viernes, 9 de noviembre de 2012

PASTORES Y MAESTROS

“El Señor es mi Pastor, nada me falta”. Esta feliz intuición del salmista, que hacemos nuestra,  no es un principio moral, ni siquiera el resultado de un camino ascético, sino una constatación, fraguada por la experiencia de fe, que  crece conforme el Evangelio   -que es la misma savia de Dios-  va empapando nuestra alma.



 


Pastores y maestros

Las últimas palabras que Jesús lega a sus discípulos antes de subir al Padre, tal y como nos refiere Mateo, definen la misión de la Iglesia así como su razón de ser: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20).

El anuncio del Evangelio de la gracia (Hch 20,24) y de la salvación (Ef 1,13) no es algo superfluo en lo que respecta a la identidad de la Iglesia, como podría ser, por ejemplo, que un sacerdote se limitase a impartir clases en un centro educativo. El anuncio del Evangelio es  lo que podríamos llamar el elemento por excelencia identificador de los pastores llamados por el Hijo de Dios. Pastores que son reconocidos como tales en la medida en que la luz del Evangelio brilla en sus ojos, convirtiéndose en palabras de vida (Hch 7,38) en sus bocas.

Hay, sin embargo, un aspecto en la cita que hemos recogido de Mateo que es fundamental para comprender la relación entre Evangelio, Iglesia y Misión. Si nos fijamos bien, al tiempo que el Hijo de Dios pone ante el corazón de sus discípulos el mundo entero como campo de misión, les exhorta a que enseñen a los hombres a guardar el Evangelio que de Él han recibido “…enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado”. 

Tengamos en cuenta que en Israel el verbo mandar no tiene el mismo significado que en nuestra cultura occidental. Nosotros asociamos el mandato a toda una serie de elementos que conforman la legalidad: ley, mandamiento, obligación, deber… No así para los israelitas. Estos identifican los términos mandamiento o mandato con la fuerza de la palabra, antes que cualquier otra connotación. El mismo Jesús llama mandamientos a las palabras que su Padre le hace oír en orden a su misión; asimismo llama mandamientos al Evangelio que proclama a sus discípulos: “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Jn 15,10).

Es muy importante esta aclaración para poder comprender que el Evangelio, dado por el Hijo de Dios al mundo al precio de su sangre, no es en absoluto un listón o medida para ser sus discípulos, sino, por encima de todo, un don. Pablo lo llama “fuerza de Dios para la salvación” (Rm 1,16).

Quizá ahora entendamos mejor la puntualización del Señor Jesús a sus discípulos al enviarlos con su Evangelio al mundo entero. No les impulsa a convencer a nadie y, menos aún, a que se comprometan con una serie de normas hasta alcanzar la idoneidad exigida para formar parte de la inmensa multitud de discípulos. La aptitud llegará en su momento y como fruto de la fuerza de la Palabra que escuchan y ¡guardan en el corazón! De ahí -vuelvo a insistir- su apreciación: “enseñándoles a guardar”.

Con esta puntualización, el Hijo de Dios nos revela uno de los rasgos esenciales de la misión de la Iglesia y que, como ya señalé, no es superfluo u optativo. Guardar la Palabra no es una faceta o corriente de la espiritualidad de la Iglesia. El mismo Jesucristo subraya que este guardar su Palabra es la prueba cristalina y diáfana de que una persona ama realmente a Dios; el amor tal y como es, sin sugestiones ni sublimaciones generadas o sobrevenidas por carencias humano-afectivas o por otras causas.

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