada cuando sentía que Él me estaba mirando. 

Yo miraba siempre a otra parte. Y sabía por qué: tenía miedo. Pensaba que en sus ojos iba a encontrar una mirada de reproche por algún pecado del que no me hubiera arrepentido. Pensaba que en sus ojos iba a descubrir una exigencia; que había algo que Él deseaba de mí. 

Al fin, un día, reuní el suficiente valor y miré. No había en sus ojos reproches ni exigencias. Sus ojos se limitaban a decir: «Te quiero». Me quedé mirando fijamente durante largo tiempo. Y allí seguía el mismo mensaje: «Te quiero».

 Y, al igual que Pedro, salí fuera y lloré.     
          
 (Anthony de Mello)



sábado, 24 de marzo de 2018

Domingo de Ramos




el señor me ha abierto el oído para poder decir al abatido una palabra de aliento

  La liturgia del Domingo de Ramos, al comienzo de la Semana Santa, es una invitación a disponernos adecuadamente para la celebración del triduo pascual, en que la Iglesia celebra la muerte y resurrección de Jesús. En este domingo el acento recae en la cruz gloriosa que lleva a la resurrección. Se nos invita a contemplar y agradecer la pasión de Jesús, y a imitarla en nuestra vida. Son unos sentimientos que nos deben acompañar toda la semana.

 El relato de la entrada a Jerusalén (procesión de ramos) recuerda las disposiciones con que Jesús entra en Jerusalén libremente como rey manso, consciente de todo lo que va a suceder.
La primera lectura proclama el tercer poema del Siervo de Yahvé, en que éste se presenta como alumno disciplinado del Padre, atento a conocer su voluntad y así poder decir una palabra de aliento a sus hermanos que ahora comparten sus sufrimientos. El himno de Filipenses (segunda lectura), compuesto por los primeros cristianos, canta el amor del Hijo preexistente de Dios que no se quiso encarnar en una humanidad gloriosa, sino en nuestra humanidad débil hasta las últimas consecuencias, muriendo en una cruz, por lo cual el Padre lo glorificó y exaltó sobre todas las criaturas. El servicio humilde hasta la muerte es el camino para la gloria. No se trata de masoquismo, exaltando el dolor como tal, sino de mostrar el verdadero camino hacia la exaltación que toda persona desea.

Finalmente, el relato de la pasión según san Marcos. Los evangelios contienen cuatro relatos de la pasión de Jesús, en los que se narran los mismos acontecimientos, pero cada uno desde una perspectiva diferente. Este año se leen los relatos de san Marcos, el Domingo de Ramos, y el de san Juan, el Viernes Santo.  El de san Marcos subraya que Jesús vivió durante su pasión el fuerte contraste entre fe y experiencia que caracteriza la vida cristiana. Los destinatarios de su evangelio no tienen ideas claras sobre la fe en Jesús, opinando que ser creyente implica no solo salvación espiritual sino también material en cuanto que la fe en Jesús libra de todo tipo de problemas. Esta opinión chocaba con la realidad: ser creyente no solo no libra de problemas materiales sino que crea más: no solo tiene enfermedades y sufrimientos como todos los humanos sino que sufre incomprensión, aislamiento, persecución... De aquí las dudas ¿Jesús es Señor? ¿Dónde está su señorío? ¿De qué libera? Toda la obra de san Marcos intenta responder a esta pregunta y lo hace especialmente en el relato de la pasión, en que el mismo Jesús vive este contraste entre fe y experiencia. Este contraste aparece en los diferentes relatos: La Eucaristía, sacramento del amor y la donación, es instituida por Jesús  en contexto de traición y abandono; en Getsemaní el que se considera Hijo aparece muerto de miedo y angustia; el que es Hijo, ora confiadamente al Padre, pero éste aparentemente no le escucha; vienen los enemigos y sus discípulos, llamados a estar con él (Mc 3,14), le traicionan y abandonan; se declara solemnemente Mesías ante el sanedrín y éste se burla de él; acusan a Jesús y éste calla; Pilatos le reconoce justo, pero le condena; el pueblo prefiere Barrabás a Jesús; los tran­seúntes se burlan de Jesús con unas  afirmaciones que son burlas desde la experiencia, pero verdad desde la fe: “¡el que destruye el templo y lo reedifica en tres días!”; Jesús se siente abandonado y la respuesta histórica es tiniebla, burla e incom­prensión. Realmente la vida cristiana es una necedad desde un punto de vista humano, pero sabiduría divina desde la fe. Esta es la condición del cristiano que debe asumir, siguiendo a Jesús.

