Toda
belleza que es susceptible de ser descrita lleva implícita en sí su propia
limitación. Es por ello que el espíritu del hombre se eleva sediento hacia la
belleza indescriptible, la real, la que necesita el espacio infinito para
manifestarse. Estamos hablando de la belleza de Dios.
FUERTES EN EL SEÑOR
Esta vivencia
tan personal de Pablo no es una excepción, sino lo realmente normal en todo
discípulo del Señor Jesús; basta con hacer nuestras las exhortaciones que Pablo
hace a sus ovejas a fin de que alcancen en su crecimiento la madurez de la
plenitud de Jesucristo: “…hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del
conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado del hombre perfecto, a la
madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13).
La relación
entre gracia y misión-pastoreo en Pablo no fue, en absoluto, algo teórico.
Nunca le dio por explicarnos las cualidades o virtudes que han de adornar la
misión de un apóstol y pastor. Lo suyo fue una relación vital, a veces
trágicamente existencial, y que llegó a adquirir tintes dramáticos. Algo que,
por otra parte, no nos tiene que extrañar en absoluto: la gracia implica al
mismo Dios; le implica llevándole a sostener a sus pastores, fortaleciéndoles,
consolándoles y amándoles, ya que no hay pastor ni apóstol sin persecución y
odio por parte del mundo. Odio y persecución que estuvieron presentes casi
ininterrumpidamente en Pablo a lo largo de su vida de seguimiento.
Numerosos son
los pasajes en que el apóstol nos hace confidentes de sus sufrimientos a causa
del Evangelio que anuncia. Sufrimientos, humillaciones, penalidades de todo
tipo, son como barreras que se interponen en su actividad misionera. Sin
embargo, nuestro amigo puede con todo, evidentemente, no por sí mismo sino
fortalecido por su Señor: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4,13).
Entre tantos
pasajes que Pablo narra sobre las penalidades que acompañan su anuncio
evangélico, nos detenemos en uno que creo puede ayudar a todo aquel que, o bien
ya es pastor, o bien está discerniendo acerca de su posible llamada. Es un
pasaje que creo puede ayudar a unos y a otros. En él nos da la impresión de que
el apóstol está al límite de sus fuerzas, de su resistencia. Su clamor, más
bien gemidos, al Señor, nos estremecen. El hombre, altivo cuando actuaba como
doctor –en realidad esclavo- de la Ley, se nos muestra ahora extremadamente
vulnerable, necesitado de fuerza y de cariño; está como hundido, se siente
abofeteado por Satanás que es quien mueve a sus perseguidores: “… para que no
me engría con la sublimidad de esas revelaciones, fue dado un aguijón a mi
carne, un ángel de Satanás que me abofetea para que no me engría” (2Co 12,7).
Pablo utiliza
el término abofetear con la connotación humillante que tenía, tiene y tendrá
siempre. Un hombre abofeteado, sobre todo si es en público, es alguien que
queda de por vida estigmatizado ante la sociedad y, sobre todo, ante los más
cercanos: familia, hijos, amigos, vecinos, etc. Un hombre así abofeteado ya ni
es persona, ha sido despojado de su dignidad; en realidad ha llegado a ser lo
que se dice un don nadie. A esto, a un don nadie quedó reducido el Hijo de Dios
inmediatamente después de ser condenado a muerte por el Sanedrín; fue objeto de
burlas sin cuento y reiteradamente abofeteado: “Entonces se pusieron a
escupirle en la cara y a abofetearle; y otros a golpearle, diciendo: Adivina,
Cristo. ¿Quién es el que te ha pegado?” (Mt 26,67-68).
Así es como se
siente Pablo, así es como le vemos en este su testimonio: abofeteado por unos y
por otros, en público y en privado, por gentiles, por los judíos -su propio
pueblo con todo lo que esto significa- y hasta, como él mismo señala, por
falsos hermanos. Él, que lo ha sido todo en Jerusalén, se ve reducido a la más
absoluta indignidad, como si fuera un apestado; muchos son los que quieren
apagar su voz. No nos parece que inventemos nada si dijéramos que más de una
vez tendría la tentación de abandonar la misión, el discipulado y el pastoreo,
de renunciar a ser la voz que hace resonar la Palabra, en definitiva, renunciar
a ser pastor según el corazón de su Maestro y Señor. Solo que ¿cómo intentar
apagar la Voz? Porque esa es la cuestión: que no era su voz, sino la del Hijo
de Dios la que resonaba atravesando fronteras en búsqueda de hombres que
quieran volver a la vida: “En verdad, en verdad digo: llega la hora, ya estamos
en ella, en que los muertos oirán la voz
de Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán” (Jn 5,25).
Además, en el
caso, más que improbable, de que renunciase al anuncio del Evangelio, ¿qué
haría con su corazón y su alma, tan irresistiblemente atraídos y enamorados de
Jesús, el que le amó hasta el extremo, hasta el punto de entregar su vida por
él? “…y no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que
vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se
entregó a así mismo por mí” (Gá 2,20).
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