viernes, 7 de diciembre de 2012

LIBERTAD Y DIGNIDAD


Cuando la Palabra nos arrebata hacia Dios, es tal la sabiduría que alcanza al alma que ésta se siente traspasada por la divinidad; es entonces cuando todas nuestras mediocridades se desvanecen aunque sigan estando ahí. Están pero ya no nos condicionan ni nos atan a nada. Dios ganó la partida.







Libertad y dignidad

 

Todo aquel que ha sido llamado por Jesucristo a ser pastor y que hospeda en su corazón su Evangelio está viviendo algo asombroso e inaudito: ¡convive con Dios! La Palabra albergada en su interior forma en él un corazón apto para conocerle, como nos dicen los profetas (Jr 24,7). Es un conocer con toda la riqueza afectiva que conlleva este verbo en la espiritualidad bíblica. Hablamos, pues, de pastores que conocen a Dios, y de Él reciben la capacidad de enseñar a sus ovejas a convivir con el Trascendente.

Estos pastores viven sumergidos en una existencia al mismo tiempo mundana y extramundana. Están en el mundo –su campo de misión- sin ser del mundo (Jn 17,15-16). Son pastores para todos los hombres no porque sean mejores que ellos, sino por Aquel que  vive en sus entrañas (Gá 2,20). Viven –si se me permite una especie de metáfora- al ritmo de una prodigiosa aleación de cuerpo y espíritu.

Esta forma de existir no les repliega sobre sí mismos, más bien al contrario, les impulsa a abrirse -con los tesoros que de Dios han recibido- al mundo entero sin excepción alguna; a un mundo pobre, carente y escaso de vida por la inmisericorde y brutal opresión que ejerce sobre su alma el dios-dinero (Mt 6,24); no en vano Jesús ofreció a todos los hombres esta invitación tan especial como necesaria: “Venid a mí los que estáis cansados y sobrecargados, y yo os daré descanso… Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11,28-29). El drama que cargan tantos y tantos hermanos suyos impide a estos pastores hacer oídos sordos a sus gritos de auxilio, por lo que, al igual que Pablo, se exhortan a sí mismos: ¡ay de mí si no evangelizare! (1Co 9,16).

Bien saben estos pastores que su alianza con Dios, con el que conviven por la Palabra guardada, sólo es válida y real si se desdobla en alianza con los hombres todos, los lejanos y los cercanos. Por eso están prontos a partir adonde su  Señor les envíe. No hay frontera que se resista a una alianza tejida con los hilos del amor eterno e indestructible de Dios.

 Estos discípulos son pastores según el corazón de Dios, lo que les hace insultantemente libres. No están sujetos ni condicionados por “la última lumbrera”, cuyo esplendor no pocas veces “es como flor de hierba que se seca y desaparece” (1P 1,24). Son auténticos hombres de Dios que Él regala al mundo; se identifican con aquellos discípulos de los que habla Jesús. “Todo escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es semejante al dueño de una casa que saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo” (Mt 13,52).

En su misión conjugan libertad con dignidad, propias de su Maestro y Señor, quien les parte la Palabra. Él es la Fuente de donde sacan, con gozo indescriptible, las aguas de la salvación (Is 12,3). Su ministerio refleja la libertad y la dignidad en estado puro, no en vano  ambas son creación de Dios.




 

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