viernes, 14 de febrero de 2020

Introducción personal al «Libro de la Oración y meditación» Fray Luis de Granada





«Con toda el alma anhelaba con ansia a su Cristo; a este se consagraba él, no sólo con  el corazón, sino con el cuerpo. [...] Convertía todo su tiempo en ocio santo, para que la  sabiduría le fuera penetrando en el alma, pareciéndose  retroceder si no veía que adelantaba a  cada paso»

«Esto en casa. Pero, cuando oraba en selvas y soledades, llenaba de gemidos los  bosques, bañaba el suelo en lágrimas, se golpeaba el pecho con la mano, y allí —como quien  ha  encontrado  un  santuario  más  recóndito—  hablaba  muchas  veces  con  su  Señor.  Allí  respondía al Juez, oraba al Padre, conversaba con el Amigo, se deleitaba con el Esposo. Y en  efecto, para convertir en formas múltiples de holocausto las intimidades todas más ricas de su  corazón, reducía a suma simplicidad  lo que a los ojos se presentaba  múltiple. Rumiaba  muchas veces en su interior sin mover los labios, e, interiorizando todo lo externo, elevaba su  espíritu a los cielos. Así, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración, enderezaba todo en él  mirada interior y afectos hacia lo único que buscaba en el Señor»

Así cuenta del varón de Dios, Francisco, el venerable Hno. Tomás de Celano. ¡Y qué  hermosa resulta, en verdad, su definición del poverello de Asís: «Hecho todo él no ya sólo  orante, sino oración»!

De otro varón de Dios, Domingo, diFr. Rodolfo de Faenza: «Tenía la costumbre de  pernoctar con mucha frecuencia en la iglesia, y rezaba mucho, y en la oración lloraba con  muchas lágrimas y gemidos». Al ser preguntado entonces mo sabía esto, responderá con  gran sencillez: «Porque muchas veces le seguía a la iglesia y lo veía». Mas... ¿mo podía  verlo, si era de noche? Y con la serena simplicidad de quien cuenta lo que vio, contestará: «Porque siempre había una luz en la iglesia. Y el mismo testigo se ponía a rezar cerca de él,  porque le era muy amigo. Y con seguridad dijo que era muy devoto y asiduo en la oración,  más que cualquier hombre que jamás hubiera visto»

Se podrían multiplicar muchísimos más testimonios similares. Tantos cuantos son los  «hombres y mujeres de Dios», que, las más de las veces sin nombre reconocido, pueblan  edades y países, reflejando en sus vidas la historia del Amor de Dios con los hombres.  Historia que se sigue manifestando.
 
Cada uno de estos testigos sin número, a veces silenciosos (aunque su silencio es  sumamente sonoro), es por sí solo un ejemplo elocuente que  nos  invita a dialogar con  nosotros mismos: «¿Qué sería si yo hiciese esto que hizo san Francisco, y esto que hizo santo  Domingo?» Con estas palabras se interpelará san Ignacio de Loyola, el cual seguirá diciendo  en el relato que hace de su propia vida: «Y así discurría por muchas cosas que hallaba buenas,  proponiéndose siempre a sí mismo cosas dificultosas y graves, las cuales cuando proponía, le  parecía hallar en sí facilidad de ponerlas en obra. Mas todo su discurso era decir consigo: santo Domingo hizo esto, ¡pues yo lo tengo de hacer!; san Francisco hizo esto, ¡pues yo lo  tengo de hacer!»



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