jueves, 16 de agosto de 2012


ABRIÓ SUS ESPÍRITUS






      Todos nos conocemos a nosotros mismos, tanto que nos da vergüenza escarbar ciertas realidades de nuestra historia. Por eso lo increíble, lo que es realmente increíble, es que Dios quiera establecer y mantener una relación de amor con todo hombre. Es como si pasara de lo que a nosotros nos avergüenza.





Testigos, partícipes, en comunión con los sufrimientos de Jesucristo;  he ahí algunos de los sellos de identidad de la primera cristiandad. Sellos que las ovejas ven brillar en sus pastores, como lo hemos podido comprobar en Pablo y Pedro, aunque también podríamos detenernos en tantos otros nombrados en los Hechos de los Apóstoles.

Para todos los pastores según el corazón de Dios de la primera generación cristiana, así como todas las que se han sucedido y sucederán a lo largo de la Historia, Jesús no es simplemente el modelo en quien fijarse, pues esto no sería suficiente; es el Modelo y también el Moldeador de pastores. Es su forma de moldear lo que da a sus pastores una Fuerza y una Sabiduría que no son de este mundo sino del suyo, el del Padre; hablamos de la Fuerza y de la Sabiduría de Dios. El Pastor de pastores pronuncia a las puertas de su pasión palabras que en aquel momento ninguno de los suyos pudo entender: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). No hay la menor duda  que le escucharon respetuosamente, pero era tal la depresión y tristeza que se había apoderado de ellos que no alcanzaron a comprender lo que estaban oyendo; de ahí su dispersión cuando se consumó la traición de Judas. Resucitado, los reunió nuevamente y “abrió sus espíritus” –las entrañas de sus almas- para que comprendieran las Escrituras (Lc 24,45).

Ahora sí, ya los puede enviar al encuentro de los hombres del mundo entero (Mt 28,18-20).  Son por comunión con su Pastor y con sus padecimientos, mas también con su luz, pastores según su corazón. No hay la menor duda de que todos, los de entonces y los de hoy, pueden, por obra y gracia de Jesucristo, hacer suyo el testimonio de Pablo que nos ha dado pie para esta catequesis: “Por eso todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación que está en Cristo Jesús con la gloria eterna” (2Tm 2,10).

No quiero terminar sin hacer, como ya anuncié, una pequeña aclaración acerca del término “elegidos” citado por Pablo. Es conveniente explicitar lo que Pablo y las Escrituras en general, entienden por la palabra elegidos; palabra  que no tiene nada que ver con una posible predestinación o determinismo, ante lo cual no es posible para el hombre otra alternativa, lo que supone una anulación de su libertad.

Muy brevemente diré que no hay desarrollo de la elección sin la aceptación desde su propia libertad. La elección de Dios está siempre en consonancia con la llamada interior que emerge por sí misma de forma natural desde lo profundo del hombre, y que el salmista, inspirado por el Espíritu Santo, expresó de esta forma: “Dice de ti mi corazón: Busca su rostro…” (Sl 27,8).

Con esta afirmación nuestro autor está subrayando el grito de supervivencia, de ansias de inmortalidad, que emerge de nuestras entrañas y que no hay cómo acallarlo. Jesucristo es la respuesta de Dios Padre a estos nuestros anhelos que, repito, están ahí; no son un añadido, hacen parte de nuestro ser. En realidad Dios se sirve de estos gritos para llamarnos a Él, a la Vida. Es el Evangelio el gran Altavoz de Dios que hace que esta nuestra llamada interior encuentre en Él su eco. De ahí la urgencia de su anuncio, ya que donde éste se proclama, llamada interior y respuesta de Dios encuentran su unidad perfecta: ¡la elección ha acontecido!

No obstante, hemos de tener en cuenta lo que dice Jesús: Todos somos llamados, mas no todos elegidos (Mt 22,14). Ahí es donde entra en juego nuestra libertad con sus consiguientes opciones y decisiones. Allí donde se predica el Evangelio, la invitación de Dios resuena con fuerza en todos aquellos que lo acogen y, como decía san Ignacio de Antioquía, en él se refugian.




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