Lo más maravilloso de Dios reside en que es Misterio permanentemente abierto. Cuando todo se nos cierra, cuando nos quedamos sin horizontes, Él continúa accesible, no hay hombre que esté fuera del radio de su Amor. Misterio, Solicitud, Presencia… y, sobre todo, cercanía. Repito, Dios se nos está permanentemente abierto
El sabor del Evangelio
Nos acercamos a
Pablo quien con su experiencia nos iluminará acerca de la sabiduría y
discernimiento que el hombre de Dios necesita para rechazar el mal y escoger el
bien. Isaías con su profecía nos dio a conocer las armas con que Dios nos
provee ante el poder seductor que tienen el mal y la mentira; poder que llega
hasta el punto de considerar el mal como algo bueno y provechoso para el
hombre. El relato catequético de la desobediencia de Adán y Eva a Dios da fe de
la enorme capacidad de seducción y engaño del mal y su príncipe –satán- sobre
el hombre (Gé 3,16).
Pablo conoce en
su propia carne esta seducción fuerte y persistente hasta el punto de dar la
vuelta a sus principios. Nos cuenta su drama, también su combate que
aparentemente lo tiene perdido: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues
no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco… Pues bien sé yo que nada
bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a
mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino
que obro el mal que no quiero” (Rm 7,15-19).
Nada podríamos
hacer si la experiencia del apóstol se redujese a este lamentarse ante su
impotencia. Mas no. La descarnada descripción de su debilidad culmina con un
canto de victoria y gratitud a Jesucristo, el vencedor de todo mal, de la
mentira y su príncipe (Jn 8,44) con todas sus artes seductoras. Oigamos a
Pablo: “¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la
muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!” (Rm 7,24-25).
Gracias a
Jesucristo el Señor. El que se alimentó de la Palabra y Sabiduría del Padre (Jn
4,34), alimento por medio del cual pudo rechazar el mal con sus insidias y
seducciones, y acoger el bien. Gracias a Jesucristo porque nos hace partícipes
de su Sabiduría con la cual discernimos en nuestras decisiones y opciones. Como
pueden ver, nos estamos uniendo a la acción de gracias de Pablo.
Cuando Jesús
dice a los suyos que es el único Maestro, les y nos está indicando que sólo Él
es la Sabiduría del Padre (1Co 1,24). Sabiduría que le da autoridad para enseñarnos a partir la Palabra
como Él la partía. Una enseñanza por la que la Escritura deja de ser un libro
de estudio para convertirse en el alimento por excelencia: palabras que son
espíritu y vida (Jn 63b). Este es justamente el discernimiento que necesitamos
para rechazar el mal y escoger el bien. Cuando falta esta sabiduría y
discernimiento, existe la posibilidad real de que, como denuncian los profetas
de Israel, los pastores, en el colmo de su insensatez, terminen por llamar mal
al bien y bien al mal: “¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan
oscuridad por luz y luz por oscuridad…!” (Is 5,20).
Los pastores
según la rectitud y la verdad son en primer lugar hombres que se han dejado
enseñar por su Maestro. Él les ha dado el don de entresacar de la Escritura
palabras de vida eterna (Jn 6,68). Con ellas se alimentan a sí mismos y a sus
ovejas. Lo que marca la diferencia entre las palabras humanas, las simplemente
académicas, y las palabras de vida recogidas como maná escondido (Ap 2,17), es
que éstas contienen el sabor de Dios, se saborean, son deliciosas para el
paladar del alma.
Cuando un
pastor ha llegado a saborear las
palabras de vida que es capaz de recoger en las Escrituras bajo la amorosa
tutela de su Maestro, experimenta la atracción natural hacia Dios que le permite mantenerse en su Evangelio (Jn
8,31-32). Atracción que se convierte en ancla de su permanencia en el amor que
Dios le da: “Si guardáis mis mandamientos –Palabras-, permaneceréis en mi amor,
como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn
15,10).
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