La celebración de la Eucaristía es presencia sacramental de esta muerte y resurrección, invitando a todos los participantes a unirse ahora a la muerte, haciendo la voluntad de Dios en cada momento, a pesar de todas las experiencias negativas, para participar después su resurrección.

Dr. Antonio Rodríguez Carmona                                                                      



viernes, 23 de marzo de 2018

Abier­tos al mis­te­rio






Un pa­seo por las ca­lles de nues­tras ciu­da­des nos per­mi­te des­cu­brir la tris­te­za, an­sie­dad y an­gus­tia en el ros­tro de mu­chas per­so­nas. El ol­vi­do de Dios y las di­fi­cul­ta­des de la vida fa­vo­re­cen el va­cío in­te­rior, in­ca­pa­ci­tan para abrir­se al mis­te­rio e im­pi­den la co­mu­ni­ca­ción con Él. Ade­más, bas­tan­tes her­ma­nos se sien­ten de­sen­can­ta­dos ante una so­cie­dad que les plan­tea mu­chas di­fi­cul­ta­des para abrir­se a la tras­cen­den­cia.

Sin ser cons­cien­tes de ello, mu­chas per­so­nas vi­ven hoy con­ven­ci­das de que la ra­zón y la téc­ni­ca per­mi­ti­rán al hom­bre do­mi­nar el mun­do, ex­pli­car los se­cre­tos de la exis­ten­cia y al­can­zar la to­tal li­be­ra­ción. Es­tos her­ma­nos ol­vi­dan que el ser hu­mano nun­ca po­drá do­mi­nar su ori­gen ni su úl­ti­mo des­tino sin abrir­se al mis­te­rio.

Cuan­do nos po­ne­mos ante la Pa­la­bra de Dios, des­cu­bri­mos mu­chas en­se­ñan­zas en las que Je­sús nos re­cuer­da que no po­de­mos re­du­cir­lo todo a la ra­zón. El Se­ñor nos in­vi­ta a si­tuar­nos ante el mis­te­rio del Pa­dre, que nos ama con amor in­con­di­cio­nal, nos aco­ge como hi­jos que­ri­dos, nos per­do­na los pe­ca­dos y nos in­vi­ta a vi­vir como her­ma­nos.

Como con­se­cuen­cia de su ce­rra­zón al mis­te­rio de Dios, uno de los ma­yo­res pro­ble­mas del ser hu­mano, en este mo­men­to de la his­to­ria, está en la in­ca­pa­ci­dad de dia­lo­gar con Él. Al fa­llar esta re­la­ción con el Pa­dre Dios, el ser hu­mano ex­pe­ri­men­ta la or­fan­dad, no se en­tien­de a sí mis­mo y no pue­de ex­pe­ri­men­tar el gozo de re­la­cio­nar­se con sus se­me­jan­tes como ver­da­de­ros her­ma­nos.

Por otra par­te, te­nien­do en cuen­ta las re­fle­xio­nes de los ex­per­tos, otro de los pro­ble­mas más preo­cu­pan­tes del hom­bre de hoy está en la fal­ta de re­fe­ren­tes. La se­cu­la­ri­za­ción pro­gre­si­va de la so­cie­dad y los me­dios de co­mu­ni­ca­ción so­cial han con­du­ci­do a mu­chos her­ma­nos a la ba­na­li­za­ción de la exis­ten­cia y a la pér­di­da de re­fe­ren­tes mo­ra­les. Como con­se­cuen­cia de ello, bas­tan­tes pa­dres y edu­ca­do­res no tie­nen ra­zo­nes ni mo­ti­va­cio­nes para de­jar a sus hi­jos o edu­can­dos una re­fe­ren­cia es­pi­ri­tual para sus vi­das.

