martes, 14 de marzo de 2017

Hambre de Dios


Deseo que sea una me­di­ta­ción, que nos ayu­de en esa con­ver­sión que nos pide el Se­ñor para po­der rea­li­zar el tra­ba­jo de la mi­sión que, como Igle­sia de Je­su­cris­to, te­ne­mos que ha­cer. El gri­to del cie­go de Je­ri­có para que lo aten­die­se el Se­ñor es el gri­to que todo ser hu­mano, cons­cien­te o in­cons­cien­te­men­te, da en su vida: tie­ne ne­ce­si­dad de la cer­ca­nía de Dios. Aun­que mu­chas ve­ces ni sepa quién es o no ten­ga no­ti­cia de Él, sien­te ne­ce­si­dad de Al­guien que le quie­ra in­con­di­cio­nal­men­te; por eso gri­ta y gri­ta y no para has­ta que Dios se acer­ca a su vida y ex­pe­ri­men­ta su amor. El ser hu­mano no pue­de vi­vir sin el amor más gran­de. Y ese so­la­men­te lo pue­de dar Dios. Aque­lla cer­ca­nía de Je­sús, que le dijo al cie­go: «¿Qué quie­res que haga por ti?», es la que ne­ce­si­ta todo ser hu­mano.
Es ver­dad que el ser hu­mano qui­zá se hace otros dio­ses que no son el Dios ver­da­de­ro, pero todo hom­bre que vie­ne a este mun­do, en lo más pro­fun­do de su co­ra­zón, ba­rrun­ta la ne­ce­si­dad de Dios. Hará un dios del di­ne­ro, de unas ideas, etc., pero siem­pre ten­drá un Dios. A la lar­ga verá que, si se deja que­rer por el dios cons­trui­do por los hom­bres, sen­ti­rá la so­le­dad más gran­de. No le vale cual­quier dios para lle­nar su co­ra­zón y cu­rar las he­ri­das que tie­ne y que por sus pro­pias fuer­zas no pue­de cu­rar. No pue­de cu­rar un dios que él mis­mo se cons­tru­ye o re­co­ge, pero que no ma­ni­fies­ta ni le en­tre­ga lo que ne­ce­si­ta el ser hu­mano para vi­vir en ple­ni­tud. Las pa­la­bras del cie­go de Je­ri­có son las que todo ser hu­mano dice de una ma­ne­ra u otra: «¡Je­sús, hijo de Da­vid, ten com­pa­sión de mí!». Ne­ce­si­ta­mos sen­tir que al­guien nos ama, nos hace, nos cons­tru­ye, nos alien­ta, nos da fe­li­ci­dad, nos hace ser, nos da se­gu­ri­dad y fir­me­za, nos da pre­sen­te y fu­tu­ro. La com­pa­sión que pide el cie­go de Je­ri­có es que Je­sús ten­ga pa­sión por su per­so­na; que lo aco­ja, le dé su gra­cia y su amor; que le dé su luz, le qui­te la os­cu­ri­dad en la que vive y le dé alien­to y fun­da­men­tos. Esto es lo que ne­ce­si­ta todo ser hu­mano.
Aque­lla pro­pues­ta de Je­sús a los dis­cí­pu­los de «Id y anun­ciad el Evan­ge­lio» es un im­pe­ra­ti­vo para la Igle­sia. Con­ven­ci­dos de la ne­ce­si­dad de nues­tra mi­sión, he­mos ini­cia­do el ca­mino cua­res­mal, que lo es de con­ver­sión, de se­gui­mien­to al Se­ñor, de en­cuen­tro con Él, de es­pe­ran­za. El Se­ñor nos ha lla­ma­do para una mi­sión fun­da­men­tal, sin la que el ser hu­mano no pue­de vi­vir. Nos ha di­cho: «Se­réis mis tes­ti­gos». He­mos de es­tar dis­po­ni­bles para esta ta­rea. Je­su­cris­to, que es Amor, dona al hom­bre la ple­na fa­mi­lia­ri­dad con la ver­dad y nos in­vi­ta a vi­vir con­ti­nua­men­te en ella. Es una ver­dad que es su mis­ma Vida, que con­for­ma al hom­bre. Fue­ra de esa ver­dad, es­ta­mos per­di­dos y te­ne­mos ne­ce­si­dad de gri­tar: «¡Je­sús, hijo de Da­vid, ten com­pa­sión de mí!».
