Dios
permite en nuestra vida acontecimientos que no son sobrenaturales sino de lo
más normales, y que abren nuestros ojos y los dirigen hacia Él como el único en
quien podemos asentarnos. El Señor Jesús, enviado del Padre, ha descendido a
los infiernos, al centro de la mentira de nuestro corazón, para poder
redimensionarnos, siempre contando con nuestra libertad. Seguiremos siendo
débiles y pecadores, pero nuestros pies están asentados sobre la Verdad, ella
es la roca firme que garantiza la permanencia de nuestro querer y amor a Dios y
a los hombres.
Una
vez que los discípulos se alejaron en el lago, subió al monte para orar.
Entramos aquí en una dimensión de la oración: la oración como combate contra la
mentira. Combate absolutamente necesario, cuya victoria nos posibilita el
entrar en la voluntad de Dios. A final de cuentas, la razón más profunda de la
oración es que ella te abre a la voluntad de Dios. Hay una línea muy tenue
entre la verdad y la mentira. Jesucristo también es hombre, lo que quiere decir
que tiene una sensibilidad y unos deseos exactamente como los nuestros, y que también
Él está sujeto a la tentación. También a Él le podría gustar su momento de
triunfo, las miles de personas que le aclaman; por eso necesita retirarse a
solas con su Padre.
Esta
puntualización de que Jesús entra en oración a solas con su Padre, es muy
importante para entender lo que veremos más adelante: su caminar sobre las
aguas, su manifestación a los apóstoles, y también la experiencia de fe de
Pedro quien saltó de la barca y se dirigió hacia Jesús caminando sobre el mar.
Vemos
a Jesús en oración y entendemos que ésta es para Él el arma y la medicina que
Dios le ofrece para ser fiel a su misión. A la luz de esta oración de Jesús,
entendemos que la medida de nuestra comunión con Dios viene marcada por la
comunión con su voluntad. Esto es imposible si el hombre no tiene el
discernimiento y la sabiduría que nos vienen de Dios, la confianza de saber y
entender que su voluntad es buena para él, no un estorbo que hay que
sobrellevar con esfuerzo inhumano.
Esta
calidad de oración no es un lujo, como no es un lujo comer; comemos porque si
no la vida se nos escapa. De la misma manera, sin esta clase de oración la vida
espiritual, la de la fe, se nos diluye. Recordemos que el mismo Hijo de Dios
entra en esta modalidad de oración en el momento crucial de su pasión. Se
dirige al Huerto de los Olivos para recibir de su Padre la fortaleza a fin de
poder hacer su voluntad.
Sabemos que su oración terminó con estas palabras: ¡Padre, no se haga mi voluntad sino la tuya!
Así pues, una vez que fuerza
a sus discípulos a subir a la barca, Jesús se dirigió a un monte para orar a
solas. En soledad con el Padre, sin nadie en quien apoyarse, que esto es lo que
significa estar en soledad con Dios. Esta predisposición para la oración tiene
como objeto que el orante tenga a Dios como único apoyo.
Todos
los discípulos del Señor Jesús somos llamados en orden a una misión confiada
por Él. Son estos espacios y experiencias de soledad con Él los que fortalecen
y, si es el caso, recuperan la misión que nos ha sido confiada. Misión que
resplandece y se viste de urgencia en el cara a cara del hombre orante con
Dios.
Los
discípulos somos prolongación de la misión de Jesús confirmada por sus últimas
palabras: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… He aquí que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20). Quizá nos
parezca muy atrevido decir que el discípulo es prolongación de Jesucristo en el
mundo. Señalemos que con estas palabras textuales se expresaron los santos
Padres de la Iglesia como, por ejemplo, san Gregorio de Nisa.
Volvemos
al texto evangélico que nos decía que Jesucristo se dirigió al monte a solas
para orar. Y observamos que Mateo, con su peculiar estilo de pormenorizar los
acontecimientos, nos hace notar que al atardecer estaba solo allí.
Al
atardecer, al caer la noche, imágenes que nos hablan tanto de la tentación como
de la acción creadora de Dios. ¿Por qué también imagen de su acción creadora? Fijémonos
que así es como nos relata el Génesis el paso del tiempo en la obra creadora de
Dios: “Pasó una tarde y pasó una mañana…” Pasa la mañana, y al atardecer Dios
vuelve a crear.
En
estos atardeceres que preanuncian las tinieblas, el discípulo conoce la
tentación profunda y angustiosa. Da la impresión de que el Dios tantas veces
cercano, está completamente ausente. En ese desvalimiento y soledad, Dios está
creando la misión dentro de él, está pronunciando para él una palabra nueva. La
Palabra de Dios, –la escrita es
siempre la misma- en cuanto suya y
pronunciada por Él, es siempre nueva y con el mismo poder creador.
La
misión del discípulo es siempre una creación de Dios, por lo que está siempre
totalmente por encima de sus cualidades y posibilidades. Recordemos el miedo
que tenían los profetas cuando eran llamados y enviados por Yahvé para cumplir
su misión. No era falta de disposición o generosidad para obedecerle, sino la
conciencia de su más absoluta incapacidad para llevar a cabo lo que Dios les
confiaba. Recordemos que, ante esos miedos y temores, Dios mismo les ponía en
camino diciéndoles: ¡no temas, yo estoy contigo!
Vayamos
nuevamente a la Escritura, y entremos en la experiencia de soledad con Dios que
vivieron algunos de los que Él llamó para hacer posible la historia de
salvación del pueblo de Israel y, a partir de él, de toda la humanidad. Hombres
y mujeres cuyas historias son también eslabones de nuestra fe.
Abrahám
recibe la Palabra de Yahvé que le dice que lleve a su hijo Isaac para sacrificarlo
en el monte. Se dirige al lugar indicado con sus criados; mas al llegar al pie
del monte les dijo: “quedaros aquí, el muchacho y yo subiremos para adorarle”.
¡Vaya que si adoró Abrahám a Dios! Él se le manifestó en toda su gloria
salvando a su hijo y anunciando al Cordero que vendría a salvar a toda la
humanidad. El cordero sustituyó a su hijo Isaac en el sacrificio. Isaac es la
figura de todo hombre rescatado por el Cordero que fue elevado en la cruz.
Recordemos que, en este trance, Abrahám no
quiso el apoyo de sus criados por más
que lo podría necesitar. Imaginemos a este hombre anciano llevando al
sacrificio al hijo de sus entrañas, el hijo de la promesa. Podría alegar: ¿cómo
es posible esto si Él mismo me lo dio? Abrahám obedeció en la vorágine de una
soledad despiadada, con el alma atravesada por la aflicción. Sabía, sin
embargo, que su historia no la llevaba él sino Dios, y que era poderoso para
cambiar las tinieblas de su alma en luz, ¡y vaya que si las cambió! Su
confianza total en Dios le ha valido el título de nuestro padre en la fe.
Jesús camina
sobre las aguas
A. Pavia.
Editorial Buena Nueva
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