lunes, 4 de junio de 2018

Los viñadores perversos




Que me perdonen los teólogos y comentaristas de los pasajes evangélicos por mi interpretación un tanto heterodoxa de la parábola de los viñadores.

Mi presente reflexión es que la viña es la tierra, sus habitantes somos los arrendatarios, pero con un contrato un tanto especial ya que en él no figuramos estrictamente como arrendatarios, sino más bien como casi copropietarios. El Creador concibió la viña para dárnosla, nos dotó de libertad infinita para utilizarla, trabajarla y vivirla con la única condición de que un día, no sabemos cuando, tendremos que darle cuenta de nuestra estancia en esa hermosa viña y entonces nos juzgará según el uso que hayamos hecho de la misma.

La viña es extensísima con todas las bellezas inimaginables, ubérrima y todos los medios necesarios para su mantenimiento: lluvias, nieves, sol… Nuestro cometido solo es mantenerla, procurar que siga dando fruto, el necesario para nuestro sustento. Pero hete aquí que estamos cambiando, me parece a mí,  tanto la tierra como los medios hasta tal punto que el mantenimiento lo estamos haciendo mal, la necesaria transformación por nuestro trabajo se ha convertido más bien en una prostitución (Prostituir. El DRAE en su segunda acepción de este verbo dice: deshonrar o degradar algo o a alguien abusando con bajeza de ellos para obtener un beneficio). En la segunda parte de esta definición está nuestro pecado: la degradamos con bajeza para obtener más beneficios y además estos en nuestro propio abusivo interés sin pensar en los otros arrendatarios.

La tierra con nuestro cuido da suficiente alimento para todos sus habitantes, pero el egoísmo humano la sobreexplota sin el debido cuidado: hay parcelas de esta viña que las desforestamos, contaminamos las aguas hasta tal punto que desvirtuamos su calidad y matamos a los seres vivientes de las mismas, emitimos gases nocivos de tal forma que alteramos los ciclos naturales de sus estaciones, queremos que llueva o haga calor no según las leyes de la naturaleza, sino según nuestro desaforado afán de riqueza, esquilmamos los acuíferos, mares y minería, etc. Y claro, este comportamiento nuestro conlleva la alteración hasta tal punto que nos devuelve el mal, que le estamos produciendo, con anómalos períodos de sequía o lluvias torrenciales, modificando de forma impropia las estaciones, aumentando la desertización y otras muchas manifestaciones de su disconformidad con el trato que le damos.
Los cristianos, al menos, no debemos caer en este pecado, no debemos ser cómplices de deshacer lo tan maravillosamente creado por el Sumo Hacedor.

El papa Francisco nos da un toque de atención y nos invita en su encíclica Laudato Si a comportarnos en este aspecto como colaboradores de Dios: “Si el ser humano se declara autónomo de la realidad y se constituye en dominador absoluto, la misma base de su existencia se desmorona, porque, «en vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la naturaleza”. (cf. 117).

Gracias, Señor, por haberme elevado a tan alta dignidad de ser colaborador tuyo en la conservación de la creación. Perdona mis deslices, que consciente o inconscientemente tengo en el mantenimiento de lo creado. Danos a los hombres conciencia y consciencia de que somos unos cooperantes tuyos.

Pedro José Martínez Caparrós

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