martes, 27 de agosto de 2013
CAUTIVADOS POR EL FUEGO
En este capítulo intentaremos delinear uno de
los rasgos que definen con más clarividencia a los pastores que, con su
ministerio evangélico, iluminan al mundo. Pastores que han sido, primero
llamados, después seducidos y envueltos, más aún, apresados por el fuego de
Dios. Prisioneros de su Fuego con el que quedaron connaturalizados, lo que les
permitió reconocerlo como el hábitat que Dios preparó para su alma. Pastores
que personifican al Hombre Nuevo creado según Dios, como nos dice el apóstol
Pablo (Ef 4,24).
Tengo la casi certeza de que la mayoría de los
que están leyendo estas líneas están pensando en las más altas cumbres de la
mística, ésa que, según una forma errónea de entender la espiritualidad, está
reservada a unos pocos elegidos; aquellos que, desatándose de todo lazo
mundano, se perdieron entre montañas escarpadas para abrazarse a la más
estricta soledad.
Por supuesto que habitar con el fuego devorador
de Dios en la línea en que nos da a conocer la Escritura -por ejemplo, Is
33,14b- supone haber descubierto el alma mística que todos poseemos. Puesto que
todos la tenemos, no es, pues, necesario retirarse, ni apartarse, ni esconderse
en una cueva para poder alcanzar la intimidad con Dios. De hecho, los
profundísimos e íntimos encuentros de hombres y mujeres con Dios que nos narran
las Escrituras están marcados por el sello de la normalidad. Son encuentros que
rezuman sencillez, simplicidad, y en los que se pone de relieve que el fuego de
Dios, su llamada y misión forman un todo indisoluble, como podremos ver a
continuación.
Al aproximarse a la zarza, oye una voz desde el
fuego que pronuncia su nombre. Moisés no sabe cómo ni de qué manera sus pasos
le han conducido junto a Dios; sin embargo es consciente de que está ante Él,
de ahí su respuesta: “¡Heme aquí!” Vivencia muy parecida a la que siglos más
tarde experimentará Jeremías: “¡Me has
seducido, Yahvé, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido!” (Jr
20,7). Más adelante volveremos sobre esta experiencia del profeta, íntimo de
Dios como pocos.
Volvemos a Moisés. Parece como hechizado por el
fuego de Dios. Sus pasos son bien nítidos: van de la curiosidad al asombro, del
asombro a la decisión de acercarse, y es en este su aproximarse cuando la
proclamación de su nombre atraviesa su alma. Moisés queda como envuelto por el
fuego de la zarza, el pastor de ovejas pasa a ser pastor de Israel hacia la
tierra prometida. Ésta es la riqueza existencial que pudo vislumbrar en una
fracción de segundo al tiempo que descubrió, en el fuego-palabra que pronunció
su nombre y lo llamó, la misión que se convertiría en la razón de su
existencia. De ahí su ¡heme aquí, aquí estoy! A continuación el autor del libro
del Éxodo desarrolla la misión que Dios le confía. Preciosa, sí, pero al
principio –en el principio, como diría
Juan (Jn 1,1)- el Fuego, la Palabra…
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