Sí,
así como lo escribo pesaba la Cruz de
Jesús, tanto como el mundo porque a hombros lo llevaba. Y no se quejó.
Yo
he llorado toda mi vida por mis cruces y a veces he creído no poder… Ahora con los años, que son enormemente más “gordas” y voluminosas con
sufrimiento incluido, no pido que me las quite, sino que me ayude a llevarlas
como a Él le ayudaron.
¿Qué
si lloro ahora? Ni te cuento… Pero puedo con ellas y es lo que importa. Dios no
quita las desgracias ni los desastres, pero te pide que todo lo compartas con
Él para ayudarte y sentirte aliviado. Y así lo hago.
Cuando
el pecho me quema de angustia y tristeza, Él me dice: “Ora para hablar conmigo; ora
para dormirte; ora para que encuentres la paz”… Y me pongo a orar y
rezar como una posesa hasta que me seca las lágrimas; hasta que me duermo;
hasta que reconozco mi cruz.
Las
toneladas de Cruz de mi Dios, también me queman ¡No creáis que me olvido! Es
algo reciente en mi corazón. ¿Sabéis donde pesan menos? En la Iglesia. Es el
lugar de sus fieles, de su Milagro, de su Palabra. Es su Casa. (Aunque se
“desdobla” para salir y estar contigo).
Es
genial verse arropada en mitad de los bancos, flanqueada por San José a la
izquierda, la Virgen a la derecha y Cristo crucificado (pero paseándose por el
púlpito) frente a mí; Y de fondo el “Ave María de Goudnod”… ¡Ufff qué momento tan
extraordinario!!!
Todo
se diluye y te quedas absorta ante tanta grandeza de apoyo. Las lágrimas caen
de emoción ¡No quiero salir de allí!
Pero
he de irme con mis cruces, sabiendo que Él arrastraba toneladas de ellas. No
puedo quejarme porque muchas de ellas, eran, son y serán mías…
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