Al salir del Templo dejan de lado los rezos recitados con sus labios, no
con su corazón. A Dios le duele el formalismo de su pueblo a quien exhorta una
y otra vez en términos como este: "Ay, si mi pueblo me escuchase..."
(Sl 81,11-13).
De nada sirvió el lamento de Dios que
entregó a Israel a la cautividad en Babilonia, no para castigarle sino para
tomase conciencia del deterioro de su corazón. Al final y para que el hombre no
llegue a ser una marioneta en manos del Tentador, enviará a su Hijo para que
nos abra a todos los oídos y nos enseñe a escuchar y rezar como discípulos. (Is
50,4-5...) Solo así, Dios con su Palabra crea en nuestras entrañas la Fidelidad.
P. Antonio Pavía
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