Sembrad, pues habrá cosecha
El Evangelio de este domingo, junto con el de los
dos domingos siguientes, está tomado de una sección de san Mateo (Mt 13) cuya
finalidad es iluminar con la palabra de Dios el fenómeno de la incredulidad y
la postura que tiene que tomar el cristiano ante ella. Se trata de un fenómeno
presente en toda la Historia de la salvación, que vivieron los profetas, vivió
Jesús y vivimos nosotros, los que vivimos en una época en que aparentemente son
cada día menos los creyentes, situación que puede desmoralizar.
Jesús vivió esta situación. Los primeros momentos de
su ministerio fueron de acogida popular calurosa: ha surgido un profeta que
hace el bien, habla de Dios como padre, vive en medio del pueblo sencillo: “Al ver la gente la señal que había
realizado, decía: « Este es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo. » Dándose cuenta
Jesús de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de
nuevo al monte él solo (Jn 6,14-15). Pero Jesús no halagó al pueblo con
falsos mensajes, sino que expuso con sinceridad el plan de Dios: « Maestro, sabemos que eres veraz y que no te
importa por nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que
enseñas con franqueza el camino de Dios»... (Mc 12,14). El Reino de Dios
que anunciaba no era un reino político-religioso como esperaba la mayoría, sino
un reinado de Dios Padre que crea un pueblo de hijos que viven fraternalmente;
su ley será el amor, el servicio, el dar la vida por los demás.
El anuncio de la Eucaristía lo resume todo. Naturalmente este mensaje no agradaba al
pueblo. Muchos de sus discípulos, al
oírle, dijeron: « Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?... Desde entonces muchos de sus discípulos se
volvieron atrás y ya no andaban con él. (Jn 6,60.66). Es lo que se conoce
como “crisis de Galilea”, un momento en que la masa abandona a Jesús y sólo le
sigue un pequeño grupo. Este es el contexto de la parábola del sembrador, cuya
enseñanza básica es la convicción que tiene el sembrador de que habrá cosecha,
por eso siembra y trabaja, aunque es consciente de que parte de la semilla se
perderá y no todas las semillas darán el mismo rendimiento. Éste dependerá de
la calidad del terreno, como se explica un poco más adelante en el mismo
evangelio de Mateo. Con esta y otras
enseñanzas semejantes Jesús mantenía la moral de sus seguidores.
Es una enseñanza también necesaria para los
cristianos que vivimos en un mundo aparentemente cada día más descristianizado.
¡Habrá cosecha! Mejor, la cosecha ya
existe, porque ya ha tenido lugar con la resurrección de Jesús. El problema no
es si vendrá o no plenamente el reino de Dios, que vendrá, sino la respuesta
que damos los hombres, que el Padre quiere que sea lo más amplia posible y por
eso nos envía a continuar la misión de Jesús. A pesar del ambiente negativo hay
que seguir sembrando el Evangelio, porque habrá cosecha.
Es interesante constatar que en el libro del
Apocalipsis, cuando se narran las
dificultades que vivirá la comunidad cristiana,
se la invita a cantar el himno de victoria del final, cuando triunfe
plenamente la salvación de Dios y comprendamos todos los porqués que ahora nos
desconciertan: ¡Grandes y maravillosas
tus obras, Señor Dios omnipotente! ¡Justo
y verdaderos tus juicios, oh rey de los siglos!... (Ap 15,3. La liturgia
nos invita a hacer lo mismo, integrando estos himnos en la hora de vísperas).
Por otra parte, la palabra sembrada tiene un
dinamismo propio, que realiza su contenido (1ª lectura). Hay que sembrarla con
fe en su propia eficacia. El que la acoge tiene vida eterna (Jn 1,12), el que
la rechaza se excluye de ella. Por eso Jesús afirma que su palabra juzga, pues pone de manifiesto el tipo
de tierra que hay en cada corazón: Si
alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido
para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe
mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la Palabra que yo he hablado, ésa le
juzgará el último día; porque yo no he
hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que
tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo
que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí. » (Jn 12,47-50).
Celebrar la Eucaristía es celebrar, por una parte,
la cosecha final, y, por otra, la eficacia de la Palabra que se nos entrega
para alimentarnos y transformarnos.
Dr. Antonio Rodríguez Carmona
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