El maná escondido. Preambulo al texto
La vocación, ese llamado profundo e intransferible,
puede ser escuchado más tarde o más temprano, pero estaba ya con nosotros desde
nuestro mismo origen. (Jer
1,5).
Padre
Bueno, dueño de la mies, escucha la oración de tus hijos. Concédenos muchas y
muy santas vocaciones sacerdotales, consagradas y laicales, garantía de
vitalidad para el porvenir de tu Iglesia. Haz que los sacerdotes, los
consagrados y los laicos seamos testimonio de caridad por nuestra total entrega
a ti y a nuestro prójimo. Danos a todos sabiduría para descubrir tu llamado y
generosidad para responder con prontitud. Que María, Madre de la Iglesia , modelo de toda
vocación, interceda por nosotros y nos ayude a decir "Sí" al Señor,
que nos llama a colaborar en el designio divino de salvación. Por Jesucristo
nuestro Señor. Amén.
EL MANÁ ESCONDIDO
El Señor Jesús previene
a los suyos: “Donde esté vuestro corazón, allí estará vuestro tesoro” (Lc
12,34). Con estas palabras establece la relación de un hombre de fe, un
discípulo, con las riquezas, con sus bienes. Es una exhortación que les suena
tan nueva como extraña y que, por supuesto, les deja asombradísimos. Ya les
había dicho anteriormente que a los ojos de su Padre son más valiosos que las
aves del cielo y los lirios del campo, a quienes provee y cuida (Mt 6,26…);
ahora su Maestro les habla al corazón para inculcarles que su relación con sus
bienes es el termómetro que marca la calidad de su fe y amor a Dios.
En realidad les
ha trazado el punto de partida que conduce al pastoreo según su corazón.
Decimos esto porque a continuación les imparte una catequesis que tiene el fin
de delinear este aspecto que define la identidad de su ser pastores, y que
consiste en compartir con Él sus entrañas de misericordia para con la multitud
vejada y abatida: “Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque
estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9,36).
Volvemos al
texto de Lucas con el que comenzamos esta reflexión. Después de exhortarles e
indicarles la relación entre corazón y tesoro, añade: “Estén ceñidos vuestros
lomos y las lámparas encendidas…” (Lc 12,35 ss). Estad preparados para caminar
como vuestros padres en Egipto cuando salieron hacia el camino a la libertad:
Yo soy vuestro camino y vuestra libertad; ceñíos, pues, los lomos para poder
seguir mis pasos; “escuchad mi voz y seguidme” (Jn 10,27). Escuchadme y prestad
atención a mis huellas, las que llevan al Padre. Para ello, “tened encendidas
vuestras lámparas”; sólo con mi luz podréis sortear el valle de tinieblas que
se interpone ante vosotros (Sl 23,4). No temáis, no os dejaré solos, como nunca
solo me dejó mi Padre. “El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado
solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a Él” (Jn 8,29).
Ésta será,
podría seguir diciendo, vuestra mayor experiencia de fe. Que la Luz de Dios –que
soy yo mismo- estará siempre a vuestro alcance, como lo profetizó el salmista:
“Tú eres, Dios mío, la lámpara que alumbra mis tinieblas” (SL 18,29). A esta
altura, Jesús previene a los apóstoles de lo que podríamos llamar la desidia en
su ministerio, en su pastoreo; prevención que culmina con un apremio a estar
preparados porque “en el momento que menos penséis, vendrá el Hijo del hombre”
(Lc 12,40).
Nos preguntamos
cómo cogió a los apóstoles esta exhortación catequética del Hijo de Dios.
Tenemos motivos para creer que un poco desprevenidos. Lo que escuchan tiene
mucho de novedad, no están acostumbrados a un lenguaje así, tan directo. Quizá
la experiencia que tienen de los pastores que les habían apacentado es de otra
índole; algo más sistemático, funcional y, por supuesto, sin la fuerza de
provocar grandes cambios en sus vidas. Pastores acostumbrados, que sólo
imparten normas, y celebran ritos que dejan a sus ovejas vacías, insatisfechas,
y, lo peor de todo, “acomodadas al sistema”.
Es evidente que
lo que oyen de su Maestro y Señor les espolea, más aún, les sabe a pan candeal,
tierno y humeante, como despidiendo aún el olor de las brasas; también a vino
nuevo. Sus paladares, los del alma, parecen despertar después de un largo
letargo. Podríamos decir que por primera vez los discípulos se percibieron que
estaban provistos del “sentido del gusto en el alma”. No obstante, junto a la
grandeza y sublimidad que se estaba apoderando de ellos, surge la normal
pregunta o inquietud; es Pedro quien la pone sobre la mesa: “Señor, ¿dices esta
parábola para nosotros o para todos?” (Lc 12,41).
Jesús acoge y
escucha atentamente la inquietud formulada. Su respuesta no deja lugar a dudas:
la proclama con la autoridad que le da el ser el “único Maestro” (Mt 23,8); y
además, esta respuesta es y llegará a ser la carta de ciudadanía que habrá de
identificar a los pastores según su corazón. Sus pastores, aquellos según su
corazón, serán administradores fieles y prudentes, pecadores y débiles, pero
con tanto amor a su Evangelio que se harán fiables. Por eso recibirán de Él el
alimento para poder nutrirse, primero, a sí mismos, y también a sus ovejas, a
las que proporcionarán “a su tiempo su ración conveniente” (Lc 12,42).
Lo que era
figura de los bienes futuros (Hb 9,11) se ha hecho realidad en Él y, por su
medio, en sus pastores. La ración de maná que los cabezas de familia de Israel
habían de recoger en el desierto para ellos y para los suyos (Ex 16,16),
alcanza su plenitud en los pastores según el corazón del Hijo de Dios, los que
Él llama.
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