sábado, 11 de junio de 2016

XI Domingo del Tiempo Ordinario


  perdón de los pecados, resumen de la obra salvadora de Jesús

El Evangelio de hoy es el último de una serie de relatos en que san Lucas presenta la originalidad de la salvación que ofrece Jesús en contraposición a los sistemas paganos de salvación. Estos últimos buscan la salvación en el dinero, el poder, la violencia, la fama, invitando ansiosamente a conseguirlos con los medios que sea y marginando a las personas e instituciones que no los pueden ofrecer. Son sistemas que crean dolor y tristeza. Desgraciadamente es una realidad que nos invade. El cristiano, que vive y respira en este ambiente, tiene el peligro de dejarse seducir de esta falsa salvación, peligro que con demasiada frecuencia es realidad.

San Lucas invita a los cristianos a valorar la verdadera salvación que ofrece Jesús. Es una salvación total, porque abarca a toda la persona, cuerpo y alma y es para siempre, comenzando en esta vida y culminando en la futura, dando así lo que no pueden ofrecer los sistemas paganos, como la resurrección y un corazón nuevo. Sus milagros fueron signos que indicaban el alcance de su obra: curó enfermedades para indicar que el Reino de Dios implica destrucción del dolor, resucitó muertos para indicar que su salvación implica superar la muerte con la resurrección... Hoy se subraya un aspecto muy importante, tanto en la primera lectura como en el Evangelio, el perdón de los pecados, la salvación radical, que san Lucas presenta como “el trueno gordo” dentro de la serie de signos salvadores de Jesús, que se han ido recordando estos domingos.

Perdón de los pecados es para san Lucas el resumen y la quintaesencia de la obra de Jesús. Por ello resume la misión encomendada por Jesús a la Iglesia en esta frase: «predicar en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones» (Lc 24,47). Implica no sólo amnistía de todos los pecados cometidos por el hombre, sino positivamente la renovación y transformación del corazón. Es el principio básico de la obra salvadora de Jesús, que comienza con la transformación de lo más íntimo de la persona, quitando el corazón de piedra y dando un corazón de carne, transformado por el amor de Dios, derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos dio en el bautismo (Rom 5,5). Es la gran promesa aneja a la nueva alianza: «Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré.  Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas» (Ez 36,25-27). El problema de las salvaciones no radica en programas o teorías más o menos buenas sino en el corazón que ha de aplicarlos y llevarlos a cabo. Un corazón de piedra todo lo echará a perder.

Jesús comienza salvando la raíz de la persona, el corazón. Esto es un don y una tarea. Se nos regala por medio de Espíritu un corazón filial y fraternal, capaz de vivir como hijo de Dios y hermano de todos los hombres, pero esto implica vivir desarrollando todas sus implicaciones en la vida de cada día, de forma que todas las acciones nazcan de un corazón limpio que conduzca a la visión de Dios (Mt 5,8).

Puesto que todos somos débiles, Jesús nos dejó el sacramento de la penitencia para reparar los daños inferidos al corazón nuevo después del bautismo. Y no solo esto, nos ofrece también la posibilidad de erradicar constantemente todos los daños que le podamos inferir. Al igual que en nuestro organismo hay partes blandas y delicadas en las que los roces y golpes producen callos y traumatismos, así las faltas a Dios y a los hermanos producen durezas, e incluso la muerte, en nuestro corazón nuevo. Para ello Jesús nos ofrece la posibilidad de la virtud de la penitencia, que nos permite reparar sobre la marcha nuestros pecados. Es un fuego abrasador que devora y purifica el corazón y, como todo fuego, necesita ser alimentado. En este caso se alimenta con el amor y la humildad: humildad que reconoce la propia debilidad y pide perdón a Dios y al hermano; amor que siente la falta de correspondencia al amor de Dios.

La celebración de la Eucaristía supone el perdón de los pecados y lo potencia. La comenzamos pidiendo perdón y, en la medida en que acogemos la palabra de Dios, oramos y nos unimos al sacrificio de Jesús, purifica el corazón. Por otra parte, es un momento privilegiado para agradecer el corazón nuevo, fruto de la muerte y resurrección de Jesús.  


Rvdo. D. Antonio Rodríguez Carmona

No hay comentarios:

Publicar un comentario