viernes, 23 de noviembre de 2012

EL TARRO PRECIOSO


Precioso el testimonio de Paul Jeremie: “Te amo, Dios mío, todo lo que hay en mí es alma apasionada, hambrienta de un amor siempre nuevo y exclusivo: el tuyo; por eso voy detrás de él, porque pertenece a otra dimensión afectiva”.

 





 
 


                               El tarro precioso

Es más que evidente que todo esto que estamos diciendo no tendría en absoluto ningún valor si no estuviese apoyado, más aún, testificado, por hechos concretos y palabras textuales del mismo Hijo de Dios; sólo bajo su autoridad nos atrevemos a llevar adelante estas reflexiones catequéticas que por sí mismas marcan indeleblemente el carisma y el ministerio pastoral. En el corazón y la mente de Jesús, sus pastores serán también maestros, ya que han de enseñar a los hombres a guardar en su corazón la Palabra que ellos mismos guardan.

Buscando, pues, la autoridad del Hijo de Dios, nos unimos al grupo de los apóstoles, y, con ellos, compartimos mesa alrededor del Maestro y escuchamos su bellísima catequesis durante la última cena. De ella entresacamos esta cita: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras…” (Jn 14,23-24a).

Puesto que nos hemos colocado, junto con los apóstoles, alrededor de Jesús, vamos a intentar recrear el cuadro de aquella cena para poder apreciar mejor sus palabras. Les está hablando de la vida eterna que van a recibir como don suyo (Jn 14,1-3), y sobre todo les habla del Padre. Lo que los apóstoles oyen son palabras inefables, intraducibles a cualquier parámetro de belleza y profundidad. Veamos, si no: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21).

No sabemos hasta dónde pudo llegar la comprensión de estos hombres ante estas confidencias de su Señor y Maestro. Sin duda que pesaba demasiado la casi certeza de su muerte ya próxima; recordemos que Judas había salido de la sala para consumar su traición. Aun así, uno de ellos, Judas Tadeo, se preocupa de todos los hombres y mujeres de la tierra. De ahí su pregunta: Te estás manifestando a nosotros, y ¿qué pasa con el mundo entero? La respuesta de Jesús es toda una declaración de intenciones acerca de la misión de estos hombres que están junto a Él y que alcanza a la Iglesia entera. Su mayor servicio al mundo consistirá en ser anunciadores de sus palabras. Por ellas –su Evangelio- el hombre llegará a saber que Dios le ama, que se le manifiesta, incluso que convive con él. También sabrá que su llegar a amar a Dios no tendrá que ver nada con un espejismo o delirio patológico; no hay ninguna sublimación puesto que es Dios mismo quien se abre al hombre. La respuesta que Jesús da al apóstol que acaba de preguntarle ya la vimos anteriormente (Jn 14,23).

“Guardará mi Palabra”, le dice Jesús. En ella está encerrado, contenido, el amor de Dios: “Mi Padre le amará”. En ella, nos dice Juan, está la Vida (Jn 1,4). Ésta se abre desde la Palabra y da su fruto: el amor. Un amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. He ahí encerrado todo camino de perfección y toda la moral, pues, como dice Pablo, el que ama –así, desde Dios- a su prójimo, ha cumplido la Ley, no le hace daño (Rm 13,8-10). El que así ama -nos parece seguir oyendo al apóstol- no miente a su hermano, ni le engaña; no se sirve de él, ni le roba; no le calumnia, ni le ofende; le ayuda sin juzgarle… Esto es lo que hace el que ama a su hermano, tanto al que tiene a su lado como al que vive más allá de sus ojos y fronteras.

Así es como ama Dios y los que suyos son… Y suyos son los que guardan su Palabra. Lo son por pertenencia que, por encima de todo, es compañía y convivencia con Él: “vendremos a él y haremos morada en él”. En este sentido podremos hacer nuestra la sublime intuición de Paul Jeremie: “El Evangelio es el tarro precioso de donde Dios saca sus ternuras para con nosotros”.





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