La medida de nuestra alma, la medida en que ésta alcanza la
plenitud de su alegría y gozo, no es otra que la de la Voz. Testigo de esto
es Jeremías que, al encontrarse con la Palabra , nos dice que “la devoraba”. Testifica
también que ello constituía el gozo y la alegría de su corazón.
EN MANOS DE DIOS
¡Cuántas veces
esta profecía mesiánica se cumple también en los pastores con la intención de
adueñarse de su alma hasta someterla! Tristeza y angustia se abaten sobre ellos
como se abatieron sobre su Maestro: “Mi alma está triste hasta morir”, exclamó con un gemido estremecedor en el Huerto de
los Olivos (Mt 26,38). Es como si su alma
hubiera sido atravesada por una espada; sin duda que el dolor alcanzó
también a los suyos. Bajo esta tentación, parece que la precariedad sea algo
casi ridículo, ajena al sentido común; nos sentimos como desamparados. Tiembla
el alma de estos amigos de Dios. Sin embargo, justamente por ser amigos, porque
han hecho experiencia de su cercanía y sus cuidados, se sobreponen a la “falsa
evidencia” de creer que se han equivocado al haber aceptado la misión recibida
de su Señor. Rehaciéndose de su abatimiento, levantan sus ojos hacia Él, y
proclaman exultantes: “Pero yo confío en ti, Señor, te digo: ¡Tú eres mi Dios!
En tus manos está mi destino, líbrame de las manos de mis enemigos y perseguidores;
haz brillar tu rostro sobre su siervo… No haya confusión para mí…” (Sl
31,15-18).
La fluctuante y
sinuosa precariedad se ha convertido en roca firme; en ella han encontrado a su
Dios… ¡y descubrieron que es Padre…, su Padre! Es entonces cuando saben que sí,
que han acertado al aceptar la llamada que recibieron. Han acertado con su vida
no porque ésta haya culminado la realización de un proyecto tras otro, sino por
algo mucho más esencial, han culminado su Gran Proyecto: haber encontrado en
las manos de Dios su hogar. Dios es el único que está pendiente de su causa
porque piensa en él (Sl 40,18). Es así porque la causa del que llama y del
llamado es la misma, como se nos dice en los Hechos de los Apóstoles hablando
de Pablo y Bernabé: “Hemos decidido de común acuerdo elegir algunos hombres y
enviarlos donde vosotros, juntamente con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que
son hombres que han entregado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo
(Hch 15,25-26).
Los pastores
según el corazón de Dios se saben, a pesar de las tormentas y contrariedades de
todo tipo, en sus manos. Antes que pastores, son ovejas del Buen Pastor quien,
al elegirlos, los tomó en sus manos y los pasó a las manos del Padre con esta
garantía: “Nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre” (Jn 10,28-29).
Tanto en el Hijo como en sus pastores, se cumple la profecía-promesa de estar
“guardados junto a Dios, sellados en sus tesoros” (Dt 32,34).
En tus manos
encomiendo mi espíritu (Lc 23,46). He ahí el grito de fe del Hijo de Dios
mientras las tinieblas, ingenuamente, celebraban su triunfo en el Calvario.
Grito de victoria, cuyos ecos resonaron con tal fuerza que todos reconocieron
que el crucificado había vencido: “… Todas las gentes que habían acudido a
aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho (Lc
23,48).
En tus manos,
Padre: ellas son las bolsas donde los bienes adquiridos por el Evangelio y la
evangelización -tesoros inagotables, puntualiza Lucas- están seguros, son inalcanzables a los ladrones,
inmunes a la carcoma de la polilla; y a la luz de los días en que vivimos,
inaccesibles a la voracidad y vaivenes del mercado: “Vended vuestros bienes y
dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los
cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla” (Lc 12,33) A estos pastores
que confían su vida en las manos de Dios, Él mismo les llama pastores según su
corazón (Jr 3,15).
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