sábado, 7 de abril de 2018

II Domingo de Pascua. Domingo de la Divina misericordia




La resurrección de Jesús y sus dones, fruto de la divina misericordia

        Tradicionalmente el evangelio de este domingo, llamado in albis, tiene en cuenta las circunstancias del momento, a los ocho días, que coincide con el día en que los recién bautizados deponían las túnicas blancas que les impusieron el día del bautismo y llevaron toda la semana. Con esto se quiere significar que ha terminado el tiempo de fiesta especial y comienza la vida ordinaria, en la que hay que vivir la fe pascual. Esta vida está evocada en las dos primeras lecturas: la primera nos recuerda el modo de vivir de los primeros cristianos como modelo a seguir, la segunda invita a la alegría, recordando la grandeza de la vida nueva que hemos recibido: Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas.

        Esta misma lectura alaba a Dios Padre, que en su gran misericordia nos regeneró mediante la resurrección de Jesucristo.  A esta alabanza hace eco el salmo responsorial, que invita a Dar gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Por ello los últimos papas nos invitan a ver todo esto como fruto de la misericordia de Dios.

        Existe la misericordia como sentimiento humano, en general bien aceptado como positivo por la conciencia general, pero es un sentimiento que tiene un límite: exige correspondencia. Si esta falta, desaparece la misericordia. Aquí, donde termina la misericordia humana, comienza la misericordia divina, que ama al que no se lo merece. Por eso en la Biblia se presenta como un atributo divino: Dios perdona y da la vida al que no se lo merece. Esto implica un amor que, por una parte, tiene que ser fuerte, a prueba de traición, y, por otra, tierno, capaz de sentir y solidarizarse con el necesitado. Esta doble característica se suele resumir diciendo que la misericordia es un amor que sintoniza con el necesitado y hace todo lo que puede por ayudar. Sintonizar es fundamental, pues, en la necesidad lo primero que exigimos es que se nos comprenda en nuestra situación concreta, es decir, que sintonicen con nuestra situación y sentimientos; por otra parte, es necesario que el que nos comprende haga todo lo que puede para ayudarnos. Quizás no resuelva el caso, pero nos contentamos con la sintonía y el esfuerzo por hacer lo que puede. Misericordia es el amor que nos ayuda desde dentro, compartiendo nuestra necesidad. En este contexto rechazamos como no auténtico la ayuda paternalista, que ayuda desde arriba, y la ayuda fría y profesional que ayuda desde fuera y para salir del paso.

        Jesús, muriendo y resucitando, se ha convertido en la personificación de la misericordia divina. Nos ayuda desde dentro, compartiendo nuestra condición humana en todo, menos en el pecado; más aún, hizo suya nuestra necesidad, tomando sobre sí el pecado del mundo y destruyéndolo en su persona. Para ello hizo todo lo que pudo, dio su vida por nosotros. No pudo hacer más. Por eso nos comprende a los que ahora nos encontramos con problemas, pues él “fue probado en todo como nosotros menos en el pecado. Acerquémonos, pues, con segura confianza al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallemos gracia en orden a ser socorridos en el tiempo oportuno” (Heb. 4,15-16).

        Fruto de su misericordia eficaz son los numerosos frutos de su resurrección que hoy nos recuerda la liturgia: el Espíritu, la fe, la paz, la alegría, la misión, distintos dones que la liturgia nos irá desgranando poco a poco.

        En la celebración de la Eucaristía actúa nuestro Pontífice misericordioso, el que nos comprende e invita a una íntima comunión con él, y el que nos ayuda eficazmente con sus dones: ahora nos ofrece su Espíritu, su alegría, su paz, fortifica la fe y nos envía en misión para ser testigos de su resurrección, especialmente ejerciendo la misericordia como Jesús.

Dr. Antonio Rodríguez Carmona


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