Si anteriormente me
permití el atrevimiento de comparar el corazón de Pablo con el de su Señor, más
atrevimiento, si cabe todavía, voy a necesitar para sumergirme en la belleza,
tesoro inagotable, de estas palabras ¡tan llenas de Dios! Abordo esta empresa
con el fin de hacer ver la grandeza de alma del apóstol. Puesto que son
palabras -como he dicho- tan llenas de Dios, sólo desde Él me atrevo a partir
con temor sagrado este Pan de Vida que el Espíritu Santo puso en su pluma.
Repito, con temor sagrado, que es el principio de la Sabiduría (Pr 1,7).
Pablo se abre
totalmente a los suyos. Su alma irradia con meridiano esplendor una confesión
de fe, amor y confianza en Dios que embarga sobremanera tanto a los que
entonces lo escucharon como a los que le seguimos escuchando a lo largo de la
historia. En la misma línea de mis atrevimientos, afirmo que la confesión de
este pastor llenó de orgullo a Aquel que Pedro llama el Mayoral, el Pastor de
pastores (1P 5,4), el que tuvo la sabiduría y paciencia de formar su corazón. A
este respecto hemos de decir que también el Gran Pastor llenó de orgullo y
complacencia a su Padre, quien lo
atestiguó públicamente: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt
3,17b).
Podemos hablar de Jesucristo como modelador, formador del
corazón de Pablo. Él es el Formador por excelencia porque lleva en sus entrañas
“el arte de amar”. Efectivamente, sólo Él ama sin pedir currículo ni historias;
sin mirar esos pasados de aquellos que, hasta que no son visitados por el
perdón, lastran y socavan su alma. Jesús es Señor, por eso puede y sabe empezar
de cero; cuando entabla relación con una persona y ésta se abre a ella, es como
si le dijera: ¡ha llegado el momento de crearte un corazón nuevo!
Así es como Pablo
se sintió: primero, encontrado; y después, vencido, amorosamente vencido por su
Redentor quien, al llamarle, no le dijo ¿qué has hecho hasta ahora de tu vida?,
sino: ¡vamos a rehacerla juntos! Mi Padre me envió para ser luz de los gentiles
(Is 42,6), y Yo te envío a ti para que prolongues mi Luz entre ellos (Hch
26,16-17).
Una vez que estas
palabras se posaron en su corazón, y dentro de los límites normales que todos
tenemos, Pablo alcanzó a comprender, al menos en parte, el don gratuito -sin mérito
alguno que le precediera, más bien todo lo contrario- que había recibido. Es
por ello que considera que llevar a cabo la misión confiada por su Señor, se
erige como la mayor y más completa realización personal que nunca jamás, ni en
la más disparatada de sus imaginaciones, hubiese podido soñar; y menos aún, por
inalcanzable, ambicionar.
Siente incluso la
impotencia de poder agradecer a Jesús la misión recibida; es como si tuviese la
impresión de que nunca vivirá lo suficiente para, como dice el salmista, “pagar
al Señor el bien que le ha hecho” (Sl 116,12). En su amor incontenible por su
Pastor y Señor, se deja llevar por su capacidad de asombro y se sumerge en un
misterio, el suyo, el que está viviendo por el hecho de tener en sus labios el
Evangelio de la Gracia por el que murió Jesús. Se sabe receptor de sus
palabras, las de vida eterna que confieren al hombre su genuina y auténtica
dimensión: ser hijo de Dios (Rm 8,14-17).
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