Cuando la Palabra nos arrebata hacia
Dios, es tal la sabiduría que alcanza al alma que ésta se siente traspasada por
la divinidad; es entonces cuando todas nuestras mediocridades se desvanecen
aunque sigan estando ahí. Están pero ya no nos condicionan ni nos atan a nada.
Dios ganó la partida.
Libertad y dignidad
Todo
aquel que ha sido llamado por Jesucristo a ser pastor y que hospeda en su
corazón su Evangelio está viviendo algo asombroso e inaudito: ¡convive con
Dios! La Palabra
albergada en su interior forma en él un corazón apto para conocerle, como nos
dicen los profetas (Jr 24,7). Es un conocer con toda la riqueza afectiva que conlleva
este verbo en la espiritualidad bíblica. Hablamos, pues, de pastores que
conocen a Dios, y de Él reciben la capacidad de enseñar a sus ovejas a convivir
con el Trascendente.
Estos
pastores viven sumergidos en una existencia al mismo tiempo mundana y
extramundana. Están en el mundo –su campo de misión- sin ser del mundo (Jn
17,15-16). Son pastores para todos los hombres no porque sean mejores que
ellos, sino por Aquel que vive en sus
entrañas (Gá 2,20). Viven –si se me permite una especie de metáfora- al ritmo
de una prodigiosa aleación de cuerpo y espíritu.
Esta
forma de existir no les repliega sobre sí mismos, más bien al contrario, les
impulsa a abrirse -con los tesoros que de Dios han recibido- al mundo entero
sin excepción alguna; a un mundo pobre, carente y escaso de vida por la
inmisericorde y brutal opresión que ejerce sobre su alma el dios-dinero (Mt
6,24); no en vano Jesús ofreció a todos los hombres esta invitación tan
especial como necesaria: “Venid a mí los que estáis cansados y sobrecargados, y
yo os daré descanso… Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y
hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11,28-29). El drama que cargan
tantos y tantos hermanos suyos impide a estos pastores hacer oídos sordos a sus
gritos de auxilio, por lo que, al igual que Pablo, se exhortan a sí mismos: ¡ay
de mí si no evangelizare! (1Co 9,16).
Bien
saben estos pastores que su alianza con Dios, con el que conviven por la Palabra guardada, sólo es
válida y real si se desdobla en alianza con los hombres todos, los lejanos y
los cercanos. Por eso están prontos a partir adonde su Señor les envíe. No hay frontera que se
resista a una alianza tejida con los hilos del amor eterno e indestructible de
Dios.
Estos discípulos son pastores según el corazón
de Dios, lo que les hace insultantemente libres. No están sujetos ni
condicionados por “la última lumbrera”, cuyo esplendor no pocas veces “es como
flor de hierba que se seca y desaparece” (1P 1,24). Son auténticos hombres de
Dios que Él regala al mundo; se identifican con aquellos discípulos de los que
habla Jesús. “Todo escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es
semejante al dueño de una casa que saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo” (Mt
13,52).
En
su misión conjugan libertad con dignidad, propias de su Maestro y Señor, quien
les parte la Palabra.
Él es la Fuente
de donde sacan, con gozo indescriptible, las aguas de la salvación (Is 12,3).
Su ministerio refleja la libertad y la dignidad en estado puro, no en vano ambas son creación de Dios.
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