viernes, 17 de julio de 2015

Jesús, buen Pastor, es nuestra paz



La liturgia del domingo XXVI del tiempo Ordinario evoca claramente la idea del Buen Pastor, la primera lectura denuncia la obra de los malos pastores y anuncia que Dios mismo en persona va a pastorear a su pueblo, el evangelio presenta el cumplimiento de esta promesa por Jesús y la segunda lectura ofrece una faceta de este pastoreo, la paz y la unidad. El salmo responsorial invita al pueblo a cantar a Jesús, nuestro Buen Pastor que en la celebración de la Eucaristía está ejerciendo su papel. Esto hace posible la petición que hacemos al comienzo de la celebración: que llenos de fe, esperanza y caridad, perseveremos en el cumplimiento de tu ley, que es el amor.
Es importante tener en cuenta el contexto del relato evangélico. Los Doce acaban de regresar de la misión. Vienen contentos y cuentan a Jesús los éxitos conseguidos. Mientras tanto, las personas acuden a Jesús buscando su palabra hasta el punto de que “no les dejaban ni comer”. Ante esto Jesús dispone retirarse a solas con los discípulos para descansar. Pero al llegar a un lugar que creían solitario, la gente se les adelantó y Jesús cambió de planes. “Al desembarcar vio una multitud y tuvo misericordia de ella porque andaban como ovejas sin pastor. Y ¡adiós descanso! se puso a enseñarles con calma”, y a continuación realizó el signo de la multiplicación de los panes en su beneficio. Se trata de una lección práctica dirigida a los recién llegados de la misión, enseñándoles con qué disposiciones hay que ir a la misión y cómo llevarla a cabo: con entrañas de misericordia como corresponde a un buen pastor, dispuesto incluso a renunciar al descanso merecido. Así fue a la misión Jesús hasta el punto de dar su vida por nosotros y así tenemos que ir todo el pueblo de Dios, enviados por Jesús.
Una de las facetas de la obra de Jesús fue crear la unidad y la paz entre todos los hijos de Dios. Antes de él la humanidad estaba dividida en dos grandes grupos desde el punto de vista religioso: judíos, pueblo de Dios, y no judíos. Solo los primeros eran pueblo de Dios, los demás, si querían participar de esta prerrogativa, tenían que hacerse judíos. Con Jesús ha cambiado la situación: ha muerto por todos, haciendo desaparecer esta división y creando la paz entre todos las creaturas de Dios, que tienen a Jesús como único salvador, único hermano mayor y único acceso a Dios. Por el bautismo nos unimos todos a Jesús y por él al Padre. Por eso ya no hay diferencias por razones de raza, nación, sexo, cultura o tarea concreta dentro del pueblo de Dios, ya no hay cristianos de primera, de segunda o de tercera, todos somos iguales en Cristo en su Iglesia, que es una. Hay diferentes tareas y responsabilidades, pero todos con la misma dignidad. Por eso tenemos que valorar el don de la unidad, que nos ha conseguido el Buen Pastor, y defenderla contra todas las tendencias divisorias que se dan entre nosotros.
La imagen del rebaño es ambigua, pues generalmente se aplica a un comportamiento gregario, poco personal e irresponsable, pero no se trata de esto. Jesús la emplea en el sentido de un grupo que camina unido siguiendo a un solo pastor de forma personal, responsable y en la variedad de sexos, culturas, formas de pensar, tareas. La unidad no es uniformidad. Esto es importante, pues nuestra sociedad es cada vez más heterogénea por sus componentes y la comunidad cristiana ha de reflejar esta situación. Esto exige una ascética de la unidad, luchando contra todo lo que divide y deforma al pueblo de Dios. Cristo nos ha ganado el don de la unidad y tenemos que defenderlo. En los partidos políticos se percibe cómo se dividen fácilmente por afán de poder, puestos, ideologías, y algo parecido puede suceder en las comunidades cristianas en la forma de concebir y ejercer las diversas responsabilidades entre el clero, en las parroquias, en las hermandades y asociaciones. Los cristianos seguimos al Buen Pastor, que nos lleva a dar nuestra vida al servicio de los demás. Cuando nos dividimos ya no seguimos al Buen Pastor sino a nuestra ideología, nuestra vanidad, nuestro afán de poder.
La Eucaristía es ocasión para agradecer al Buen Pastor el cuidado que realiza con todos los reunidos: como afirma el salmo responsorial, nos ha hecho miembros de su pueblo y nada nos falta, en verdes praderas nos hace recostar, nos lleva por los caminos de la voluntad del Padre que conducen a la plenitud, nos ha preparado la mesa de su palabra y de su cuerpo, su misericordia siempre nos acompaña. Con estas mismas disposiciones los que participan la Eucaristía han de ir unidos a la misión, secundando el envío final: “Podéis ir (a la misión) en paz”. Nuestra vida misionera se alimenta de la Eucaristía y es a la vez expresión de nuestra participación en ella.


  P. Antonio Rodríguez Carmona


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