lunes, 27 de marzo de 2017

«Gracias a los abuelos»

    
Este es el cuen­to: Érase una vez un rey muy cruel que de­ci­dió des­te­rrar a to­dos los an­cia­nos de su reino y en­viar­los a vi­vir a un país re­mo­to. Así se lo dijo a sus sol­da­dos: “Lle­váos­los le­jos de aquí. No sir­ven para nada. Solo co­men y duer­men, pero no tra­ba­jan”.
 Todos los sol­da­dos si­guie­ron sus ins­truc­cio­nes, ex­cep­to uno de ellos, lla­ma­do Ja­nos, que ama­ba mu­cho a su pa­dre. De modo que le acon­di­cio­nó una ha­bi­ta­ción se­cre­ta en su casa, don­de lo man­te­nía ocul­to y le pro­di­ga­ba to­dos los cui­da­dos ne­ce­sa­rios. 

Pa­sa­ron los me­ses y una gran se­quía aso­ló el reino. Los ríos y los la­gos se que­da­ron sin agua, los ár­bo­les sin fru­to y los gra­ne­ros se va­cia­ron en cues­tión de días. Preo­cu­pa­do por el ries­go de ham­bru­na, el rey lla­mó a los sol­da­dos: “Os or­deno que en­con­tréis tri­go para ali­men­tar al pue­blo. De lo con­tra­rio, os en­ce­rra­ré a to­dos en un ca­la­bo­zo”. Los sol­da­dos sa­lie­ron muy tris­tes, pues en reali­dad no ha­bía for­ma de cum­plir ese man­da­to. Ja­nos lle­gó ca­biz­ba­jo a su casa y fue di­rec­ta­men­te a la ha­bi­ta­ción don­de su pa­dre per­ma­ne­cía ocul­to. “¿Qué te pasa, hijo?”, pre­gun­tó el an­ciano. Ja­nos le ex­pli­có en de­ta­lle la gra­ve si­tua­ción en que se ha­lla­ba. No te preo­cu­pes, ten­go la so­lu­ción para vo­so­tros”, lo tran­qui­li­zó el pa­dre. “Cuan­do tra­ba­ja­ba como la­bra­dor, hace mu­chos años, me lla­ma­ba la aten­ción ob­ser­var a las hor­mi­gas que lle­va­ban cien­tos de gra­nos de tri­go a sus hor­mi­gue­ros. 

Di­les a tus com­pa­ñe­ros que abran to­dos los que en­cuen­tren en el cam­po por­que es­ta­rán lle­nos”. Sin re­ve­lar de dón­de ha­bía sa­ca­do la idea, Ja­nos fue con los de­más sol­da­dos en bus­ca de los hor­mi­gue­ros. A to­dos les ale­gró mu­cho en­con­trar gran­des de­pó­si­tos de tri­go y lle­nar va­rios cos­ta­les. Al día si­guien­te los pre­sen­ta­ron al rey. Este se sor­pren­dió al en­te­rar­se de la in­ge­nio­sa ma­ne­ra en que los ha­bían con­se­gui­do. “¿Cómo se os ocu­rrió?”, les pre­gun­tó. “Fue idea de Ja­nos”, con­tes­ta­ron. “Ex­plí­ca­me tú, en­ton­ces”, or­de­nó el rey.“ Ma­jes­tad, temo ha­cer­lo pues sé que me cas­ti­ga­rá”. “Dí­me­lo y no te pa­sa­rá nada malo”, pro­me­tió el rey lleno de cu­rio­si­dad. Ja­nos le con­tó que su pa­dre an­ciano, a quien man­te­nía ocul­to en su casa, le ha­bía dado el con­se­jo. 

El rey que­dó en si­len­cio por un lar­go rato y lue­go tomó la pa­la­bra: “Aho­ra me doy cuen­ta de que fui muy tor­pe al des­te­rrar a los an­cia­nos de este reino. Los co­no­ci­mien­tos que han acu­mu­la­do en su vida son una va­lio­sa fuen­te de sa­bi­du­ría”. De in­me­dia­to or­de­nó que los an­cia­nos des­te­rra­dos re­gre­sa­ran a la ciu­dad, y así ocu­rrió. Cuan­do pasó la se­quía, to­dos los ha­bi­tan­tes re­cor­da­ron que uno de ellos los ha­bía sal­va­do de mo­rir de ham­bre. Que­ri­dos an­cia­nos: gra­cias por lo que sois y lo que ha­béis sido. Gra­cias por vues­tra gran ex­pe­rien­cia, que nos trans­mi­tís en tan­tos y tan­tos con­se­jos. Los pe­que­ños, vues­tros nie­tos, os es­cu­chan con mu­cho agra­do. Oja­lá que to­dos se­pa­mos te­ner en cuen­ta vues­tras en­se­ñan­zas. Se­gu­ro que si lo hi­cié­se­mos más a me­nu­do no nos equi­vo­ca­ría­mos tan­to.

Que Dios os ben­di­ga y os dé su paz.

+ Juan José Ome­lla Ome­lla
Ar­zo­bis­po de Bar­ce­lo­na


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