Al­gu­nos edu­ca­do­res, pa­dres o pro­fe­so­res, no tie­nen ex­pe­rien­cias re­li­gio­sas para fun­da­men­tar su vida ni sa­ben a quién acu­dir para dar­le ver­da­de­ro sen­ti­do y orien­ta­ción. Todo que­da so­me­ti­do a los cam­bios cons­tan­tes de la moda o a los gus­tos so­cia­les de cada mo­men­to his­tó­ri­co. Con el paso del tiem­po, esto con­du­ce a pen­sar y ac­tuar sin cri­te­rios pro­pios, con una per­so­na­li­dad pres­ta­da, y con unos com­por­ta­mien­tos, cuyo úni­co ali­men­to son los cri­te­rios cul­tu­ra­les y so­cia­les.

En me­dio de tan­ta con­fu­sión, es pre­ci­so que reac­cio­ne­mos para ver la reali­dad y para com­pren­der nues­tra exis­ten­cia des­de la ver­dad. Ne­ce­si­ta­mos des­cu­brir las ne­ce­si­da­des más pro­fun­das de nues­tro ser y es­cu­char la voz del Pa­dre para que nos ilu­mi­ne en la bús­que­da de so­lu­cio­nes. En la ora­ción, po­dre­mos pe­dir­le que nos mues­tre el ros­tro de su Hijo y nos re­cuer­de que tam­bién no­so­tros so­mos sus hi­jos muy ama­dos.


Con mi ben­di­ción, fe­liz día del Se­ñor,

+ Ati­lano Ro­drí­guez,
Obis­po de Si­güen­za-Gua­da­la­ja­ra


jueves, 22 de marzo de 2018

Me cuesta entenderTe


                                                           
                     


Siempre defendí la libertad del hombre pero cuando se acerca el gran día de tu Muerte, se me agolpan las preguntas… ¿Por qué metiste la maldad en la libertad del mundo?

El hombre podía haber tenido bastante con sus enfermedades, desastres naturales, muertes accidentales o muertes al final de sus días. Pero no, además de todo eso tuvimos encima el mal consciente e implacable. 

Pues ¿Cuántos miles de millones de almas pueblan el infierno por causa del mal? Nada de lo que Tú querías que pasara, pasó y TUVISTE QUE VENIR para morir de la peor manera (causa de la peor maldad del hombre en millones de años). 
      
Jamás Te comprenderé. Si hubieras dado menos poder al maligno o ninguno, hoy y ayer Tú no habrías sufrido así, ni yo me sentiría tan culpable por ello. ¡Qué injusta tu Muerte! 

Más lo peor es que a pesar de tu VENIDA, cada vez más ateos… ¡Ya, ya sé que lo profetizaste, ya sé que sucedería, ya sé demasiado sobre el mal!

Y hay tanto mal que sobrepasa la inteligencia; sólo “cuatro” deciden ser santos… No, no Te entiendo.

Con este panorama me pregunto si venir al mundo… Sé que el cielo es inimaginable, lo más  extraordinario y maravilloso, pero ¡Señor! qué pocos lo verán y cuántos miles de millones, no condenados al averno, esperarán una eternidad en el sufrimiento para poder llegar a Ti.

Reconocer que en tu Calvario está mi salvación, se clava a fuego, pero no ha sido justo para Ti, ni el hombre es capaz de agradecerlo en su medida. No entiendo por qué tenía que ser así.

En esta Cuaresma Te pido que mi intelecto no hurgue y me digas que TODO ESTUVO BIEN HECHO y NO DEJES DE PONERTE EN MEDIO DEL MAL Y NOSOTROS, pues es bien sabido que “sin querer o queriendo”, elegimos la condena temporal o eterna ¡Ignorantes a pesar de saber!

Emma Díez Lobo

miércoles, 21 de marzo de 2018

¡Feliz coincidencia!