¡Qué fuer­za tie­ne la pre­sen­cia del Se­ñor jun­to al cie­go de Je­ri­có! La pre­sen­cia del Amor y la Ver­dad im­pul­sa la in­te­li­gen­cia hu­ma­na ha­cia ho­ri­zon­tes inex­plo­ra­dos. Je­su­cris­to atrae ha­cia sí el co­ra­zón de todo ser hu­mano, lo di­la­ta, lo col­ma de ale­gría, de paz, de ini­cia­ti­vas que bus­can el desa­rro­llo de los hom­bres. Es im­pre­sio­nan­te com­pro­bar que la ver­dad de Cris­to, en cuan­to toca a cada per­so­na que bus­ca siem­pre la ale­gría, la fe­li­ci­dad y el sen­ti­do, su­pera cual­quier otra ver­dad que la ra­zón pue­da en­con­trar. ¡Qué com­pro­ba­ción más evi­den­te ha­ce­mos en este en­cuen­tro con el cie­go! La Ver­dad, que es Cris­to, nos bus­ca. He­mos de de­cir a los hom­bres que se de­jen in­ter­pe­lar por Aquel que se acer­ca a sus vi­das.
Las pa­la­bras de san Juan Pa­blo II a las que alu­día an­tes son es­tas: «El hom­bre no pue­de vi­vir sin amor. Él per­ma­ne­ce para sí mis­mo un ser in­com­pren­si­ble, su vida está pri­va­da de sen­ti­do si no se le re­ve­la el amor, si no se en­cuen­tra con el amor, si no lo ex­pe­ri­men­ta y lo hace pro­pio, si no par­ti­ci­pa en él vi­va­men­te. Por esto pre­ci­sa­men­te, Cris­to Re­den­tor, como se ha di­cho an­te­rior­men­te, re­ve­la ple­na­men­te el hom­bre al mis­mo hom­bre. Tal es –si se pue­de ex­pre­sar así– la di­men­sión hu­ma­na del mis­te­rio de la Re­den­ción» (RH 10a). Pre­ci­sa­men­te por eso te pro­pon­go en este iti­ne­ra­rio cua­res­mal que vi­vas así:
1. Vive en amor a la Ver­dad y al Amor: son como dos ca­ras de ese don in­men­so que vie­ne de Dios y que se ha ma­ni­fes­ta­do y re­ve­la­do en Je­su­cris­to. Sa­be­mos que el hom­bre no pue­de vi­vir sin amor. Por eso pro­po­ne­mos la per­so­na de Je­su­cris­to, pues la ca­ri­dad en la ver­dad, de la que Je­su­cris­to se ha he­cho tes­ti­go con su vida te­rre­nal y, so­bre todo, con su muer­te y re­su­rrec­ción, es la prin­ci­pal fuer­za im­pul­so­ra del au­tén­ti­co desa­rro­llo de cada per­so­na y de toda la hu­ma­ni­dad.
