martes, 7 de abril de 2020

«Señor, que, cuando esto pase, nada sea como antes»



 “Cuando esto pase, ya nada será como antes”. Es una frase que escuchamos, repetida, en boca de personas y de “personajes” de nuestro alrededor, sin que acertemos a saber cuál es su exacto significado; si se trata de un  deseo, de un temor, o de una premonición. ¿Quizás que el nuevo horizonte que se dibuja para cuando termine la crisis producida por la pandemia presentará perfiles muy distintos de los que contemplábamos antes de la misma? ¿Quizás que los cambios en las relaciones políticas, económicas y sociales que surgirán como resultado  de las mutaciones en curso serán de tal envergadura que permitirán hablar de un mundo y de una sociedad nuevas? ¿Quizás que los hábitos personales, el mundo de los valores que sirven como pautas de comportamiento, las convicciones y creencias que nos mueven nos harán mirar al pasado sin nostalgia?  Es difícil saberlo. Pero sinceramente no lo creo.

Sea lo de ello lo que fuere, me daría por satisfecho si en el “después” de la crisis lo hombres nos hiciéramos más conscientes de nuestra condición y aceptáramos sencilla y realísticamente nuestras debilidades y nuestros límites; si comprendiéramos que la naturaleza encierra una misteriosa, divina, sabiduría que hemos de procurar captar y respetar;  si percibiéramos con mayor claridad que todos gozamos de la misma, común, “humanidad” o dignidad humana, y que, radicalmente, nadie es más nadie; que todos poseemos los mismos derechos humanos esenciales; que solo el bien común es bien de todos y para todos; que las personas y los pueblos somos responsables unos de otros, que debemos cuidarnos mutuamente, con especial atención a los más débiles y necesitados, y que nadie, individuos o pueblos, puede desentenderse o desinteresarse de los demás sin que sufra en su humanidad.

Sea de ello lo que fuere desearía que “después” no permitiésemos que nos arrollara de nuevo la abundancia de bienes; que no  nos dejáramos seducir sin más por los estímulos publicitarios; que no nos redujéramos a ser consumidores que no piensan…, más que en consumir; que cayéramos en la cuenta de que el placer material, físico, animal, no significa necesariamente felicidad; que el hedonismo es una falsa y fatal filosofía de vida; que no todo está sometido al capricho personal o colectivo; que las cosas no son siempre del color del cristal con que se miran, sino que algunas tienen su propio color y que hay verdades que hay que buscar; que Occidente no puede recuperar vigor olvidando sus raíces, renegando de su pasado, orillando los valores que la han hecho grande, sino renovando, depurando y profundizando en su más noble historia: no contra, sino en continuidad con ella; que por eso, no debemos empeñarnos locamente en “deconstruir” al hombre privándolo de su propia identidad, de su naturaleza, ni tampoco a la sociedad, abandonando las leyes más sabias y justas que la han gobernado hasta ahora.

Sea de ello lo que fuere, me gustaría que este tiempo de obligada quietud nos hubiera avezado a un más frecuente mirar en nuestro interior ˗¡a orar!˗, para dar sentido a lo que hacemos; a empeñarnos todos, sacerdotes, religiosos y laicos en una ambiciosa evangelización; a contemplar el cielo dando un horizonte más amplio, un mayor relieve, a nuestras vidas; a reconocer a Dios como amigo del alma y roca segura en la que apoyar la propia existencia; a ver a los demás como hijos del mismo Padre, miembros de un mismo pueblo y de un mismo cuerpo, hermanos y compañeros de viaje hacia una hermosísima meta ˗¡el cielo!˗que debemos alcanzar juntos; a sentirnos solidarios en la hermosa tarea de hacer el bien y de sembrarlo a voleo; a entender esta tierra nuestra como casa común que hemos de cuidar y como tarea cuya mejora y perfeccionamiento se nos ha confiado.

Si así fuere, diría: no me importa, Señor, que, cuando esto pase, nada sea como antes.

 +José María Yanguas
Obispo de Cuenca


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