Os deseo gracia y paz.
El libro de los Números afirma:
“Moisés era un hombre muy humilde, más que nadie sobre la faz de la tierra”
(Nm 12,3). Un poco más adelante, Dios dice que si hay entre el pueblo un
profeta “me doy a conocer a él en visión y le hablo en sueños” (Nm
12,6). Pero no sucede de la misma manera con Moisés, del cual asegura:
“mi siervo Moisés, el más fiel de todos mis siervos. A él le hablo cara a
cara; abiertamente y no por enigmas; y contempla la figura del Señor” (Nm 12,7-8).
El libro del Éxodo menciona el
rostro radiante y resplandeciente de Moisés: “Cuando Moisés bajó de
la montaña del Sinaí con las dos tablas del Testimonio en la mano, no sabía
que tenía radiante la piel de la cara, por haber hablado con el Señor.
Aarón y los hijos de Israel vieron a Moisés con la piel de la cara radiante
y no se atrevieron a acercarse a él” (Ex 34,29-30). Cuando terminó de hablar
con ellos, Moisés se cubrió la cara con un velo. “Siempre que Moisés entraba
ante el Señor para hablar con él, se quitaba el velo hasta la salida. Al
salir, comunicaba a los hijos de Israel lo que se le había mandado.
Ellos veían la piel de la cara de Moisés radiante, y Moisés se cubría de
nuevo la cara con el velo, hasta que volvía a hablar con
Dios” (Ex 34,34-35).
El contacto con el Señor también
nos vuelve resplandecientes. Quien vive en oración intensa, en escucha
prolongada y diálogo sereno con el Señor, queda transfigurado. Posee
un resplandor que no es propio, sino concedido por gracia. Quien participa
del amor de Dios, comunica amor y permanece en el amor. Todo ello no es
posible sin una auténtica actitud de humildad. Quien trata a menudo
con el Señor sabe de la distancia entre Dios y los seres creados. Escribe
Santa Teresa de Jesús: “la humildad es andar en verdad”.
La Sagrada Escritura concede
mucha importancia a la humildad. Es muy conocido el texto de Miqueas:
“Hombre, se te ha hecho saber lo que es bueno, lo que el Señor quiere de
ti: tan solo practicar el derecho, amar la bondad, y caminar humildemente
con tu Dios” (Miq 6,8).
Leemos algunos versículos de
los Proverbios: “Tras la soberbia llega la vergüenza, con los humildes
está la sabiduría” (Prov 11,2); “Temer al Señor educa en la sabiduría,
delante de la gloria va la humildad” (Prov 15,33): “Si eres humilde y temes
al Señor tendrás riquezas, vida y honor” (Prov 22,4); “El orgullo del
hombre acaba humillándolo, el de espíritu humilde será respetado”
(Prov 29,23). También los salmos nos enseñan: “El Señor es bueno y es recto,
y enseña el camino a los pecadores; hace caminar a los humildes con
rectitud, enseña su camino a los humildes” (Sal 25 [24],8-9).
El modelo lo encontramos en Jesús,
que nos dice: “aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt
11,29). La Virgen María proclama la grandeza del Señor y su espíritu
se alegra en Dios, su Salvador “porque ha mirado la humildad de su esclava”
(Lc 1,48). El Señor “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los
humildes” (Lc 1,52).
En los escritos paulinos se insiste:
“Tened la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones
de grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde” (Rom 12,16);
“Así, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión
entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia” (Col 3,12).
La Primera Carta de Pedro recomienda:
“Y por último, tened todos el mismo sentir, sed solidarios en el sufrimiento,
quereos como hermanos, tened un corazón compasivo y sed humildes” (1
Pe 3,8). “Así pues, sed humildes bajo la poderosa mano de Dios, para que
él os ensalce en su momento” (1 Pe 5,6).
Recibid mi cordial saludo
y mi bendición,
+
Julián Ruiz Martorell,
Obispo
de Huesca y de Jaca
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