2. Vive en el com­pro­mi­so que en­gen­dra el Amor y la Ver­dad: el Amor tie­ne su ori­gen en Dios y siem­pre mue­ve a la per­so­na a com­pro­me­ter­se con va­len­tía en cons­truir su vida y la de los de­más dan­do ros­tro a Je­su­cris­to. So­la­men­te se­re­mos tes­ti­gos si vi­vi­mos en el amor. ¡Qué be­lle­za tie­ne el co­ra­zón de la vida cris­tia­na que es el Amor! Qui­zá la res­pues­ta más ade­cua­da para la pre­gun­ta que hizo el Se­ñor al cie­go de na­ci­mien­to, –«¿Qué quie­res que haga por ti?»– sea ir re­co­rrien­do lo que el Se­ñor res­pon­de en la pa­rá­bo­la del buen sa­ma­ri­tano a la pre­gun­ta de «¿Quién es mi pró­ji­mo?». El Se­ñor in­vier­te la pre­gun­ta, mos­tran­do con el re­la­to cómo, cada uno de no­so­tros, de­be­mos con­ver­tir­nos en pró­ji­mos del otro: «Vete y haz tú lo mis­mo».
3. Vive en me­dio de las di­fi­cul­ta­des que sur­gen para es­tar en la Ver­dad y el Amor: re­cuer­da aque­llas pa­la­bras del cie­go de na­ci­mien­to: «Los que iban de­lan­te lo re­ga­ña­ban para que se ca­lla­ra, pero él gri­ta­ba más fuer­te: “¡Hijo de Da­vid, ten com­pa­sión de mí!”». Pero, como hizo Je­su­cris­to, con su ayu­da, su gra­cia y su amor, de­rri­ba los mu­ros que im­pi­den el en­cuen­tro con Dios. Esas di­fi­cul­ta­des que no per­mi­ten des­cu­brir la gran­de­za de nues­tra vida, vie­nen de den­tro y de fue­ra. Es ver­dad que es­tán nues­tros pe­ca­dos, que tam­bién nos im­pi­den ver quié­nes so­mos y com­por­tar­nos como ta­les, pero tam­bién hay di­fi­cul­ta­des de fue­ra como las que en­cuen­tra el cie­go. Como nos dice el Se­ñor en el Evan­ge­lio es ur­gen­te «ser sus tes­ti­gos». El hom­bre tie­ne sed y ham­bre de Dios.
Este mo­men­to de la his­to­ria es de ham­bre de Dios. Tú tam­bién la sien­tes, tie­nes va­cíos in­men­sos. Si eres hon­ra­do en ver tu ver­dad, los des­cu­bri­rás pal­pa­ble­men­te. Se quie­re sa­ciar de ma­ne­ras muy di­ver­sas, que a ve­ces nos ha­cen creer que Dios no es ne­ce­sa­rio. No nos en­ga­ñe­mos. En lo más pro­fun­do del ser hu­mano, en el nú­cleo de su exis­ten­cia, hay una ne­ce­si­dad im­pe­rio­sa de Dios; es­ta­mos di­se­ña­dos por Dios mis­mo y Él ha im­pre­so una ma­ne­ra de ser y de com­por­tar­nos a su ima­gen y se­me­jan­za. Cuan­do ha­ce­mos otra cosa ni es­ta­mos a gus­to con no­so­tros mis­mos, ni ha­ce­mos fe­li­ces a los de­más. Es­ta­mos crea­dos se­gún Dios y te­ne­mos una ta­rea y una mi­sión que Dios im­pri­mió en nues­tra vida de tal ma­ne­ra que siem­pre as­pi­ra­mos a vi­vir en ella. Como can­tan los mon­jes en los mo­nas­te­rios: «Ve­nid, ado­re­mos al Se­ñor, que nos ha crea­do». Es­tas pa­la­bras en­cie­rran una ver­dad y una sa­bi­du­ría in­men­sa. Sal­ga­mos a la mi­sión y qui­te­mos de la vida de los hom­bres las di­fi­cul­ta­des que im­pi­den el en­cuen­tro con Dios, las de den­tro –el pe­ca­do– y las de fue­ra, que os­cu­re­cen la pre­sen­cia de una Igle­sia que es Cuer­po de Cris­to, ex­pre­sión de su amor. Sal­ga­mos a la mi­sión. Para ello ne­ce­si­ta­mos de la gra­cia de la con­ver­sión.
+Car­los Card. Oso­ro Sie­rra,
Ar­zo­bis­po de Ma­drid


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