Amar
Su ministerio sacerdotal va mucho más allá de los ritos
externos y formalistas que, aun cuando necesarios, podrían, por su falta de
profundidad, no reflejar a Dios. Es por eso que cuando predican y celebran
desaparece su yo para dar paso a Jesucristo en cuyo nombre ejercen su misión,
su pastoreo. Todos los hombres y mujeres que buscan ansiosamente el Camino, la Verdad y la Vida , lo encuentran en este
Jesucristo que vive y actúa en ellos; es como si estos hombres le prestaran su cuerpo para que vuelva a
acontecer la Encarnación …
Mucho saben de esto los pastores que viven la pasión inmortal por el Evangelio.
Encarnan, pues, al Hijo de Dios y, desde Él, comparten
sus fatigas. Se da como una especie de causa y efecto entre las fatigas del
alma que sobrellevan a causa de su misión y la luz que reflejan. Cuando son
conscientes de esta relación causa-efecto desbordan de alegría, pues han venido
a saber que su comunión con su Señor y Pastor es real. Comparten su misma
fatiga, aquella que es la fuente de su luz, tal y como anunció el profeta
Isaías: “Por las fatigas de su alma, verá luz, se saciará. Por su conocimiento
justificará mi Siervo a muchos…” (Is 53,11).
Esta característica de los pastores no pasa
desapercibida para los verdaderos buscadores de Dios. Ven en ellos una
respuesta real a su hambre y sed de eternidad; la Trascendencia deja
de ser para ellos algo quimérico para convertirse en algo posible, incluso
palpable o, por lo menos, algo que va mucho más allá de ínfulas visionarias. Es
tan atrayente esta posibilidad que, dejando de lado todo tipo de prejuicio, se
acercan -eso sí, muy lentamente- hacia ellos. Saben que son lo que son porque
han aprendido a vivir con Alguien…, a quien les gustaría conocer.
Efectivamente, son para el mundo entero “robles de justicia y plantación de
Dios que irradian su gloria”, como decía Isaías. De ellos dijo el salmista que
son “como árboles plantados junto a las corrientes de agua, que a su tiempo dan
el fruto, que jamás se amustia su follaje y que todo lo que hacen les sale
bien” (Sl 1,3).
También Jeremías profetiza sobre estos pastores
comparándolos con árboles que, junto a las márgenes del río, dan fruto incluso
en año de sequía. El profeta ofrece un dato revelador que da la razón de su
fecundidad: son hombres que han puesto su confianza en Dios; es tal la
consistencia de esta confianza, cimentada en la experiencia que de Él tienen,
que no conciben la posibilidad de que Dios les defraude. “Bendito aquel que se
fía de Dios pues no defraudará su confianza. Es como árbol plantado a las
orillas del agua, que a la orilla de la corriente echa sus raíces… En año de
sequía no deja de dar fruto” (Jr 17,7-8).
Estos textos son profecías que, al igual que la de
Isaías con la que iniciamos este capítulo, se cumplen en Jesucristo, el Hijo de
Dios, y en “sus plantíos”, en estos hombres que, cercanos a su corazón, pueden
decir al igual que san Juan de la
Cruz : “mi alma se ha empleado y todo mi caudal en su
servicio; ya no guardo ganado ni ya tengo otro oficio, que ya sólo en amar es
mi ejercicio”.
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