domingo, 29 de abril de 2018

“Ser san­to”, ¡ anda ya ! ¡ de qué vas!



 Hace va­rios me­ses, con­ver­san­do con una ado­les­cen­te, re­ci­bí una de las lec­cio­nes más sig­ni­fi­ca­ti­vas de mi vida. Des­pués de com­par­tir la de­li­ca­da si­tua­ción que es­ta­ba vi­vien­do en casa, don­de sus pa­dres aca­ba­ban de se­pa­rar­se, su fal­ta de con­cen­tra­ción en los es­tu­dios, su gran an­sie­dad e irri­ta­bi­li­dad… se echó a llo­rar di­cién­do­me:
Ángel, ¡no me quie­re na­die! En casa soy un es­tor­bo y mis amigos/as me ig­no­ran. Hoy sólo me han cli­ca­do cin­co «I like it» (me gus­ta) en Fa­ce­book.

Nun­ca ha­bía re­pa­ra­do que el con­ta­dor «me gus­ta» de Fa­ce­book fue­ra el ter­mó­me­tro más fia­ble para me­dir el ca­ri­ño o la re­le­van­cia de las per­so­nas. Al ter­mi­nar la en­tre­vis­ta abrí mi Fa­ce­book y es­tu­ve cli­can­do «me gus­ta» a todos/as los que me ha­bían es­cri­to aquel día. No que­ría ser cau­sa de baja au­to­es­ti­ma de na­die ni de cual­quier in­ci­pien­te de­pre­sión.
Bro­mas apar­te, la tras­pa­ren­cia y sin­ce­ri­dad de aque­lla mu­cha­cha me ayu­dó a dar con la cla­ve de lo que real­men­te sig­ni­fi­ca­ba «ser san­to», o lo que es lo mis­mo, «ser fe­liz», «vi­vir en GRA­CIA», «sen­tir­se pleno, fe­cun­do, li­bre…» Y me ima­gi­né a Dios, des­de el cie­lo, en su Fa­ce­book, con mi­les de mi­llo­nes de amigos/as, cli­can­do los 365 días al año, in­clui­do el bi­sies­to, las vein­ti­cua­tro ho­ras del día, a cada uno: «me gus­ta», «te quie­ro», «me sien­to or­gu­llo­so de ti», «eres mi hijo ama­do»… para que lo­gre­mos en­ten­der de una vez por to­das que la dig­ni­dad de la per­so­na hu­ma­na, aun­que al­gu­nos tra­ten de usur­pár­te­la o man­ci­llar­la, es un re­ga­lo in­mar­ce­si­ble que Dios nos otor­ga a cada uno de sus hi­jos. Y tu nom­bre, aun­que lo ig­no­res, está es­cri­to eter­na­men­te en su co­ra­zón.
Cuan­do leí hace unos días la Ex­hor­ta­ción Apos­tó­li­ca «Gau­de­te et ex­sul­ta­te» («ale­graos y re­go­ci­jaos») del Papa Fran­cis­co, al que se le en­ra­sa­ron los ojos fue a mí. Ser san­to, se­gún re­fie­re el Papa, está al al­can­ce de tu mano y de la mía… aun­que mu­chos ex­cla­men: «¡anda ya!» «¡de qué vas!» Bas­ta, re­fie­re el Papa Fran­cis­co, con que acier­tes a co­nec­tar con Dios, es de­cir, a en­trar en re­la­ción per­so­nal con Je­su­cris­to. Él es quien ofre­ce a cada per­so­na, hoy igual que ayer, ple­ni­tud de sen­ti­do en su vida, au­ten­ti­ci­dad, ale­gría, li­ber­tad, crea­ti­vi­dad, fe­cun­di­dad, sin­ce­ri­dad, fe­li­ci­dad… Son los va­lo­res que Él mis­mo en­car­nó en su vida. Y que si­guen sien­do tan ac­tua­les como ne­ce­sa­rios hoy día.
Esta es la apa­sio­nan­te ta­rea que nos ha con­fia­do el Se­ñor a los sa­cer­do­tes, ofre­cer a cada per­so­na su «con­tra­se­ña» para que se pue­da co­nec­tar con Dios. Por si al­guno la hu­bie­se per­di­do o no se acor­da­se, le ofrez­co la que nun­ca me fa­lla: «an­gel­pe­rez­pue­yo [AT] se­tu­mis­mo [DOT] siem­pre» Ima­gino que bas­ta­rá con cam­biar mi nom­bre por el suyo. Des­co­noz­co si a los más ale­ja­dos o a quie­nes re­nie­gan de Dios tam­bién les pue­da ser­vir. ¡Pro­bad­lo! Y me de­cís. ¡Oja­lá lo­grá­se­mos so­ñar en­tre to­dos un mun­do de san­tos de car­ne y hue­so, como pro­pug­na el Papa, cohe­ren­tes, au­tén­ti­cos, evan­gé­li­cos, como Dios nos creó…! Y lo­gre­mos en­ten­der que no po­de­mos con­for­mar­nos con me­nos. Que te­ne­mos que apos­tar por la ex­ce­len­cia. Que te­ne­mos que ha­cer vi­si­bles to­das las gra­cias con que Él nos ha ador­na­do por den­tro y por fue­ra. Mu­chas per­so­nas es­tán tan preo­cu­pa­das por ir al gim­na­sio para ga­nar mus­cu­la­ción que, sin em­bar­go, no re­pa­ran que tie­nen flá­ci­do el co­ra­zón y fofa el alma. O que el lu­gar pri­vi­le­gia­do para en­con­trar­te con Cris­to siem­pre será el más des­he­re­da­do, tu pró­xi­mo (pró­ji­mo).