 A las puertas de la «semana santa», que nos servirá de pórtico para adentrarnos en el MISTERIO de la salvación, este año se ha colado como de rondón, si me permitís una burda analogía cinematográfica, el mejor «actor secundario» de la historia: san José.
El 19 de marzo tiene una connotación especial no sólo para el Papa Francisco, quien comenzó su pontificado ese día hace cinco años o para nuestro Delegado de Medios de Comunicación de la Diócesis de Barbastro-Monzón, Chema Ferrer, que este año celebra ese día sus bodas de oro sacerdotales sino también para vuestro obispo, que fue ordenado sacerdote ese día hace 38 años en Plasencia (Cáceres). A medida que pasan los años, como humilde servidor de la viña del Señor, me identifico más con esta figura singular: ¡Discreto, prudente, sencillo, humilde, justo, servidor fiel…! ¡Obediente a lo que Dios le pidió aunque hubiera cosas que le resultasen incomprensibles! ¡Siempre en segundo plano! ¡Sin hacer ruido! ¡Haciendo lo que debía hacer en cada momento y desapareciendo después!
Aprovecho esta feliz coincidencia para dar gracias a Dios y compartir con vosotros que la vocación no es privilegio exclusivo de unos pocos sino DON y gracia que Dios ofrece a cada uno al nacer. Va como «kit de regalo». El juego apasionante, si te dejas conducir por Él, consiste en irlo abriendo poco a poco, descubrirlo y hacer vida la vocación a la que Dios te llama (laical, consagrada, ministerio ordenado).
La vocación sacerdotal, en mi caso, imagino que como la de todos mis hermanos, ha sido un verdadero milagro de la GRACIA. ¿Quién me mandaría levantar la mano en la escuela? ¿Por qué acogerían mis padres aquella propuesta que les hice con apenas 9 años? ¿Por qué no me pusieron reparos ante la minusvalía de mi hermana? ¿Por qué no me animaron a posponer mi decisión? Todo «PROVIDENTE».
Ahora que ya han fallecido, me conmueve evocar lo «orgullosos» que se sentían de ser los padres o la hermana de aquel sencillo y humilde servidor cuyo único oficio sigue siendo también hoy: repartir a manos llenas «PALABRA» y «PAN», «TERNURA» y «PERDÓN».
Junto a esta primera mediación, es justo reconocer además la impronta que me dejaron las monjas mercedarias, los profesores de las escuelas nacionales, mis vecinos en las sindicales, los curas, catequistas y feligreses de la parroquia en mi pueblo; el seminario menor y mayor de Zaragoza; el teologado «Maestro Ávila» de Salamanca; los diferentes lugares donde he ejercido mi ministerio educativo-pastoral: en el Seminario Menor de Plasencia (Cáceres), en el Colegio-Seminario Menor de Tarragona, en el Aspirantado y en el Colegio «Maestro Ávila» de Salamanca, como Consejero Coordinador de Pastoral  o como Director General de la Hermandad de Sacerdotes Operarios, como Director del Secretariado de Seminarios y Universidades de la Conferencia Episcopal Española, o como Rector del Pontificio Colegio Español de San José en Roma. Y ahora como vuestro «padre y pastor» En cada lugar y circunstancia, el Señor fue poniendo en mi camino las personas adecuadas para ir conformando mi corazón con el suyo y poder llegar a ser el sacerdote que Él soñaba y vosotros os merecíais.
Los formadores, a los que tanto debo, dejaron en mi vida una huella imborrable y ejercieron una gran fuerza de atracción, sobre todo, por su estilo educativo familiar, su vida y trabajo en equipo, su capacidad de acogida y sencillez ―sin ambición de cargos, honores o privilegios―, su espiritualidad eucarística, su libertad apostólica ―sin ataduras familiares ni económicas―, su obediencia cordial ―sin servilismos ni paternalismos―, su disponibilidad universal, su celo ardiente por la promoción, formación y sostenimiento de todas las vocaciones… Un hermoso y noble ideal que no se puede conseguir de forma individual ni aislada. Sólo «en unión con otros». Ahora entiendo por qué Mosén Sol puso todos sus colegios eclesiásticos bajo el patrocinio de San José.
Tuvieron que pasar varios años hasta que acerté a descubrir que este estilo singular de ejercer el ministerio, inspirado por Dios a Don Manuel en 1883, que tanto me atraía, respondía a una manera nueva de encarnar en la Iglesia la «fraternidad presbiteral» y que años más tarde ratificaría el propio Concilio Vaticano II. En el seno de esta fraternidad sacerdotal y desde ella he ejercido mi ministerio en la Iglesia universal durante 38 años siendo simplemente un curilla, afortunado y feliz. Hasta que el día 9 de diciembre de 2014 sonara el teléfono y el Señor volvió inesperadamente a «moverme el piso» pidiéndome, a través del Papa Francisco, que «pastoreara la grey de la Diócesis de Barbastro-Monzón». Un ministerio que nuevamente me «desbordaba» y me «descolocaba». Ministerio que he confiado únicamente a su GRACIA.
Con emoción contenida, transcurridos ya tres años desde la ordenación episcopal y toma de posesión, doy gracias a Dios por el regalo inmerecido que el Señor me hiciera al confiarme que cuidara y sirviera con esmero y cariño a TODOS los hijos del Alto Aragón. Sois vosotros los que ahora me estáis enseñando a ser vuestro pastor y a impulsar «la revolución de la ternura» que el Papa Francisco está promoviendo en la Iglesia.
Me encantaría que, durante estos días de semana santa, cuando procesionen por nuestras calles los diferentes «pasos» que cristalizan los momentos más sublimes de nuestra redención, os hicierais un «SELFI» con el personaje (aunque sea secundario) de la pasión-muerte-resurrección con el que os sintáis más identificados. Dejadlo impreso en vuestra alma y sentid el «paso de Dios» (LA PASCUA) en vuestro corazón. ¡DESPERTAD!, ¡Cristo sigue vivo…!
¡Gracias por vuestra paciencia y comprensión! ¡Gracias también por vuestra oración para que sepa ser el fiel esposo de esta Diócesis y buen padre con cada uno!
Con mi afecto y bendición,
Ángel Pérez Pueyo
Obispo de Barbastro-Monzón

