Pastores y maestros
Las últimas
palabras que Jesús lega a sus discípulos antes de subir al Padre, tal y como
nos refiere Mateo, definen la misión de la Iglesia así como su razón de ser:
“Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo
os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin
del mundo” (Mt 28,19-20).
El anuncio
del Evangelio de la gracia (Hch 20,24) y de la salvación (Ef 1,13) no es algo
superfluo en lo que respecta a la identidad de la Iglesia, como podría ser, por
ejemplo, que un sacerdote se limitase a impartir clases en un centro educativo.
El anuncio del Evangelio es lo que podríamos
llamar el elemento por excelencia identificador de los pastores llamados por el
Hijo de Dios. Pastores que son reconocidos como tales en la medida en que la
luz del Evangelio brilla en sus ojos, convirtiéndose en palabras de vida (Hch
7,38) en sus bocas.
Hay, sin
embargo, un aspecto en la cita que hemos recogido de Mateo que es fundamental
para comprender la relación entre Evangelio, Iglesia y Misión. Si nos fijamos
bien, al tiempo que el Hijo de Dios pone ante el corazón de sus discípulos el
mundo entero como campo de misión, les exhorta a que enseñen a los hombres a
guardar el Evangelio que de Él han recibido “…enseñándoles a guardar todo lo
que os he mandado”.
Tengamos en
cuenta que en Israel el verbo mandar no tiene el mismo significado que en
nuestra cultura occidental. Nosotros asociamos el mandato a toda una serie de
elementos que conforman la legalidad: ley, mandamiento, obligación, deber… No
así para los israelitas. Estos identifican los términos mandamiento o mandato
con la fuerza de la palabra, antes que cualquier otra connotación. El mismo
Jesús llama mandamientos a las palabras que su Padre le hace oír en orden a su
misión; asimismo llama mandamientos al Evangelio que proclama a sus discípulos:
“Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado
los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Jn 15,10).
Es muy
importante esta aclaración para poder comprender que el Evangelio, dado por el
Hijo de Dios al mundo al precio de su sangre, no es en absoluto un listón o
medida para ser sus discípulos, sino, por encima de todo, un don. Pablo lo
llama “fuerza de Dios para la salvación” (Rm 1,16).
Quizá ahora
entendamos mejor la puntualización del Señor Jesús a sus discípulos al
enviarlos con su Evangelio al mundo entero. No les impulsa a convencer a nadie
y, menos aún, a que se comprometan con una serie de normas hasta alcanzar la
idoneidad exigida para formar parte de la inmensa multitud de discípulos. La
aptitud llegará en su momento y como fruto de la fuerza de la Palabra que
escuchan y ¡guardan en el corazón! De ahí -vuelvo a insistir- su apreciación:
“enseñándoles a guardar”.
Con esta
puntualización, el Hijo de Dios nos revela uno de los rasgos esenciales de la
misión de la Iglesia y que, como ya señalé, no es superfluo u optativo. Guardar
la Palabra no es una faceta o corriente de la espiritualidad de la Iglesia. El
mismo Jesucristo subraya que este guardar su Palabra es la prueba cristalina y
diáfana de que una persona ama realmente a Dios; el amor tal y como es, sin
sugestiones ni sublimaciones generadas o sobrevenidas por carencias
humano-afectivas o por otras causas.
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