Al tra­tar de so­ñar la san­ti­dad de nues­tra Dió­ce­sis de Bar­bas­tro-Mon­zón, re­ga­da por la san­gre de tan­tos már­ti­res, ve­nía a mi men­te la his­to­ria de aquel jefe de una tri­bu in­dia que, gra­ve­men­te en­fer­mo, lla­mó a sus hi­jos y les dijo: «Subid a la mon­ta­ña san­ta. Quien lo­gre traer­me el me­jor re­ga­lo me su­ce­de­rá como jefe. Al atar­de­cer, el pri­me­ro de sus hi­jos le tra­jo una flor que era úni­ca en su es­pe­cie. El se­gun­do le en­tre­gó una her­mo­sí­si­ma pie­dra mul­ti­co­lor. Y el más pe­que­ño le con­fe­só muy ape­na­do: Pa­dre, no he po­di­do traer­te nada. Des­de la cum­bre de la mon­ta­ña di­vi­sé en su otra ver­tien­te ma­ra­vi­llo­sas pra­de­ras y un lago cris­ta­lino. Que­dé fas­ci­na­do pen­san­do en ese nue­vo em­pla­za­mien­to para nues­tra tri­bu. Se echó la no­che en­ci­ma y tuve que re­gre­sar con las ma­nos va­cías. Tú se­rás quien me su­ce­da, hijo mío, re­pli­có el pa­dre, por­que me has traí­do el re­ga­lo más her­mo­so, la vi­sión de un fu­tu­ro me­jor para nues­tro pue­blo.
El me­jor re­ga­lo que el Se­ñor nos po­dría ha­cer, como fru­to de esta Ex­hor­ta­ción Apos­tó­li­ca que iré des­en­tra­ñan­do en las pró­xi­mas se­ma­nas, se­ría que nos ayu­da­se a en­ten­der cómo la san­ti­dad de sus hi­jos se cris­ta­li­za más que en un modo in­fle­xi­ble de ac­tuar en la ma­ne­ra de ser y de vi­vir con cohe­ren­cia los va­lo­res del Evan­ge­lio.
Que la lle­na de GRA­CIA, bajo cuya pro­tec­ción está pues­ta nues­tra Dió­ce­sis, nos ilu­mi­ne y nos guíe para lle­gar a ser san­tos.
Con mi afec­to y ben­di­ción,
+ Ángel Pé­rez Pue­yo
Obis­po de Bar­bas­tro-Mon­zón


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