sábado, 21 de abril de 2018

IV Domingo de Pascua






Veremos a Dios: somos partícipes de la naturaleza divina

        El tiempo de Pascua invita a profundizar en lo que significa e implica la resurrección de Jesús, fundamento de la vida cristiana. Las lecturas de hoy recuerdan que la resurrección constituye a Jesús en único salvador (primera lectura), que su salvación consiste en transformar nuestra humanidad (segunda lectura) y que todo esto lo hace como Buen Pastor, que da su vida para compartirla con nosotros (Evangelio).

        La resurrección de la humanidad de Jesús implica la glorificación de la naturaleza humana que él comparte con nosotros. Jesús nos ha conseguido que todos nosotros, unidos a él, podamos ser hijos de Dios y compartir la naturaleza divina: nos ha divinizado.

La Biblia presenta al hombre como carne, que significa limitación, debilidad y, como tal, lejanía de Dios, fuente del bien, de la verdad, de la perfección, de la felicidad y de la alegría.  Pero no sólo esto, es carne pecadora,  culpablemente débil y alejada de Dios. A pesar de esta debilidad y lejanía, el hombre tiene hambre de felicidad infinita y ésta lo mueve a buscarla por todas partes. Es como el hijo menor de la parábola del hijo pródigo, que buscando felicidad va a un país lejano, probando todo tipo de felicidad y comprobando al final que no la encuentra y que ha quedado a la altura de los cerdos. Vive en una situación en que desea hacer el bien y es el mal lo que hace (Rom 7,15-23).

         ¿Cómo superar esta limitación e imposibilidad de llegar a Dios, fuente de la felicidad? Si Dios es amor, el camino para llegar a él es el amor: Pero por su debilidad moral el hombre es incapaz de recorrer este camino. Aquí interviene el Hijo de Dios, que se hace hombre para poder actuar en nombre de los hombres y conseguirnos este acceso. Su vida fue una vida consagrada al amor, murió por amor y llegó a Dios, llevando consigo la humanidad que representaba. Cristo ha muerto y resucitado a favor de todos los hombres. Unidos a él, tenemos acceso a Dios y con ello a la felicidad. Por eso Jesús es el único salvador (primera lectura), la piedra angular, que desecharon los arquitectos (salmo responsorial). Celebrar la resurrección es celebrar que en Cristo podemos superar nuestra limitación y llegar a Dios.

        Por la fe y el bautismo nos hemos unidos a Jesús, y se nos ha regalado el ser hijos de Dios, participes de la naturaleza divina. Esto es un don que tenemos que valorar y agradecer. La segunda lectura nos recuerda que este don lo vivimos ahora en la oscuridad de la fe, pero que es real, como se verá en el momento de nuestra llegada a la casa del Padre en que veremos a Dios tal cual es, lo que implica que ya tenemos esos ojos nuevos, capaces de ver a Dios y que ya participamos de su naturaleza divina.
Pero es también una tarea que tenemos que desarrollar, trabajando para que la nueva naturaleza de hijo de Dios sea la que se manifieste en todos los actos de nuestra vida, de forma que la nueva naturaleza vaya transformando nuestra carne débil. Y como Dios es amor y su naturaleza es amor absoluto, trabajar en la tarea de transformarnos consiste en crecer en el amor concreto en cada circunstancia de nuestra vida. Dos personas solo pueden mirarse a los ojos cuando no hay nada negativo entre ellos, cuando todo es amor. Así este mirarse mutuo es expresión de amor mutuo. Crecer como hijos de Dios es limpiar los ojos para poder mirar a todos con amor. Esto nos capacitará para que, al final, podamos mirar también a Dios cara a cara.

        En cada celebración de la Eucaristía se hace presente el Buen Pastor, que continúa dando su vida, cuidándonos y alimentándonos en la tarea de crecer en el amor, en la tarea de limpiar nuestros ojos. En ella debemos agradecer el ser partícipes de su naturaleza de Hijo de Dios.

Dr. Antonio Rodríguez Carmona


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