Hemos visto a
Abrahám, y ahora podemos dirigir nuestra mirada a la figura de Moisés. Él sube
solo al Sinaí para recibir las Tablas de la Ley. Este hecho nos preanuncia y
anticipa al Señor Jesús subiendo solo a la cruz desde donde, a través de su
costado abierto, toda la creación fue fecundada por el Espíritu Santo.
Recordemos cómo algunos Padres de la Iglesia ven en el agua y sangre que salió
del costado abierto del crucificado, la primera efusión del Espíritu Santo a la
humanidad.
A la luz de
estos ejemplos, podemos afirmar que la oración en espíritu y en verdad no tiene
nada de devocional; en la oración nos jugamos todo. El Espíritu Santo nos tiene
que impulsar a rezar como rezaba Jesús. Él es el único Maestro (Mt 23,8). Le
necesitamos como único Maestro porque nuestro corazón se puede desviar y llamar
bien al mal, y mal al bien. El Señor Jesús nos enseña a entrar en la voluntad
del Padre por medio de la oración. Él mismo tiene necesidad de despedir a la
gente y, como un nuevo Abrahám, Moisés, etc., estar a solas con Dios librando
su combate para poder entrar en su voluntad. Es esta actitud de Jesús la que
hace que un día pueda decir a sus discípulos: “El que me ha enviado está
conmigo: no me ha dejado solo porque yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn
8,29).
A la luz del
Señor Jesús, podemos ver que hay una soledad que da la vida y otra que da la
muerte. Acerca de esta última, escuchemos estas palabras suyas: “En verdad, en
verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo;
pero si muere da mucho fruto” (Jn 12,24).
Jesús es el
enviado del Padre para sembrar la Palabra. Arroja en nosotros las simientes de
su divinidad y que están contenidas en su Evangelio. Las simientes que no son
acogidas por el corazón quedan también solas y no dan fruto. Son simientes a
las que el corazón se resiste porque está impermeabilizado por apoyos humanos
que, en cuanto limitados, poco a poco van dando paso a la soledad de la muerte
porque el corazón no ha sido fecundado por Dios. Dicho con otras palabras, el
espíritu ha quedado estéril y, por lo tanto, incapaz de recibir el don que
Jesucristo nos ha traído de parte del Padre: participar de su divinidad. Oigamos
lo que dice Jeremías a este respecto: “Así dice Yahvé: maldito sea aquel que
fía en hombre, y hace de la carne su apoyo, y de Yahvé se aparta en su corazón”
(Jr 17,5).
No queremos ser negativos
acerca de lo que son los bienes en general, tanto materiales como afectivos.
Sin embargo, es necesario decir que la llama de infinitud con que es creada el
alma, el espíritu del hombre-mujer, encuentra solamente su complemento y
plenitud en Dios.
Jesús fue solo
al monte a orar. Solo, pero también apoyado en la única roca posible: la
Palabra que ya Dios había proclamado por los profetas y que definía su misión.
El discípulo, en su soledad, se apoya en el Evangelio que le aparta de la falsa
protección que nunca le permite romper el cordón umbilical de su dependencia de
los demás.
El profeta Isaías nos ofrece un texto, casi
dramático, en el que vemos al Mesías envuelto en dudas y angustias acerca de su
misión: “Me dijo: Tú eres mi siervo, Israel, en quien me gloriaré. Pues yo me
decía: por poco me he fatigado, en vano e inútilmente mi vigor he gastado. ¿De
veras que Yahvé se ocupa de mi causa y mi Dios de mi trabajo?” (Is 49,3-4).
Cuántas veces
podrían venir a Jesús pensamientos como estos: ¿qué hago aquí si nadie me
escucha, si este pueblo vive mentira sobre mentira? En vano e inútilmente estoy
gastando mi fuerza, mi vigor y mi vida. Ante esta angustia vital, a Jesús no le
queda sino apoyarse en lo que Dios ha dicho sobre Él: ¡Tú eres mi Siervo, mi
Cordero en quien me gloriaré!, ¡Tú eres la luz de las naciones! Sabe que el
Padre que le envía es quien le sostiene y cuya alma se complace en Él: “He aquí
mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma” (Is
42,1).
Jesús sabe que
el Padre se complace en Él y, además, el Padre hace pública esta complacencia
al proclamarla tanto en su bautismo como en su transfiguración. El mismo Padre,
al hacer pública esta complacencia, proclamó: “¡Escuchadle!” (Lc 9,35).
Escuchadle a Él porque es mi Palabra.
El Padre ha
pronunciado su Palabra sobre Él y sabe que pueden pasar cielos y tierra pero no
esa Palabra (Mt 5,18). Esta inmutabilidad e infinita fiabilidad de la Palabra
del Padre es la que sostiene y alimenta
la fe de Jesucristo como hombre.
El Señor Jesús
nos invita a apoyarnos en sus palabras, aquellas concretas que marcan nuestra
vida. Dentro del Evangelio hay palabras que, de una forma u otra, han marcado a
los hombres de Dios de todos los tiempos, han dado vida a los muertos vivientes
y han hecho de ellos discípulos suyos. Éstos saben muy bien que no son palabras
humanas sino palabras salidas de la boca de Dios. Las mismas que tuvieron poder
para que surgiera la creación, hacen resurgir, a lo largo de la historia,
hombres y mujeres que son constituidos por Dios fuerzas de salvación suyas para
toda la humanidad.
Jesús camina sobre
las aguas
A. Pavia.
Editorial Buena Nueva
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