viernes, 14 de agosto de 2020

En la Asunción de la Santísima Virgen



HOMILÍA DE S.S. JUAN PABLO II
Durante la santa misa celebrada en la solemnidad
de la Asunción de María del año 2001

En la Virgen María, elevada el cielo, resplandece la victoria definitiva de Cristo sobre la muerte
Ilumina tú, Mujer fiel, a la humanidad de nuestro tiempo, para que comprenda que la vida de todo hombre no se extingue en un puñado de polvo, sino que está llamada a un destino de felicidad eterna


1. «El último enemigo aniquilado será la muerte"» (1 Co 15, 26).

Estas palabras de san Pablo, que acaban de resonar en la segunda lectura, nos ayudan a comprender el significado de la solemnidad que hoy celebramos. En María, elevada al cielo al concluir su vida terrena, resplandece la victoria definitiva de Cristo sobre la muerte, que entró en el mundo a causa del pecado de Adán. Cristo, el "nuevo" Adán, derrotó la muerte, ofreciéndose como sacrificio en el Calvario, con actitud de amor obediente al Padre. Así, nos ha rescatado de la esclavitud del pecado y del mal. En el triunfo de la Virgen la Iglesia contempla a la Mujer que el Padre eligió como verdadera Madre de su Hijo unigénito, asociándola íntimamente al designio salvífico de la Redención.

Por esto María, como pone de relieve la liturgia, es signo consolador de nuestra esperanza. Al fijar nuestra mirada en ella, arrebatada al júbilo del ejército de los ángeles, toda la historia humana, mezcla de luces y sombras, se abre a la perspectiva de la felicidad eterna. Si la experiencia diaria nos permite comprobar cómo la peregrinación terrena está marcada por la incertidumbre y la lucha, la Virgen elevada a la gloria del Paraíso nos asegura que jamás nos faltará la protección divina.

2. «Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol» (Ap 12, 1). Contemplemos a María, amadisimos hermanos y hermanas, reunidos aquí en un día tan importante para la devoción del pueblo cristiano (...) A cada uno deseo que viva con alegría esta solemnidad, rica en motivos de meditación.

Una gran señal aparece hoy para nosotros en el cielo: la Virgen Madre. De ella nos habla, con lenguaje profético, el autor sagrado de libro del Apocalipsis, en la primera lectura. ¡Qué extraordinario prodigio se presenta ante nuestros ojos atónitos! Acostumbrados a ver las realidades de la tierra, se nos invita a dirigir la mirada hacia lo alto: hacia el cielo, nuestra patria definitiva, donde nos espera la Virgen santísima.

El hombre moderno, quizá más que en el pasado, se siente arrastrado por intereses y preocupaciones materiales. Busca seguridad, pero a menudo experimenta soledad y angustia. ¿Y qué decir del enigma de la muerte? La Asunción de María es un acontecimiento que nos afecta de cerca, precisamente porque todo hombre está destinado a morir. Pero la muerte no es la última palabra, pues, como nos asegura el misterio de la Asunción de la Virgen, se trata de un paso hacia la vida, al encuentro del Amor. Es un paso hacia la bienaventuranza celestial reservada a cuantos luchan por la verdad y la justicia y se esfuerzan por seguir a Cristo.

3. «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1, 48). Así exclama la Madre de Cristo durante el encuentro con su prima santa Isabel. El evangelio acaba de proponernos de nuevo el Magníficat, que la Iglesia canta todos los días. Es la respuesta de la Virgen a las palabras proféticas de santa Isabel: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). En María la promesa se hace realidad: dichosa es la Madre y dichosos seremos nosotros, sus hijos, si, como ella, escuchamos y ponemos en práctica la palabra del Señor.

Que esta solemnidad abra nuestro corazón a esa perspectiva superior de la existencia. Que la Virgen, a la que hoy contemplamos resplandeciente a la derecha del Hijo, ayude a vivir al hombre de hoy, creyendo «en el cumplimiento de la palabra del Señor».

4. «Hoy los hijos de la Iglesia en la tierra celebran con júbilo el tránsito de la Virgen a la ciudad superior, la Jerusalén celestial» (Laudes et hymni, VI). Así canta la liturgia armenia hoy. Hago mías estas palabras, pensando en la peregrinación apostólica a Kazajstán y Armenia que, si Dios quiere, realizaré dentro de poco más de un mes. A ti, María, te encomiendo el éxito de esta nueva etapa de mi servicio a la Iglesia y al mundo. Te pido que ayudes a los creyentes a ser centinelas de la esperanza que no defrauda, y a proclamar sin cesar que Cristo es el vencedor del mal y de la muerte. Ilumina tú, Mujer fiel, a la humanidad de nuestro tiempo, para que comprenda que la vida de todo hombre no se extingue en un puñado de polvo, sino que está llamada a un destino de felicidad eterna.

María, «que eres la alegría del cielo y de la tierra», vela y ruega por nosotros y por el mundo entero, ahora y siempre. Amén.

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