Sentada en un banco de madera y
cumpliendo con el día de Dios, levanté los ojos para observar la gran cruz con
la imagen del Cristo elevado sobre el Altar. No era una escultura muerta y sin
vida, tampoco era un perfecto adorno místico de la Iglesia…
Le vi Crucificado y Muerto por mi
causa, sentí su amor y su enorme tristeza ¡Miserable de mí!
No, no me encontraba tan sólo en un
templo católico, sino en Su Casa de la tierra, acogiéndome con los brazos extendidos. Me
dijo:
-Sí,
he muerto y resucitado por ti para abrirte el cielo. Eres tan importante para
Mí, que el Calvario que sufrí y los miles de años que pasé en el infierno
penando por tu salvación, mereció la pena. (Un día es como mil años).
Después
de aquél día en que te dejé, te regalé algo que no debes olvidar jamás; está en
mi Casa y en boca de mis ministros: Mi
infinita Misericordia, perdonándote una
y otra vez; por tanto, escucha antes mi perdón, perdona a quien te hirió y reconcíliate
con aquel a quien ofendiste.
En la Eucaristía se unió a mí, aún sabiendo
que volvería a caer, pero esperando que los días que me queden por vivir, los utilice
con humildad, fe y honestidad.
Le dije hasta pronto y me alejé de su
Casa, plena de Él, sentida y teniendo cuidado de mi alma...
Emma
Díez Lobo
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