El tarro precioso
Es más que
evidente que todo esto que estamos diciendo no tendría en absoluto ningún valor
si no estuviese apoyado, más aún, testificado, por hechos concretos y palabras
textuales del mismo Hijo de Dios; sólo bajo su autoridad nos atrevemos a llevar
adelante estas reflexiones catequéticas que por sí mismas marcan indeleblemente
el carisma y el ministerio pastoral. En el corazón y la mente de Jesús, sus
pastores serán también maestros, ya que han de enseñar a los hombres a guardar
en su corazón la Palabra que ellos mismos guardan.
Buscando,
pues, la autoridad del Hijo de Dios, nos unimos al grupo de los apóstoles, y,
con ellos, compartimos mesa alrededor del Maestro y escuchamos su bellísima
catequesis durante la última cena. De ella entresacamos esta cita: “Si alguno
me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos
morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras…” (Jn 14,23-24a).
Puesto que
nos hemos colocado, junto con los apóstoles, alrededor de Jesús, vamos a
intentar recrear el cuadro de aquella cena para poder apreciar mejor sus
palabras. Les está hablando de la vida eterna que van a recibir como don suyo
(Jn 14,1-3), y sobre todo les habla del Padre. Lo que los apóstoles oyen son
palabras inefables, intraducibles a cualquier parámetro de belleza y
profundidad. Veamos, si no: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es
el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me
manifestaré a él” (Jn 14,21).
No sabemos
hasta dónde pudo llegar la comprensión de estos hombres ante estas confidencias
de su Señor y Maestro. Sin duda que pesaba demasiado la casi certeza de su
muerte ya próxima; recordemos que Judas había salido de la sala para consumar
su traición. Aun así, uno de ellos, Judas Tadeo, se preocupa de todos los
hombres y mujeres de la tierra. De ahí su pregunta: Te estás manifestando a
nosotros, y ¿qué pasa con el mundo entero? La respuesta de Jesús es toda una
declaración de intenciones acerca de la misión de estos hombres que están junto
a Él y que alcanza a la Iglesia entera. Su mayor servicio al mundo consistirá
en ser anunciadores de sus palabras. Por ellas –su Evangelio- el hombre llegará
a saber que Dios le ama, que se le manifiesta, incluso que convive con él.
También sabrá que su llegar a amar a Dios no tendrá que ver nada con un
espejismo o delirio patológico; no hay ninguna sublimación puesto que es Dios
mismo quien se abre al hombre. La respuesta que Jesús da al apóstol que acaba
de preguntarle ya la vimos anteriormente (Jn 14,23).
“Guardará mi
Palabra”, le dice Jesús. En ella está encerrado, contenido, el amor de Dios:
“Mi Padre le amará”. En ella, nos dice Juan, está la Vida (Jn 1,4). Ésta se
abre desde la Palabra y da su fruto: el amor. Un amor a Dios sobre todas las
cosas y al prójimo como a sí mismo. He ahí encerrado todo camino de perfección
y toda la moral, pues, como dice Pablo, el que ama –así, desde Dios- a su
prójimo, ha cumplido la Ley, no le hace daño (Rm 13,8-10). El que así ama -nos
parece seguir oyendo al apóstol- no miente a su hermano, ni le engaña; no se
sirve de él, ni le roba; no le calumnia, ni le ofende; le ayuda sin juzgarle…
Esto es lo que hace el que ama a su hermano, tanto al que tiene a su lado como
al que vive más allá de sus ojos y fronteras.
Así es como
ama Dios y los que suyos son… Y suyos son los que guardan su Palabra. Lo son
por pertenencia que, por encima de todo, es compañía y convivencia con Él:
“vendremos a él y haremos morada en él”. En este sentido podremos hacer nuestra
la sublime intuición de Paul Jeremie: “El Evangelio es el tarro precioso de
donde Dios saca sus ternuras para con nosotros”.
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