martes, 20 de marzo de 2018

Spe Salvi – Benedicto XVI



39. Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo. Pero una vez más surge la pregunta: ¿somos capaces de ello? ¿El otro es tan importante como para que, por él, yo me convierta en una persona que sufre? ¿Es tan importante para mí la verdad como para compensar el sufrimiento? ¿Es tan grande la promesa del amor que justifique el don de mí mismo? En la historia de la humanidad, la fe cristiana tiene precisamente el mérito de haber suscitado en el hombre, de manera nueva y más profunda, la capacidad de estos modos de sufrir que son decisivos para su humanidad. La fe cristiana nos ha enseñado que verdad, justicia y amor no son simplemente ideales, sino realidades de enorme densidad. En efecto, nos ha enseñado que Dios –la Verdad y el Amor en persona– ha querido sufrir por nosotros y con nosotros. Bernardo de Claraval acuñó la maravillosa expresión: Impassibilis est Deus, sed non incompassibilis[29], Dios no puede padecer, pero puede compadecer. El hombre tiene un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza. Ciertamente, en nuestras penas y pruebas menores siempre necesitamos también nuestras grandes o pequeñas esperanzas: una visita afable, la cura de las heridas internas y externas, la solución positiva de una crisis, etc. También estos tipos de esperanza pueden ser suficientes en las pruebas más o menos pequeñas. Pero en las pruebas verdaderamente graves, en las cuales tengo que tomar mi decisión definitiva de anteponer la verdad al bienestar, a la carrera, a la posesión, es necesaria la verdadera certeza, la gran esperanza de la que hemos hablado. Por eso necesitamos también testigos, mártires, que se han entregado totalmente, para que nos lo demuestren día tras día. Los necesitamos en las pequeñas alternativas de la vida cotidiana, para preferir el bien a la comodidad, sabiendo que precisamente así vivimos realmente la vida. Digámoslo una vez más: la capacidad de sufrir por amor de la verdad es un criterio de humanidad. No obstante, esta capacidad de sufrir depende del tipo y de la grandeza de la esperanza que llevamos dentro y sobre la que nos basamos. Los santos pudieron recorrer el gran camino del ser hombre del mismo modo en que Cristo lo recorrió antes de nosotros, porque estaban repletos de la gran esperanza.