lunes, 5 de enero de 2015

El buen olor de Dios como sello del discipulado





Hay multitud de situaciones en la Escritura que nos revelan ese, diríamos “buen olor” de Dios, lo que Pablo llama el buen olor de Cristo: “… ¡Gracias sean dadas a Dios, que nos asocia siempre a su triunfo en Cristo, y por nuestro medio, difunde en todas partes el olor de su conocimiento! Pues nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo entre los que se salvan y entre los que se pierden, para unos olor de muerte que mata, para los otros  olor de vida que vivifica…” (2 Cor 2, 4-17)

Es como una intuición, una sensación de que ahí esta Dios, aunque no se pueda decir con palabras.

He recogido tres momentos en la Escritura que nos ayudarán a entender lo que yo llamaría la intuición de la Presencia del Espíritu de Dios.

Nos lo revela el primer libro de Samuel en el capítulo 16; sucede que el profeta Samuel llora la muerte del rey de Israel, Saúl. Yahvé le indica: ¿Hasta cuándo vas a estar llorando por Saúl, después que yo le he rechazado para que no reine sobre Israel? Voy a enviarte a Jesé de Belén, porque he visto entre sus hijos un rey para mí. (1 Sam 16,1-3)

Samuel va entrevistando a todos los hijos de Jesé, y ninguno le satisface. Decide abandonar, y pregunta: ¿No quedan ya más muchachos? Jesé respondió: Todavía queda el más pequeño, que está cuidando rebaños.

Contestó Samuel: Manda que lo traigan porque no comeremos hasta que haya venido. Mandó, pues, que lo trajera. Era rubio, de bellos ojos y hermosa presencia. Dijo Yahvé: Levántate, y úngelo, porque ese es.
¡Qué olfato el de Samuel! Se hizo presente este “tacto”, esta inspiración de Dios, para que Samuel conociera sus designios en la unción de David, de cuya estirpe  nacería el Mesías.

Es cuando menos, curiosa, esta descripción de David: Era el pequeño, y además, pastor de rebaños. Bella imagen del Mesías: Jesús-Mesías se hace pequeño ante los hombres, y es nuestro Pastor, el único Pastor.

El Espíritu de Dios se hizo presente al anciano Simeón: “Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Era un hombre justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo le había revelado que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al  Niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: Ahora, Señor, puedes, según tu Palabra, dejar a tu siervo irse en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a las gentes y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2,25-32)

Es lo que se conoce como El Cántico de Simeón, que rezamos en la oración de Completas, al término de la jornada.
Qué inspiró a Simeón para reconocer al Niño, fue, simplemente ese “buen olor de Cristo”, esa inspiración de Dios, providente con todas sus criaturas. Dios le había hecho esa promesa, y Él siempre es fiel.

El Niño no tenía ningún rasgo identificativo de ser el Ungido de Dios, y sus padres tampoco llevarían el sello de Dios a flor de piel. Pero tenían “algo” que sólo los “pequeños de Dios”-Simeón- podían percibir. Y Simeón era ese “pequeño de Dios”. Se fiaba de Él, de su Promesa; se fiaba como un “niño en brazos de su madre” (Sal 131)

La Escritura dice de Simeón que estaba en él el Espíritu Santo; cuando el Espíritu vive en nosotros, se siente, se percibe, ese “olor de Cristo”. Los hijos de la Luz- que es Jesucristo y su Evangelio-tienen ese carisma que nos relata san Pablo, ese SELLO que da el DISCIPULADO.

Es tanta la inspiración de Simeón, que dice del Niño que es “LUZ para iluminar a las gentes…”. ¡Hermosa y auténtica profecía!

Más adelante, Jesucristo nos dirá ser la Luz del mundo, (Jn, 9-5), y es más: nos invita a nosotros también a ser luces en medio de las tinieblas. ¡Qué hermosa nuestra fe! En el devenir de los tiempos vemos que la Palabra de Jesús se cumple en nosotros, pobres, y amados de Dios, como cantamos con san Francisco.

Para terminar, quiero fijarme en el anuncio de Juan Bautista. Juan está bautizando en el río Jordán, y al ver a Jesús, da testimonio de Él diciendo: “He visto al Espíritu que bajaba como una paloma y se quedaba sobre Él. Yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: Aquel a quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre Él, ESE ES el que bautiza con Espíritu Santo. Y yo le he visto y doy testimonio de que ese es el Elegido de Dios”(Jn 1,31-35)

“Y al día siguiente, fijándose en Jesús, que pasa, dice: He ahí el Cordero de Dios”.
El texto está lleno de notas catequéticas, pero creo que debemos meditar en tres:

Dice: “el que me envió…”.Es decir, Juan ha tenido una revelación de Dios que le ha llevado al desierto a bautizar. No ha ido por su cuenta, ha sido Dios quien le ha enviado como Precursor, para anunciar al pueblo la salvación de Jesucristo.

Al día siguiente, es decir, cuando ya ha asimilado los acontecimientos que están sucediendo, y que rompen incluso las leyes naturales -(la paloma que se posa sobre Jesús, la Palabra Eterna del Padre que le habla sobre su Hijo Amado…)-fijándose en Él dice: éste es el Cordero que se ha de inmolar por los pecados del mundo, el que más adelante repetirá: el que BORRA los pecados del mundo…

Al hilo de esto, algunas traducciones nos dicen: el que quita los pecados. La traducción real del griego es EL QUE BORRA los pecados. Y el matiz es muy importante, porque, realmente, el Señor Jesús, BORRA, SE OLVIDA, NO TIENE EN CUENTA, los pecados del pecador arrepentido.

Dice la Escritura en este relato: “…Jesús que pasa…”. Jesús venía del Padre e iba al Padre; no tenía descanso ni morada, no tenía dónde reposar la cabeza. (Mt 8,20)
También Juan Bautista tuvo ese “buen olor de Cristo”, ese discipulado, que le llevó al martirio.

Alabado sea Jesucristo.

Tomas Cremades

1 comentario: