martes, 22 de mayo de 2012

No busco mi voluntad. Preámbulo al título

 

" Queridos jóvenes es Él quien os busca, aún antes de que vosotros lo busquéis. Respetando plenamente vuestra libertad, se acerca a cada uno de vosotros y se presenta como la respuesta auténtica y decisiva a ese anhelo que anida  en vuestro ser, al deseo de una vida que vale la pena ser vivida. Dejad que os tome  de la mano. Dejad  que entre cada vez más  como amigo y compañero de camino . Ofrecedle vuestra confianza, nunca os desilusionará" (Benedicto, XVI) .





                                                                                       
                                                                                       NO BUSCO MI VOLUNTAD

Los personajes que hemos citado a lo largo de este texto –David, Job y Jeremías- son, al igual que las grandes figuras del Antiguo Testamento, iconos que profetizan y preanuncian el Icono por excelencia, Aquel cuyo corazón fue uno con el corazón de su Padre: Jesucristo.

De Él sí que se puede decir que nunca aspiró a otra libertad, sea de palabra o de obra, que la de identificarse con su Padre. No hubo dos voluntades, la del Padre y la del Hijo, sino una sola. Jesús no se siente infravalorado por hacer la voluntad de Otro. Es su gala y su orgullo y nos lo hace saber abiertamente: “Yo no puedo hacer nada por mi cuenta: juzgo según lo que oigo; –al Padre- y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 5,30).

En su obediencia al Padre y como consecuencia natural a la misión por el Él confiada, se va moldeando en su naturaleza humana un corazón disponible. Recordemos al autor de la carta a los Hebreos: “Jesús aprendió sufriendo a obedecer” (Hb 5,8). Jesús tiene un corazón humano en total comunión con el del Padre; sólo con su obediencia es posible tal identificación. Jesús, el Señor, es el Buen Pastor por excelencia según el corazón de Dios anunciado por los profetas. En Él confluyen dos voluntades, mejor dicho, dos corazones: el suyo y el de quien le envía;  digamos que el Enviado y el Dueño de la mies tienen un solo corazón, el amor los ha fusionado.

El Padre ama al Hijo, bien lo sabe Él en lo más profundo de su ser aun cuando su vida está en juego a causa de su obediencia: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo” (Jn 10,17). Por su parte, Jesús ama al Padre, lo ama en la más radical totalidad, lo ama como Hijo y como Enviado. Por amor es capaz de someterse al poder del mal, personificado en el Príncipe de este mundo. Se someterá para que quede bien claro ante el mundo entero quién tiene la última palabra acerca de su vida y la de todo hombre: Si el Príncipe de este mundo o Dios, su Padre. Dará este paso trascendental como broche de oro de toda una vida y misión que testifica que su amor al Padre no es sólo de palabra sino también de obra. Oigamos su confesión, justo a las puertas de su pasión,  de este amor único e incondicional: “…llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según su voluntad” (Jn 14,30-31).

Amor de comunión, amor de palabras y obras el de Jesús. Amor donde no se sabe dónde termina un corazón, el del Hijo, y dónde empieza otro, el del Padre. Amor que pone en evidencia tantos falsos amores entre los hombres y Dios; falsedad que el profeta Oseas denunció explícitamente: “¡Vuestro amor es como nube mañanera, como rocío matinal, que pasa!” (Os 6,4b).

Amor volátil a Dios, e incluso perverso, que los profetas denunciaron repetidamente y acerca del cual Jesús se pronunció parafraseando a Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí” (Mt 15,8). ¿Cómo pretender tener un corazón según el corazón  de Dios, con esta lejanía? Una distancia bien establecida que hace entrever un Dios molesto a quien hay que tener alejado, porque no nos permite vivir nuestra vida en paz. Recordemos lo que decían estos israelitas a los profetas que les llamaban a conversión: “Apartaos del camino, desviaos de la ruta, dejadnos en paz del Santo de Israel” (Is 30,11).

Jesús, el Hijo, el que con su obediencia se dejó modelar por el Padre, a quien le permitió hacer hasta que su corazón llegó a ser según el suyo, tiene el poder recibido de Él para modelar el corazón de los discípulos, de forma que también en ellos se cumpla la promesa-profecía de Jeremías: “Os daré pastores según mi corazón” (Jr 3,15).

Jesús es, entonces, modelo y modelador. Las manos con las que hace su obra en sus pastores son su Evangelio. Por supuesto que esta es una realidad que nos sobrepasa. Tenemos la tentación de pensar que un buen pastor se hace a sí mismo, como a sí mismo se hace un médico, un ingeniero, una juez… No, en este  caso es Dios quien hace por medio de su Hijo, aunque también es necesario señalar que éste sólo actúa en quien se deja hacer no pasiva sino amorosamente, confiadamente. En estas personas Jesús deposita su Evangelio que, como dice Pablo, es operante (1Ts 2,13b). Es justamente Jesús con su Evangelio quien más partido  saca de todas las riquezas, intuiciones, pulsaciones y metas de nuestro corazón.

Estremecedoras hasta lo indecible nos parecen las palabras del Buen Pastor a su Padre acerca de los futuros pastores que, sentados a su mesa, participan de la Última Cena: “…Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me confiaste se las he confiado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado” (Jn 17,6b-8).

Fijémonos bien en lo que Jesús, acaba de susurrar a su Padre: “Las palabras que tú me has confiado, aquellas por las que mi corazón es según el tuyo, yo, a mi vez, se las confío a ellos para que, más allá de su debilidad, actúen en sus corazones haciendo que lleguen a ser pastores según Tú y según Yo; según nuestro corazón: el tuyo y el mío.



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