lunes, 9 de agosto de 2021

EL SILENCIO

 

Cuando no se ha intentado nunca, uno cree que es fácil, y que basta con quererlo para hacer dentro de sí el silencio. Pero cuando se intenta de verdad, se ve qué difícil es, cómo es una de esas cosas para las que menos capaces somos, y sobre las cuales tiene menos poder nuestra voluntad.

Cuando un alma ha descubierto la Presencia, la intimidad, la vida de oración, únicamente desea estar humildemente delante de su Señor, en el vacío y en la plenitud del silencio. Esa alma ha comprendido, ha conocido interiormente que Dios existe, que está presente en ella, que la ama. Sólo está sedienta de una cosa: de hundirse en ese silencio que responde a la Presencia, de permanecer en esta  atención y en esa simple mirada, en la que se resume la contemplación. Y el alma trata de rehacer  su silencio.

Entonces, tal vez a partir de breves períodos de gracia, experimenta dolorosamente su impotencia para eliminar el ruido. Por muy firme que sea su voluntad, se sorprende a cada paso en flagrante delito de charlatanería interior, de curiosidad, de dispersión. El ruido rezuma en ella por mil grietas imperceptibles. Taparlas una tras otra es un trabajo agotador; vuelven siempre a abrirse bajo los golpes de una resaca que nunca pasa.

Existen algunas medidas indicadas a las  que conviene acudir; preparación de la oración, y también algunas técnicas psicológicas que nos permitan ser dueños de nosotros mismos. Pero eso no es suficiente. El único recurso que queda, como sucede siempre en el plano sobrenatural, es éste: pedir lo que ella no puede adquirir, obtener a fuerza de súplicas y de humildad lo que por sí misma no puede realizar. Implorar, mendigar, desde el fondo de su miseria y su impotencia, el don regio del silencio.

“Alzo los ojos a las montañas.

¿De dónde me vendrá el socorro?

(Sal 121, 1)

            (…) Si la Virgen inmaculada es la única que conoce, en su pureza de cristal, la plenitud del silencio, Ella es también la única que lo puede, en su generosidad de Madre dispensar.

Y he aquí  que ante nosotros se abre el secreto del silencio. No se encuentra al término de una lucha o de una violencia: bastante hemos experimentado que nuestros esfuerzos, demasiadas veces, crean una tensión que es, en sí misma, destructora del silencio.

En presencia del misterio de María, comprendemos que el silencio es más bien el fruto de una adhesión, de un desposeernos, que pone en el alma la paz. Un gesto de santo abandono es el que crea ese alto, esta parada, que es la condición misma del silencio que estamos mendigando.

No hay necesidad de frases ni de ruido de ninguna clase. Basta con entregarse con toda la confianza de un niño.

Una madre no deja a sus hijos envueltos en andrajos. Tan pronto como hayamos desgarrado el silencio, volvamos a ella con la sencillez de los niños pequeños, diez veces por minuto, si hace falta. Y cada vez que vayamos, La Virgen nos revestirá con su silencio inmaculado.

Y descubriremos cada vez un poco más el misterio de la Concepción Inmaculada y de la maternidad espiritual.

Y de esa manera, a lo largo de toda nuestra vida en que va madurando la alegría eterna, iremos siempre penetrando más en el mismo silencio de María, Maestra de oración y Madre de todas las gracias.

(Soeur Jeanne d´Arc, opMaría, Madre del Silencio in Nuestra actitud Bíblica, Un corazon que esche, pp 130-134)

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