De la abundancia del corazón. Preambulo al título.
Lleguemos a ser un verdadero sarmiento de la Viña de Jesús, un sarmiento que dé fruto. Para ello, aceptemos a Jesús en nuestra vida tal como Él desea llegar hasta nosotros:
** como Verdad para ser dicha.
** como Vida para ser vivida.
** como Luz para ser encendida.
** como Amor para ser amado.
** como Camino para ser seguido.
** como Gozo para ser dado.
** como Paz para ser derramada.
** como Sacrificio para ser ofrecido.
entre nuestros familiares, nuestro projimo, nuestros vecinos y amigos.
(Beata Teresa de Calcuta)
DE LA ABUNDANCIA DEL CORAZÓN
Nos detenemos a
degustar la primera de las ocho bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres
de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,3). Podemos
señalar que miles y miles de arroyos y veneros han surgido de este manantial de
agua viva nacido de esta primera bienaventuranza. Nos vamos a decantar por uno
de ellos, siempre en la línea de reconocer a los pastores según el corazón de
Dios. Discípulos llamados por su Hijo, que tienen la misión de iluminar al
mundo entero (Mt 5,14) y de revestirlo con su alegría (1P 1,6-8), alegría que
su Pastor sembró en sus entrañas: “Padre Santo, cuida en tu nombre a los que me
has dado, para que sean uno como nosotros… Ahora voy a ti, y digo estas cosas
en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada” (Jn 17,11b-13).
Los pastores
según el corazón del Hijo de Dios son pobres de espíritu porque son hijos de la
precariedad; por no tener seguridades, no tienen ni siquiera garantizada la Palabra –según la garantía del mundo- con la
que se alimentan a sí mismos y a sus ovejas. Permanentemente han de estar
pendientes de que Dios ponga sus palabras en su boca, como atestigua el apóstol
Pablo: “…orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con
perseverancia e intercediendo por todos los santos, y también por mí, para que
me sea dada la Palabra
al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el Misterio del Evangelio…”
(Ef 6,18-19).
No predican,
pues, de lo que han aprendido de memoria, sino de lo que Dios les da
gratuitamente, tal y como profetizó Isaías (Is 55,1-2). Así, de la abundancia
de su corazón, alimentan a su rebaño, como afirma Jesús (Mt 12,34). En este
sentido, hemos de señalar que no es posible ser pastor según el corazón de Dios
sin la experiencia continua de la precariedad. Sólo quien vive en el día a día
en esta especie de escuela, aprende a confiar en Dios. De ahí que podemos
traducir la primera bienaventuranza en estos términos: Bienaventurados los que,
llenos de confianza, aceptan la precariedad evangélica, porque conocerán lo que
es tener la vida depositada en las manos de Dios. Ellas son el verdadero Reino
de los Cielos.
Los pastores
según el corazón del Hijo de Dios encarnan, al igual que Él, -por supuesto que
no en la misma plenitud- la experiencia de fe del salmista que, habiendo
sopesado los dioses del mundo, aquellos que insistentemente pretenden absorber
su vida llenándola de vacíos, se decantan por el Dios vivo, el que da sentido a
su existencia. Él es su bien, su lote y su herencia. Paradójicamente, esta su
fe, fuerte como una roca, se apoya en la precariedad, ¡Bendita y prodigiosa
precariedad que le permite saberse en las manos de Dios! En Él, su vida y su
destino están asegurados: “Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; yo digo
al Señor: Tú eres mi bien. Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen…
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en su mano: me ha
tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sl 16,1-5).
La experiencia
de la precariedad. He ahí el genuino campo de la fe, en cuyos surcos el grano
de trigo encuentra su lugar para germinar y dar fruto (Jn 12,24). Por supuesto
que estos pastores no están en absoluto exento de crisis, desánimos, dudas y
hasta de llegar a pensar que están perdiendo su vida por una causa perdida o
bien, que no le interesa a Dios. Isaías nos presenta esta terrible tentación en
una de sus profecías mesiánicas más dramáticas: “Yo me decía: Por poco me he
fatigado, en vano e inútilmente he gastado mi vigor. ¿De veras que Dios se
ocupa de mi causa, y de mi trabajo?” (Is 49,4).
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