martes, 16 de octubre de 2012

EL SABOR DEL EVANGELIO

Lo más maravilloso de Dios reside en que es Misterio permanentemente abierto. Cuando todo se nos cierra, cuando nos quedamos sin horizontes, Él continúa accesible, no hay hombre que esté fuera del radio de su Amor. Misterio, Solicitud, Presencia… y, sobre todo, cercanía. Repito, Dios se nos está permanentemente abierto




                                                              


                                              
                                                        
                                                        El sabor del Evangelio

Nos acercamos a Pablo quien con su experiencia nos iluminará acerca de la sabiduría y discernimiento que el hombre de Dios necesita para rechazar el mal y escoger el bien. Isaías con su profecía nos dio a conocer las armas con que Dios nos provee ante el poder seductor que tienen el mal y la mentira; poder que llega hasta el punto de considerar el mal como algo bueno y provechoso para el hombre. El relato catequético de la desobediencia de Adán y Eva a Dios da fe de la enorme capacidad de seducción y engaño del mal y su príncipe –satán- sobre el hombre (Gé 3,16).

Pablo conoce en su propia carne esta seducción fuerte y persistente hasta el punto de dar la vuelta a sus principios. Nos cuenta su drama, también su combate que aparentemente lo tiene perdido: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco… Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rm 7,15-19).

Nada podríamos hacer si la experiencia del apóstol se redujese a este lamentarse ante su impotencia. Mas no. La descarnada descripción de su debilidad culmina con un canto de victoria y gratitud a Jesucristo, el vencedor de todo mal, de la mentira y su príncipe (Jn 8,44) con todas sus artes seductoras. Oigamos a Pablo: “¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!” (Rm 7,24-25).

Gracias a Jesucristo el Señor. El que se alimentó de la Palabra y Sabiduría del Padre (Jn 4,34), alimento por medio del cual pudo rechazar el mal con sus insidias y seducciones, y acoger el bien. Gracias a Jesucristo porque nos hace partícipes de su Sabiduría con la cual discernimos en nuestras decisiones y opciones. Como pueden ver, nos estamos uniendo a la acción de gracias de Pablo.

Cuando Jesús dice a los suyos que es el único Maestro, les y nos está indicando que sólo Él es la Sabiduría del Padre (1Co 1,24). Sabiduría que le da  autoridad para enseñarnos a partir la Palabra como Él la partía. Una enseñanza por la que la Escritura deja de ser un libro de estudio para convertirse en el alimento por excelencia: palabras que son espíritu y vida (Jn 63b). Este es justamente el discernimiento que necesitamos para rechazar el mal y escoger el bien. Cuando falta esta sabiduría y discernimiento, existe la posibilidad real de que, como denuncian los profetas de Israel, los pastores, en el colmo de su insensatez, terminen por llamar mal al bien y bien al mal: “¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad…!” (Is 5,20).

Los pastores según la rectitud y la verdad son en primer lugar hombres que se han dejado enseñar por su Maestro. Él les ha dado el don de entresacar de la Escritura palabras de vida eterna (Jn 6,68). Con ellas se alimentan a sí mismos y a sus ovejas. Lo que marca la diferencia entre las palabras humanas, las simplemente académicas, y las palabras de vida recogidas como maná escondido (Ap 2,17), es que éstas contienen el sabor de Dios, se saborean, son deliciosas para el paladar del alma.

Cuando un pastor ha llegado a saborear  las palabras de vida que es capaz de recoger en las Escrituras bajo la amorosa tutela de su Maestro, experimenta la atracción natural hacia Dios  que le permite mantenerse en su Evangelio (Jn 8,31-32). Atracción que se convierte en ancla de su permanencia en el amor que Dios le da: “Si guardáis mis mandamientos –Palabras-, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15,10).

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


        


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