La liturgia de este domingo nos adentra en el discurso
apostólico de Jesús. En dicho discurso agrupa varios dichos o sentencias. Sus
primeras palabras no aluden al testimonio de quien evangeliza sino al encuentro
personal con Jesús ante el cual todo queda relativizado. Desde aquí habría que
entender también nuestro seguimiento al Señor y la misión evangelizadora que
nos ha sido confiada.
La relación entre Cristo y su discípulo es tan
estrecha, tan exclusiva y tan radical que se nos antoja casi imposible de
llevar a cabo. Es necesario contextualizarla desde la mentalidad del siglo
primero. En aquella época, la relación de parentesco lo era todo: servía como
lugar de socialización, de refugio en la enfermedad, como ámbito de defensa…,
de tal forma que una persona sin este grupo de referencia no era nadie; se
convertía en un marginado social. En este contexto, Jesús hace una petición
drástica a su seguidores: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí no
es digno de mí” como para expresar que el seguimiento incondicional va más allá
del puro sentimiento. No es cuestión de afectividad sino de elección efectiva.
Jesús no pide que el discípulo deje de querer a su familia; lo que exige es que
si los lazos familiares fueran un obstáculo insalvable para optar por el Reino,
éste tiene la primacía.
Pero no acaba aquí todo. Hay algo más todavía. La
persona de Jesús y su mensaje deben anteponerse a todo. Seguir a Jesús conlleva
muchas veces cargar con la cruz que no esperabas y abrazarla como Él. “El que
no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”. Sólo entonces puede convertirse
la cruz en pórtico de gloria, en signo de seguimiento, en señal de amor y de
entrega…
Cuentan que un hombre se quejaba de su suerte por la
cruz que le había tocado en la vida. Cuando regresaba del trabajo, todos le
parecían que eran más felices que él. Un día el Señor lo esperó a la
puerta de su casa. “Ven conmigo”, le dijo, y podrás escoger otra cruz a tu
gusto. Y le llevó a una gruta llena de cruces de todos los estilos,
tamaños y calidades. “Son las cruces de los hombres”, le dijo el Señor. “Elige
la que quieras”. El hombre dejó su cruz en un rincón y fue escogiendo. Probó
una cruz ligera, pero era muy fea y la dejó. Luego una muy bonita, pero se le
clavaba en los hombros. Después una de metales preciosos, pero pesaba mucho y
no podía caminar. Probó una y otra vez, pero tenían defectos y las dejó. Por
fin en un rincón encontró una pequeña cruz. No era muy bonita, pero parecía a
propósito para él. La probó y dijo: “Me quedo con esta”. Al salir de la gruta
se dio cuenta de que había escogido la que dejó al entrar. La besó y se la
volvió a colgar sobre su cuello. Providencialmente, desde aquel momento, se
convirtió en una verdadera oportunidad, en la mediación privilegiada para
ofrendar su vida por los demás. Se convirtió realmente en pórtico de gloria.
Cruz y amor son sinónimos para el seguidor de Jesús. Ser discípulo cristiano
supone una entrega tan plena que constituye una rendición sin condiciones a
Cristo, debido a la urgencia del Reino de Dios, para que nadie se pierda, ante
el cual todo queda en segundo lugar, incluso la propia vida y los afectos
personales o familiares. No hay otro modo de ser cristiano sino amando
incondicionalmente a Jesús. «Amando hasta que duela».
Mateo describe cuatro tipos de mensajeros: los
apóstoles, los profetas, los justos y los pequeños. Los apóstoles eran
mensajeros del Evangelio que enseñaban y proclamaban la buena noticia. Los
profetas eran predicadores itinerantes que imitaban la radicalidad de vida de
Jesús e iban recordando sus enseñanzas. Los justos eran cristianos procedentes
del judaísmo que buscaban ser fieles a la ley de Moisés desde las enseñanzas de
Jesús. Por último, los pequeños eran los creyentes en proceso de maduración de
su fe. Una de las peculiaridades, que sólo se encuentra en Mateo, es que todos
los miembros de la comunidad tienen la dignidad de enviados y la misión de
anunciar el evangelio. Anunciar la Buena Noticia de Jesucristo, como acabamos de
ver, nos compromete a todos. Sin embargo, lo que nos caracteriza e identifica
como seguidores de Jesús no es la mera proclamación de un mensaje, sino la
adhesión a la persona de Jesucristo. Ser discípulo implica identificarse con
Cristo. Esta identificación no está exenta de conflictos y sufrimientos, pero
también ofrece una generosa recompensa. En la primera lectura la familia
sunamita recibe como recompensa de su hospitalidad un hijo varón. La mayor de
las recompensas, dirá Pablo en la segunda lectura, es compartir la vida en
plenitud que nos ha dado el resucitado. Por su parte el evangelio alude a una
recompensa doble, por una parte, la de ser representantes del Señor aquí en la
tierra, y por otra, obtener la vida eterna.
Reconozco que el evangelio de hoy resulte incómodo y
tengamos la tentación de pasarlo por alto. Sin embargo, al igual que nos está
sucediendo en la Diócesis a la hora de implicar a todos en la evangelización
(en la «orquesta»), la clave está en propiciar primero un encuentro personal con
el Señor. La mayor alienación del hombre no es Dios sino la idolatría del poder
y del dinero, que cierran el corazón al amor y a la justicia por el egoísmo que
genera. Sólo Cristo puede liberarnos y sanarnos del único pecado, el DESAMOR.
Con mi afecto y mi bendición,
Ángel Pérez Pueyo
Obispo de Barbastro-Monzón
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