Cuando no se ha intentado nunca, uno cree que es fácil, y que basta con quererlo para hacer dentro de sí el silencio. Pero cuando se intenta de verdad, se ve qué difícil es, cómo es una de esas cosas para las que menos capaces somos, y sobre las cuales tiene menos poder nuestra voluntad.
Cuando un
alma ha descubierto la Presencia, la intimidad, la vida de oración, únicamente
desea estar humildemente delante de su Señor, en el vacío y en la plenitud del
silencio. Esa alma ha comprendido, ha conocido interiormente que Dios existe,
que está presente en ella, que la ama. Sólo está sedienta de una cosa: de
hundirse en ese silencio que responde a la Presencia, de permanecer en
esta atención y en esa simple mirada, en la que se resume la contemplación.
Y el alma trata de rehacer su silencio.
Entonces,
tal vez a partir de breves períodos de gracia, experimenta dolorosamente su
impotencia para eliminar el ruido. Por muy firme que sea su voluntad, se
sorprende a cada paso en flagrante delito de charlatanería interior, de
curiosidad, de dispersión. El ruido rezuma en ella por mil grietas
imperceptibles. Taparlas una tras otra es un trabajo agotador; vuelven siempre
a abrirse bajo los golpes de una resaca que nunca pasa.
Existen
algunas medidas indicadas a las que conviene acudir; preparación de la
oración, y también algunas técnicas psicológicas que nos permitan ser dueños de
nosotros mismos. Pero eso no es suficiente. El único recurso que queda, como
sucede siempre en el plano sobrenatural, es éste: pedir lo que ella no puede
adquirir, obtener a fuerza de súplicas y de humildad lo que por sí misma no
puede realizar. Implorar, mendigar, desde el fondo de su miseria y su
impotencia, el don regio del silencio.
“Alzo los
ojos a las montañas.
¿De dónde
me vendrá el socorro?
(Sal 121,
1)
(…) Si la Virgen inmaculada es la única que conoce, en su pureza de cristal, la
plenitud del silencio, Ella es también la única que lo puede, en su generosidad
de Madre dispensar.
Y he aquí
que ante nosotros se abre el secreto del silencio. No se encuentra al
término de una lucha o de una violencia: bastante hemos experimentado que
nuestros esfuerzos, demasiadas veces, crean una tensión que es, en sí misma,
destructora del silencio.
En
presencia del misterio de María, comprendemos que el silencio es más bien el
fruto de una adhesión, de un desposeernos, que pone en el alma la paz. Un gesto
de santo abandono es el que crea ese alto, esta parada, que es la condición
misma del silencio que estamos mendigando.
No hay
necesidad de frases ni de ruido de ninguna clase. Basta con entregarse con toda
la confianza de un niño.
Una madre
no deja a sus hijos envueltos en andrajos. Tan pronto como hayamos desgarrado
el silencio, volvamos a ella con la sencillez de los niños pequeños, diez veces
por minuto, si hace falta. Y cada vez que vayamos, La Virgen nos revestirá con
su silencio inmaculado.
Y
descubriremos cada vez un poco más el misterio de la Concepción Inmaculada y de
la maternidad espiritual.
Y de esa
manera, a lo largo de toda nuestra vida en que va madurando la alegría eterna,
iremos siempre penetrando más en el mismo silencio de María, Maestra de oración
y Madre de todas las gracias.
(Soeur Jeanne d´Arc, op_ María,
Madre del Silencio in Nuestra
actitud Bíblica, Un corazon que esche, pp 130-134)
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